1. Secretos de familiaA pesar de que
Jonathan Sperber (
Karl Marx, Galaxia Gutenberg, Barna 2013) –por imperativo de la forma narrativa del género– «despliega» las facetas de la vida de
Karl Marx en una serie de capítulos que se relatan sucesivamente («El hijo», «El insurgente», «El teórico», «El exiliado», etc.), las páginas de su biografía nunca se diseminan ni pierden su unidad, porque están ejemplarmente cosidas entre sí con un hilo que jamás deja de abrazarlas y que las convierte a todas ellas en episodios de una única historia que repite de mil maneras el motivo persistente que la dota de una conexión estilística insobornable y que mantiene al lector entregado a ella en todo momento. Este hilo invisible –pero siempre molestamente audible– lo constituyen lo que podríamos llamar «los apuros económicos de Marx»; vamos siguiendo, con angustia o esperanza, sus altibajos, agudizaciones, crisis, mejorías, depresiones y trances hasta que nos convencemos de que constituyen el nudo secreto de la vida privada de Marx, un nudo que cada vez más, a medida que avanzan las páginas de la obra, se comprende que no tiene un verdadero desenlace, como sucederá también con los diversos «nudos» de su vida pública. Las apreturas comienzan ya en su época de estudiante de Derecho –una ocupación que en sí misma auguraba, en el mejor de los casos, una larguísima temporada de dependencia paterna–, con una asignación que invariablemente se queda corta y unas justificaciones contables del alumno poco verosímiles para la familia; en este momento se establece ya el estereotipo de lo que serán hasta el final sus principales relaciones con su madre (su padre murió cuando él tenía apenas veinte años): airados intentos del hijo, casi siempre fallidos, de recibir un adelanto de la futura herencia.
La filosofía de
Hegel era entonces la única atmósfera vital que se respiraba en el mundo académico de habla alemana, y de ella se impregnó
Marx de manera indeleble. Pero si esta filosofía, en vida de su creador, había mantenido un adecuado matrimonio de conveniencia con el Estado prusiano (al que reconocía como electivamente afín), justo en el momento en que el joven de Tréveris obtuvo su título universitario fue sonoramente repudiada por el monarca, terminando así con cualquier esperanza de un futuro académico para
Marx, quien pasó gran parte del resto de sus días luchando precisamente contra ese Estado y perseguido por él, y ambas cosas desde presupuestos que no son totalmente ajenos al espíritu de
Hegel. Profesionalmente reorientado a la fuerza hacia el activismo político-periodístico, a la penuria bohemia del estudiante le sucedió enseguida la inestabilidad laboral del editor, redactor o articulista siempre al borde de la quiebra de unas publicaciones de marcada orientación democratizadora y antimonárquica, en la doble cuerda floja de la censura o de la bancarrota.
De esta etapa procede uno de los documentos más curiosos aportados por la biografía de
Sperber, un artículo en el que
Marx recomienda «responder a cañonazos a los intentos de introducir el comunismo», si bien es cierto que la aparente sorpresa se mitiga bastante si tenemos en cuenta no sólo que en ese momento Marx aún no era comunista, sino que en esas fechas identificaba el comunismo –no sin razón– con el así llamado «radicalismo», una suerte de rebeldía romántica centrada en la elección de un «estilo de vida» contestatario, irreligioso o ateo, pero carente de análisis teórico y de perspectivas e instrumentos de cambio político. Aunque más conocido, otro ingrediente de esta etapa temprana que puede llamar la atención de algún lector no familiarizado con la juventud de
Marx es el apoyo cerrado que otorgó al libre comercio, mientras fue responsable de la Gaceta Renana, frente a los partidarios del intervencionismo estatal en asuntos económicos. Sobre todo porque constituye una convicción duradera:
Marx siguió siempre siendo «liberal» en este punto, incluso después de definirse doctrinalmente como comunista. En la época de la citada Gaceta, por supuesto, esta defensa del laissez faire tenía el sentido de una «liberalización» de la retrógrada monarquía prusiana, tan nostálgica del feudalismo y tan alérgica a la Ilustración. En su fase comunista, sin embargo,
Marx siempre fue enemigo de la intervención del Estado en el mercado por estar convencido de que la libre competencia, dejada a su simple desarrollo, llevaría antes al final del capitalismo que unas instituciones públicas empeñadas en remediar –o remendar– sus desaguisados. Lo cual es, desde luego, una indicación en el sentido de que el sufrimiento popular (que sin duda aumentaría en la hipótesis abstencionista, del mismo modo que aumentaba el sufrimiento de los pueblos la brutalidad colonialista británica, que
Marx también defendía por los mismos motivos) puede llegar a concebirse como un adecuado combustible para alimentar la lucha de clases como motor de la historia y así llegar un poco antes a su meta. Una meta que, en todo caso, seguía muy lejos en 1843, cuando la censura estatal prusiana cerró el periódico tras un año de funcionamiento, dejando a
Marx una vez más en la calle y sin sueldo.
