Rudolf Höss |
Las indagaciones de Arendt le hicieron pensar que el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, responsable del transporte de millones de judíos a los campos de exterminio, no fue un malvado, sino un obediente militar que cumplió las órdenes recibidas con diligencia y eficacia, un ser cuya mente banal e irreflexiva le predispuso a su fechoría.
Algo parecido podríamos decir de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, un desconocido granjero promovido a oficial de las SS, que recibió la orden de dirigir el exterminio de un millón trescientas mil personas, hombres, mujeres y niños cuyo único crimen era ser judíos. Pero no es el caso, porque con Höss tenemos pruebas contundentes de que no hubo banalidad, sino reflexión, cobardía y maldad, pruebas derivadas de la incursión en su propia mente a través de las memorias que escribió en su cárcel de Cracovia cuando sabía que no le esperaba otra suerte que la horca, a la que fue condenado en Nuremberg por el Tribunal Supremo polaco el 2 de abril de 1947.
Para empezar, Höss sabía muy bien lo que hacía. En sus memorias nos muestra que conocía al detalle el funcionamiento de las cámaras de gas: "Todas -cinco en total-se llenaban al mismo tiempo, las puertas herméticas se cerraban con llave y a continuación se introducía el contenido de los bidones de gas letal a través de los agujeros practicados en el techo. Al cabo de una media hora, se abrían las puertas, dos en cada cámara, y los muertos eran retirados y llevados a las fosas comunes en pequeñas vagonetas de un ferrocarril de campaña".
Asimismo nos confirma su conocimiento de "las condiciones infrahumanas en que vivían los internados", los "malos tratos y torturas" que se les infligían, las "vejaciones colectivas a que eran sometidos", "las víctimas escuálidas de las enfermedades... los abarrotados edificios del hospital... la mortandad reinante entre los niños", los "ensayos de esterilización" con inyecciones o rayos X y "los experimentos con mellizos" llevados a cabo bajo su mandato.
Ni siquiera intenta negar sus crímenes. Un buen ejemplo es cuando relata el desespero de algunas mujeres que se ponían a aullar, a arrancarse los cabellos y gesticular como locas durante el desnudamiento que precedía a la cámara de gas. “Entonces –dice Höss- había que cogerlas rápidamente, llevarlas detrás de la casa y pegarles un tiro en la nuca”.
Otras veces los escritos muestran la capacidad del comandante para penetrar y situarse en la mente ajena. Cuando se fusilaba a un fugitivo el campo entero debía desfilar ante su cadáver para que sirviera de ejemplo y Höss a menudo se preguntaba “cuáles podían ser las sensaciones que experimentaban los presos durante ese lúgubre desfile”, “escrutaba sus rostros atentamente y en ellos leía el sobrecogimiento, la piedad por la desgraciada víctima y la voluntad de vengarse llegado el momento”. Sobre sus principales víctimas, los judíos decía “la mayoría de ellos ya no se hacían ilusiones: fatalistas, sufrían con paciencia e indiferencia todas las miserias, los sufrimientos y las torturas. En vista de su inevitable fin se volvían indiferentes a todo y su derrumbe moral aceleraba su decadencia física. Habían perdido las ganas de vivir y, por lo tanto, sucumbían ante el menor incidente”.
"Varias veces –dice en otro momento- observé a mujeres ya conscientes de su destino que, con un miedo mortal en la mirada, todavía hallaban fuerzas para bromear con sus hijos y tranquilizarlos". Una vez leyó también "el odio en los ojos" de un anciano cuando se le encaró y le dijo "Alemania pagará cara esta matanza de judíos". En una ocasión Höss se dio cuenta de que uno de los judíos encargados de desnudar e introducir a sus compatriotas condenados en las cámaras de gas había descubierto a su propia mujer entre los cadáveres y más tarde lo vio comiendo con sus compañeros como si tal cosa. "¿Habría logrado dominar su emoción... o se había vuelto indiferente a una tragedia como aquella?", se pregunta, y prosigue, "por mucho que lo piense nunca logro encontrar una explicación a su conducta".
Más aún, estudiaba también las mentes de sus propios superiores, ordenantes de las matanzas. Cuando Himmler visitó Auschwitz en el verano de 1942 para inspeccionar el campo y presenciar personalmente el exterminio, mientras se procedía al mismo "estudió disimuladamente a los encargados de llevarlo a cabo, incluido yo mismo" señala Höss, insinuando el temor de Himmler de que algún sentimiento de debilidad en los verdugos pudiera comprometer el éxito de la empresa.
