Durante demasiado tiempo hemos alterado los términos de la relación entre moral y progreso. Creíamos que era posible hacer justicia con la ciencia, o implantar la verdad con la política: ambos no son más que sueños totalitarios. Para poder hacer justicia, la ciencia tendría que estar ciega; y para poder implantar la verdad, la política tendría que estar sujeta a un régimen de desnudez sin paliativos. Pero las cosas no están así. Ni el progreso tecnológico garantiza el progreso moral, ni la verdad de los científicos es transigente con la libertad de conciencia y el pluralismo. La verdad, reconozcámoslo, tiene una fuerte vocación totalitaria y ―aunque nuestras creencias sobre el mundo dependen por lo general de lo que podemos hacer en él, y no al contrario― nuestras convicciones morales no deberían depender de lo que creemos sobre el mundo y, menos aún, de lo que podemos hacer con él. Ni la historia ni la naturaleza son morales. Tal vez, entonces, haya llegado la hora de reconocer que ni la política sirve para encontrar la verdad, ni la ciencia puede ser empleada para impartir justicia. Sería conveniente, en tal caso, que, en lugar de ocuparse de la justicia, la ciencia se ocupase de la verdad, y que, en lugar de ocuparse de la verdad, la política se ocupase por fin de la justicia.
Leopoldo Moscoso, Agnotología y educación ciudadana, Ediciones Contratiempo, Febrero 2014