La perseverante situación personal de dificultad económica primero retrasó el matrimonio de Karl con su prometida, Jenny von Westphalen, y luego, cuando éste finalmente se llevó a cabo, lo azotó sistemática y permanentemente casi hasta el final. Los ingresos de
Marx siempre fueron irregulares, a menudo inexistentes durante largas temporadas, y las deudas que por este motivo contrajo nunca dejaron de pesar sobre él y sobre su esposa, quien en circunstancias siempre difíciles administró un hogar constantemente amenazado por la ruina y dio a luz a seis hijos (sin contar el que nació muerto) en sus variados y sucesivos exilios: su hija mayor, llamada también Jenny (y que acabaría casada con Charles Longuet, el héroe de la Comuna de París), nació en París en 1844, al mismo tiempo que los célebres
Manuscritos de economía y filosofía y no mucho antes de que tuviera que subastar sus muebles para poder reunirse con su marido en Bélgica, porque la diplomacia prusiana consiguió que lo expulsasen de Francia; en Bruselas nacieron su segunda hija, Laura (1845), quien, a pesar de las reticencias de su padre, de mayor se unió en matrimonio al activista
Paul Lafargue (el defensor del «derecho a la pereza»), y su hijo Edgar (1847), mientras se gestaban el
Manifiesto comunista y la
Miseria de la filosofía, y todo el oro y la plata y la mayor parte de la ropa blanca de la familia estaban en la casa de empeño; tras un breve, efervescente y feliz período en Colonia, el gobierno prusiano volvió a expulsar a
Marx al mismo tiempo que reprimía los últimos estallidos de las revueltas de 1848-1849; hubo un breve regreso a París, donde Jenny volvió a empeñar hasta la última de sus joyas para pagar los gastos corrientes, y en el verano de 1849 se mudaron definitivamente a Londres, la ciudad más grande y más cara de Europa, la capital del capital y del trabajo industrial, la que tenía una política más tolerante con los refugiados (Prusia estuvo años solicitando en vano la detención de Marx), aunque también la más restrictiva en cuanto a la concesión de la nacionalidad a los exiliados.
Allí vivieron con estrecheces mucho peores que las que habían conocido hasta entonces, dependiendo de la caridad de los camaradas, huyendo de los acreedores, pidiendo préstamos de devolución imposible a incautos que desconocían su situación financiera, con sus pertenencias embargadas por el casero ante su imposibilidad de pagar el alquiler, y allí
Marx, que tenía experiencia en toda clase de complicaciones, supo por primera vez «lo que es la verdadera desgracia» cuando vio morir con menos de un año a sus hijos Heinrich Guido, nacido en 1850, y Franziska, nacida en 1852, y con ocho a su queridísimo Edgar, cuya traumática desaparición casi coincidió con el nacimiento de su última hija, Eleanor (1855), que encarnaría en su vida adulta la figura de la mujer emancipada hasta su suicidio en 1898. Allí
Marx enterró también a su esposa y allí, aunque con la desagradable sensación de no haber sido nunca del todo capaz de mantener a flote a su familia, logró convertirse en las dos cosas que siempre había querido ser, aunque se tratase de dos labores interminables, de esas que nunca pueden darse del todo por concluidas: un reputado y decisivo líder del movimiento obrero internacional (erigió la llamada Primera Internacional, y casi a continuación la derrumbó), y el autor de una ambiciosa, voluminosa y muy respetableCrítica de la economía política que, de algún modo, resumía el esfuerzo intelectual acumulado durante toda su vida, pero de la que no llegó a publicar una versión acabada y completa que diera satisfacción a las principales acusaciones de sus críticos.