Höss sentía también de algún modo el sufrimiento de sus víctimas. “Cuando el espectáculo me trastornaba demasiado –dice- no podía volver a casa con los míos. Hacía ensillar mi caballo y, cabalgando, me esforzaba por liberarme de mi obsesión” “A menudo –prosigue- me asaltaba el recuerdo de incidentes ocurridos durante el exterminio; entonces salía de casa porque no podía permanecer en el ambiente íntimo de mi familia” “Desde el momento en que se procedió al exterminio masivo dejé de sentirme feliz en Auschwitz”.
Cuando recibió la consigna de suprimir discretamente a los enfermos y los niños llega a decir “nada resulta más difícil que ejecutar tales órdenes fríamente, anulando todo sentimiento de piedad”. Höss, consciente del horror que se cometía en su campo, trataba de mantener a raya cualquier emoción perturbadora: “yo no hacía más que pensar en mi trabajo y relegaba a un segundo plano todo sentimiento humano”. Comentando la orden de exterminio masivo de judíos que recibió de Himmler en 1942, se supera a sí mismo y llega a afirmar “en aquella orden había algo monstruoso que sobrepasaba de lejos las medidas precedentes”, lo que no sólo implica razonamiento, sino también juicio sobre las intenciones del nazismo.
¿Quién fue entonces Rudolf Höss?
Höss fue un individuo cuerdo e inteligente que desde muy joven vivió experiencias intensas, como su pronta orfandad o sus años de cárcel tras haber sido cómplice de un asesinato, que le hicieron comprender la naturaleza del sufrimiento humano. Pero el ambiente y la educación nazi que recibió le hicieron concebir también sentimientos muy poderosos de orgullo y grandeza por los que valía la pena pagar incluso el alto precio del sacrificio de millones de personas consideradas culpables de atentar contra su Patria. La Alemania victoriosa sería la dueña del mundo y él, uno de los principales artífices de tal victoria. Las visitas, elogios y halagos que recibió de sus superiores acrecentaron esos sentimientos.
“Yo era un adepto fanático del nacionalsocialismo –decía- y estaba convencido de que nuestro ideal penetraría en todos los países y acabaría por triunfar una vez adaptado a las peculiaridades locales; así se terminaría con la supremacía judía”. La educación nazi, en la que la compasión y la solidaridad eran signos de debilidad mental, le obligó a reprimir la expresión de sus emociones, y ni siquiera las dudas que a veces tuvo sobre sus propias convicciones le apartaron de su trascendente misión: ”Me debatí mucho entre la convicción personal y la fidelidad al juramento que había prestado a las SS y al Führer. ¡Cuántas veces me pregunté si tenía derecho a desertar!”
La sintonía entre sus sentimientos de grandeza y sus razones ideológicas nacionalsocialistas mantuvieron la conducta criminal de Höss. No siempre lo pasó bien cuando dirigía el exterminio y meditaba sobre su propia conducta, pero es que cuando se llega tan lejos como Höss llegó en Auschwitz, la marcha atrás es imposible: o se encuentra justificación a lo hecho o se corta uno mismo el cuello. Höss optó por lo primero, pues en el fondo era un cobarde, como acreditan sus mencionadas dudas sobre una posible deserción.
La aparente y calculada frialdad emocional del comandante de Auschwitz ocultaba su mayor sentimiento: la ambición del éxito y el poder. No fue un individuo banal, movido por inercia. Supo siempre lo que hacía y conocía muy bien las consecuencias de sus actos, pero asumió el riesgo de llevarlos a cabo convencido de que eso le reportaría grandes beneficios.
No fue un simple elemento de un engranaje que alguien mueve desde fuera, pues, aunque nunca reconoció su culpabilidad, era consciente de su responsabilidad en una empresa cuyas consecuencias positivas serían proporcionales a su dimensión “justiciera” y al esfuerzo para realizarla superando debilidades personales. Sin sentirse responsable de lo que hizo no hubiera podido acreditar los beneficios que esperaba obtener por ello.
Si en criminales como Eichmann el mal estaba banalizado, ese no fue el caso del comandante de Auschwitz. La banalización del mal, en definitiva, está lejos de ser una explicación genérica del nazismo.
Ignacio Morgado Bernal, ¿Fue también banal Rudolf Höss, comandante de Auschwitz?, Psicología y neurociencia. Investigación y ciencia, 25/07/2014