Sentimos un cierto reparo en llamar «pobreza» a este clima de fragilidad monetaria en el que siempre vivieron los
Marx, porque se trata de una pobreza «honrosa» o «burguesa» (es decir, que era compatible con mantener una nodriza para la cría de los niños, o una sirvienta que les acompañó durante toda su vida londinense, y con llevar a las niñas a colegios privados para señoritas y pagar sus lecciones de dibujo, piano, francés o italiano), es decir, porque no es lo que a primera vista interpretaríamos como pobreza «proletaria», que consistiría en no tener absolutamente nada (nada que perder, salvo las cadenas), en alcanzar a duras penas el nivel de subsistencia, en carecer de los bienes elementales. Sin embargo, esta pobreza que hemos llamadoburguesa es la pobreza característicamente moderna, la que no conocieron en cuanto tal los antiguos o los medievales (a no ser bajo la forma de una suerte de «pobreza espiritual»), a saber, la que no consiste en carecer de cosas sino en carecer de dinero, ese ungüento amarillo milagrosamente nacido del trabajo humano y capaz de servir de equivalente a todo lo que pueda imaginarse, como tan espléndidamente explicaba
Marx en
El Capital. Y, en el fondo, también el proletariado estaba haciendo esa experiencia: en el mundo moderno ya no se vivirá nunca directamente la carestía de aquellos recursos que pueden saciar las necesidades humanas, sino la incapacidad de acumular el valor monetario necesario para conseguirlos, y ello por unas razones que ya no tienen necesariamente que ver con las guerras, las malas cosechas, las inclemencias meteorológicas o las hambrunas (las causas más conocidas de pobreza en las sociedades tradicionales), sino principalmente con unas leyes que se ocultan al común de los mortales y que, en virtud de secretas fórmulas y convenios inconfesables, deciden los destinos de las muchedumbres en el distinguido parqué del Stock Exchange.
Pero hay otra cosa extraña en la miseria relativa de
Karl Marx: si, según sus razonadas explicaciones, la pobreza de los trabajadores asalariados tenía un nombre común («capitalismo»), la suya tenía un nombre propio y un apellido: se llamaba
Friedrich Engels. Y no, claro está, porque
Engels fuera la causa de la pobreza de
Marx, sino todo lo contrario: porque, al ser quien la remediaba, no dejaba de ponerla una y otra vez de manifiesto. Este hombre, hijo de un acaudalado empresario prusiano con intereses en Manchester, fue siempre un decidido revolucionario en su corazón, un aguerrido militar por su carácter (en casa de
Marx lo llamaban «el General»), un filósofo de la ciencia por su mentalidad y, por encima de todo lo demás, un admirador rendido del talento de
Marx y su amigo político y personal infalible, que formó con él un tándem tan inseparable como los de Stan Laurel y Oliver Hardy o Lennon y McCartney, y ciertamente raro en el mundo intelectual y libresco (quizá la pareja
Deleuze-Guattari es una de las pocas reviviscencias en el siglo XX de ese tipo de colaboración político-filosófica y personal). No se trata solamente de que
Engels, a menudo con más dinero en el bolsillo que su amigo y con menos responsabilidades familiares, consiguiera en un sinfín de ocasiones salvar una situación desesperada en el último instante (cuando llegaba el cartero a casa de los
Marx y gritaban instintivamente: «¡Friedrich, dos libras, salvados!»). La ayuda de
Engels, además de protegerlo contra los afilados colmillos de la necesidad y de permitirle mantener al menos la apariencia pública de su clase social (guardando en secreto la impotencia económica), le recordaba permanentemente su pobreza y su incapacidad de superarla por sus propios medios, algo que se hizo cada vez menos llevadero a medida que
Marx –que tenía un sentido del honor tan acusado que le llevó a retar en duelo en varias ocasiones a sus ofensores– iba envejeciendo sin lograr ninguna clase de autonomía económica para garantizar la estabilidad y el porvenir de su familia. Tampoco es sólo que
Engels hiciera finalmente por
Marx justo lo contrario de aquello que le pedía su corazón cuando se convirtió en empresario en la fábrica de su familia en Manchester –con la consiguiente carga de conciencia de encarnar la figura de aquellos que
Marx y él intentaban dibujar como enemigos de la clase que tenía que hacer progresar cualitativamente a la humanidad–, para así poder emplear buena parte de los réditos que le daba esta propiedad en proporcionar a su camarada una existencia lo suficientemente desahogada como para acabar de escribir
El Capital, una tarea a la que sus cartas casi diarias –antes de trasladarse a Londres él mismo– le exhortaban una y otra vez y en la que finalmente tuvo un éxito bastante discreto, cosa que no dejó de lamentar tras la desaparición de su amigo, que lo convirtió en albacea intelectual y político de una obra que su espíritu castrense habría deseado más rotunda.
Hay aún algo más, que profundiza la idea de que, por
Marx,
Engels tuvo que sacrificar su moralidad en el altar de una finalidad más elevada en un sentido no únicamente político-ideológico. Después de todo,
Marx había escrito su tesis doctoral sobre
Epicuro y, como alguien dijo, el epicureísmo es, como escuela moral, un intento de solucionar el conflicto inevitable entre felicidad y virtud, sacrificando esta última a la primera (y eso hizo
Marx: para no perder la felicidad conyugal –sin la cual quizá no habría podido escribir
El Capital–, sacrificó la virtud de
Engels). Pero antes de eso fue su propia virtud la que inmoló en beneficio de su felicidad, y no precisamente de la conyugal. Siguiendo una velada tradición de «vidas filosóficas» que comienza con
Aristóteles y llega hasta
Hegel, en algún momento del año 1850, mientras Jenny iba de un embarazo a otro intentando con poca fortuna que los pequeños sobrevivieran entre los obligados malabarismos para neutralizar las consecuencias de la carencia de recursos, Karl se las arregló para dejar embarazada a la criada, Helene (Lenchen) Demuth, que dio a luz a su hijo Freddy, con la tez característicamente morena del cabeza de familia (a quien llamaban coloquialmente «el moro»). La pobreza no se conforma nunca con ser pobreza material: no descansa hasta convertirse asimismo en miseria moral, y también de esta penuria tuvo
Engels que salvar a su amigo
Marx, ayudándolo a mantener igualmente en secreto este baldón. Es muy probable que Jenny, una mujer decidida y de una enorme dignidad –que hizo por
Marx al menos tantos sacrificios como
Engels, y que siempre confió en su marido y compartió con entusiasmo sus ideas, a pesar de los aprietos y quebraderos de cabeza que causaban a su existencia diaria–, no hubiera soportado esta deshonra si, después de nacer el niño en 1851,
Engels no hubiera acudido presto a reconocer su paternidad, con la misma solicitud con que llegaba su transferencia de dos libras. Sólo en su lecho de muerte (en 1895), cuando ya no podían sufrir por ello ni Jenny ni Karl,
Engels confesó que
Marx era el padre de Freddy –que sobrevivió a toda la descendencia legítima de la familia, hasta 1929, y que supo desde muy pronto el secreto–, que él había reclamado la paternidad a petición de su amigo y para salvar su matrimonio de una crisis quizá irreversible. Las dos hijas de
Marx que en ese momento estaban vivas, Laura y Eleanor, se negaron a aceptar la noticia (todavía en la Wikipedia se considera una cuestión de «académicos») y ocultaron los documentos que la revelaban, que acabaron tras diversas vicisitudes en los archivos secretos de Stalin en la Unión Soviética, liberados para los investigadores solamente a partir de la década de 1990.
2. Secretos de claseEl caso es que, aunque fuera con todas estas limitaciones, en la Europa de mediados del siglo XIX existía una «posibilidad profesional» para un varón medianamente ilustrado que ha desaparecido hoy del catálogo de destinos en los que alguien puede perseguir su vocación: existía la posibilidad de ser un revolucionario, y tanto
Marx como
Engels (y muchos otros cuyos nombres pueblan las páginas del libro de
Jonathan Sperber) la abrazaron sin pensárselo dos veces. Algo que, evidentemente, sólo era posible por la cercanía histórica de la Revolución Francesa, que hacía que la perspectiva revolucionaria fuera una promesa lo suficientemente creíble como para que algunos llegaran en su nombre al crimen o al heroísmo, y también una amenaza lo suficientemente verosímil como para que otros respondieran a ella con la masacre o la concesión. Sin embargo, el hecho de que
Marx dedicase su vida pública a la revolución y de que, como tantos otros, creyese casi como en una evidencia que una revolución social cambiaría –para mejor– el mundo moderno, no significa que fuera lo que él mismo llamaba con desprecio un «revolucionario profesional» (de los que se pasan el día intrigando en las tabernas entre los obreros). A pesar de ser generoso a la hora de calcular el coste humano que comportaría el progreso revolucionario, y de no sentir ningún escrúpulo hacia la «crítica de las armas» (o, como se diría mejor en castellano, la crítica con las armas), su elemento fueron siempre las armas de la crítica. Primero porque, objetivamente, fue un hombre de escritura, tanto en sus diversas empresas periodísticas como en su dilatada carrera como articulista en The New York Tribune, ya que no tenía el temple de «hombre de acción» de Engels y que siempre fue un pésimo orador que rehuía la responsabilidad de tomar la palabra en reuniones, congresos y asambleas, evitando ese tipo de apariciones públicas que hoy se conocen como «baños de masas»; y, segundo y principal, porque sus diagnósticos de la situación política internacional lo llevaron siempre, antes que a otras aventuras, a buscar influencia a través de los medios escritos capaces de movilizar a las fuerzas que consideraba decisivas. Y seguramente por ello –por su vinculación filosófica con la idea kantiana de «crítica», que es inseparable de la esfera pública, y por su implicación en la prensa comprometida–, aborreció siempre la forma conspiratoria y «antimoderna» que tomaban en su tiempo algunas organizaciones obreras o revolucionarias: la de lassociedades secretas. Esta fue una polémica constante a lo largo de todas sus intervenciones prácticas en los movimientos de los trabajadores, y terminó siendo también el núcleo de su compleja ruptura con
Bakunin y sus partidarios en la Asociación Internacional de Trabajadores. La revolución siempre fue para él un hecho fundamentalmente público, y por eso estaba reñida con el sectarismo de las comunidades juramentadas. Así lo prueban los que son quizá los mejores escritos de
Marx, situados en la intersección entre la historiografía, la crónica de actualidad y la propaganda política, donde su genio brilla como en ninguna otra parte y su corrosivo sentido del humor se ve contrapesado por su entusiasmo, por una parte, y por su lucidez, por otra: nos referimos a textos como el
Manifiesto comunista, El 18 Brumario de Luis Bonaparte o La lucha de clases en Francia y los escritos sobre la Comuna de París. Estos escritos forman parte de una tradición que a veces se ha llamado «periodismo filosófico» (
Foucault rebautizó el género como «ontología del presente») y a la que pertenecen igualmente el panfleto de
Kant sobre la Ilustración, el
Libro de los pasajes de
Walter Benjamin o el
Eichmann en Jerusalén de
Hannah Arendt. En ellos se mezclan armónicamente la erudición histórica, el audaz diagnóstico de lo inmediato y la prognosis «propagandística» e interesada del porvenir cercano (aunque estos intereses sean los que
Kant habría considerado «intereses de la razón»,
Hegel del «espíritu absoluto» y
Marx del proletariado como representante histórico de la humanidad).
Sin embargo, estas obras fueron mucho menos divulgadas en su momento de lo que hoy podríamos creer. La «influencia» de
Marx y
Engels, por ejemplo, en el París de 1848, en el que son espectadores antes que ninguna otra cosa, se restringe a los círculos de obreros y artesanos de lengua alemana, cuya lealtad se disputan, por otra parte, numerosas organizaciones revolucionarias que quieren aprovechar el combustible del sufrimiento de la clase trabajadora, cada una para su propia locomotora. Esto hace que el oficio de revolucionario, además de estar mal pagado y poco reconocido (a no ser que la revolución triunfe, por supuesto), tenga esto de ingrato: que consiste en pasarse la mayor parte del tiempo polemizando, no con la burguesía, los explotadores, los terratenientes o los ejércitos de los monarcas absolutos, sino con los revolucionarios rivales, ideólogos y dirigentes de las trincheras vecinas, enzarzado en discusiones llenas de terribles insultos y descalificaciones gruesas, panfletos infamantes o libelos calumniosos que sólo pueden entenderse en el marco del fragor de la competencia por el liderazgo del movimiento obrero y que, cuando se miran con un poco más de distancia o de desconocimiento de las correlaciones de fuerzas, parecen reyertas de barrio bajo entre camorristas en las que sólo se ventilan vanidades personales. Marx siempre tuvo el inagotable tintero de sarcasmo de su pluma bien dispuesto para este tipo de escaramuzas escritas, en las que consumió montones de páginas y de energías. ¿En balde? La consolidación de
Marx y Engels como líderes de la facción comunista del movimiento obrero y como dirigentes intelectuales de un proyecto revolucionario que se sustentaba en el conocimiento científico fue una lucha de décadas, basada en un día a día casi siempre frustrante, a menudo con triunfos miserables y derrotas estruendosas, y con un resultado final relativamente discreto y siempre bastante improbable. En este período, eso sí, Marx se convirtió ya en vida en un personaje prestigioso y políticamente imprescindible para comprender su tiempo, a pesar de no desempeñar puesto alguno en la política «oficial».
Casi se diría que, por motivos generacionales,
Marx estuvo mucho tiempo convencido de que la revolución sería «francesa», no solamente porque su modelo nunca dejó de ser la revuelta de julio de 1789, sino porque el «socialismo francés», que conoció de primera mano en 1844, le parecía el caldo de cultivo ideal para el estallido de la revuelta. Durante sus primeros años de militancia revolucionaria,
Marx asociaba la revolución a la guerra (una guerra probablemente civil en su origen, que acabaría convertida en guerra revolucionaria), y a la destrucción de su odiada monarquía prusiana (la prioridad del anticapitalismo sobre el antiprusianismo sólo estuvo definitivamente clara para él a partir de su exilio londinense). Después, en un período en el cual el «programa revolucionario» del comunismo ya estaba más elaborado, empezó a pensar en la transformación histórica de la sociedad como el resultado de una gran crisis económica. Pero en ambos casos fue poco impaciente y muy desconfiado con los «signos» del porvenir que otros veían anunciarse por todas partes, y muchas veces expresó su opinión de que la «clase obrera» (un término que manifiesta, no lo olvidemos, una invención teórico-práctica de
Marx) aún no estaba «madura» (organizativamente) para la revolución. Si algo prueba el relato de
Sperber es lo poco «marxista» que fue
Marx, es decir, lo inestables y cambiantes que fueron la mayoría de sus opiniones sobre los acontecimientos históricos europeos que le tocó vivir (a veces pasó de un bando al contrario en un período de tiempo brevísimo), lo variables que fueron sus alianzas, la facilidad con que sus amigos se convertían en sus enemigos o los apoyos en enfrentamientos, siempre debido a su esfuerzo constante por extraer lecciones de una historia universal a la cual, como su maestro Hegel, se esforzaba en encontrar razón y sentido y en la que no se resignaba a ser un espectador pasivo.
Que este tipo de esfuerzos de «racionalización» de la historia pueden a veces degenerar en paranoia está sobradamente atestiguado, pero es extraño que este virus haya llegado a prender, aunque sea anecdóticamente, en la mentalidad científica de
Marx, pues esta mentalidad es por naturaleza enemiga, como acabamos de sugerir, de teorías conspiratorias y sociedades secretas. Es posible que el acoso de los enemigos políticos y de los rivales revolucionarios, y la necesidad constante de integrar todos estos datos en una estrategia de alcance histórico-práctico e ideológicamente compacta contribuyese a abrir un hueco –en la perspectiva de
Marx– a las «tramas ocultas» internacionales y a los «gobiernos en la sombra», muy especialmente cuando descubrió entre sus filas, en uno de sus más insistentes aduladores (que lo animaba a escribir sus interminables panfletos contra sus rivales «socialistas»), a un agente secreto del ubicuo Gobierno prusiano contra el que había sido advertido repetidamente, negándose siempre a considerar siquiera esa posibilidad. Así lo prueba la existencia de una curiosa colección de artículos de
Marx (resumida como
Historia diplomática secreta del siglo XVIII), que gira en torno a su obstinada convicción –aderezada con el estudio minucioso de documentos parlamentarios de la biblioteca del British Museum– de que los zares de Rusia habían estado sobornando a los políticos whigs británicos desde el siglo XVIII hasta la Guerra de Crimea y, a través de tales sobornos, ejerciendo un secreto control de la política exterior del imperio, algo que
Marx veía particularmente ejemplificado en la figura de Lord Palmerston, varias veces ministro y luego jefe del Gobierno británico, aunque declaradamente contrario a las políticas rusas. Quizás es imposible, cuando se pretende a la vez hacer ciencia objetiva y política partidaria, no verse atrapado en este tipo de trampas.
Pero se diría que, aunque un revolucionario (y más aún si tiene algo de periodista) no puede nunca desdeñar ocasiones propagandísticas como la de denunciar a un primer ministro corrupto al servicio de un imperio extranjero (hoy, como en el siglo XIX, carnaza de primer rango para los tabloides populares), incluso aunque no tenga plena certeza del asunto, no es este tipo de «secreto» el que se empeña en descubrir quien quiere elevar la historia al rango de ciencia, haciendo con ella lo que hizo con la Física
Newton o con la Biología
Darwin (a quien, dicho sea de paso, nunca pretendió
Marx dedicarle
El Capital, al contrario de lo que dice una leyenda urbana al parecer indestructible). Si algún «secreto» hay que desvelar en el funcionamiento de la historia, este ha de ser más bien, de acuerdo con la inspiración hegeliana de la empresa, el de la «lógica interna» que preside su despliegue. Ciertamente,
Hegel pretendía llevar la razón a la historia elevándose desde la sucesión «externa» de los hechos (reinados, dinastías, batallas y batallitas) hasta sus conexiones «internas» y necesarias;
Marx no admitía semejante necesidad «metafísica», pero, aunque la historia esté regida, a sus ojos, por la contingencia, aunque sus encuentros y despliegues no sean enteramente fatales, sí que alberga –a su modo de ver–núcleos de consistencia cuyos preceptos sería posible describir y de acuerdo con cuya lógica podría intentarse un proceso relevante de transformación de los mismos. En este punto, pues, la cuestión no sólo deja ya de ser la del hombre privado Karl, sino también la del dirigente revolucionario
Marx (un dirigente que, a pesar de estar involucrado en dos de los principales acontecimientos revolucionarios de la Europa de su tiempo –la Revolución de 1848 y la Comuna de París–, no organizó ninguna revolución triunfante a lo largo de su vida), para convertirse en la cuestión de
Marx como teórico, como el «hombre de Wissenschaft» que, según
Sperber, siempre quiso ser. ¿Fue
Marx, en verdad, capaz de descubrir algún secreto decisivo acerca del funcionamiento histórico de las sociedades modernas? ¿Contribuyó a desvelar el misterio antes evocado de la pobreza masiva de la inmensa mayoría de la humanidad, que aún hoy experimenta mayoritariamente su despojamiento como una fatalidad o como una catástrofe natural?
3. Secretos de épocaJonathan Sperber ha percibido muy bien que, en este punto, existe un conflicto entre dos acepciones del término «ciencia» que ya estaban implícitamente enfrentadas en el siglo XIX, pero cuya correlación es hoy enteramente distinta. Una forma de representarse este conflicto entre concepciones científicas consiste en escenificarlo como la contraposición entre la visión «hegeliana» del saber (esto es, lo que hace un momento hemos llamado, con palabras empleadas por
Sperber, la «lógica interna» de los fenómenos sociales) y la visión «positivista» del mismo (que estaría más bien del lado de lo que en el párrafo anterior describíamos, con vocabulario de
Hegel, como la «sucesión externa» y mecánica de los hechos en el tiempo).
Sperber dice, con acierto, que en la cabeza de
Marx estaban ambas visiones (que a veces se mostraba más positivista y entusiasta de los progresos cuantitativos de las ciencias naturales, por ejemplo, pero que, en cualquier caso, nunca renunció al enfoque «filosófico» o «hegeliano») y, en cuanto historiador que se esfuerza por comprender a un hombre en su tiempo, reparte al lector cartas suficientes para jugar con los dos palos de esa baraja (es decir, para entender el problema). Sin embargo, algunas de las opciones que él mismo ha hecho como biógrafo de
Marx podrían lastrar ese aparente «juego limpio».
Una de las primeras cuestiones que surgieron, al menos en el llamado «ámbito periodístico», en cuanto apareció en el mercado este libro, fue la de si esta sería la biografía definitiva de
Marx. Así presentada, la cuestión es tan supremamente peregrina que merecería ser respondida de manera despectiva y general con la misma vaguedad con que ella misma se formula: el tiempo lo dirá (si
Marx sigue interesando a las generaciones de lectores que han de sucedernos, sin duda habrá más biografías del autor de
El Capital; si acaso deja de interesar, puede que sea la última y, por ello, la definitiva, pero no por ser la mejor ni la más completa). Mientras exista lo que aún llamamos «el mundo de las letras», todas las obras deben honestamente escribirse con voluntad de ser definitivas, e igualmente todas ellas tienen que fracasar necesariamente en ese intento, del mismo modo que ninguna edición crítica de un texto o ninguna obra completa de un autor puede, por desgracia, ser tan canónica que excluya revisiones posteriores, o que ninguna traducción puede ser nunca tan perfecta que no pueda mejorarse o modificarse desde otra sensibilidad histórica, o desde otros horizontes interpretativos. Pero si esta obviedad disuelve el lado periodístico de la cuestión, no elimina el sentido serio en que la biografía de
Sperber sí aspira a ser definitiva de forma no banal, y que queda ya subrayado en el subtítulo de su trabajo («Una vida decimonónica»). El biógrafo presenta su decisión de anclar fuertemente la comprensión de la figura de
Karl Marx en el contexto estricto de su tiempo y de su entorno cultural con un argumento muy plausible: su pretensión de «liberar» de ese modo al
Marx histórico, decimonónico, de los usos ideológicos que se han encargado de divinizarlo o satanizarlo a lo largo de sus muchos entierros y resurrecciones en el siglo XX y aún en el XXI (se diría que, cuando en 1956 se erigió el gigantesco busto que hoy adorna la originalmente modesta tumba de Jenny y Karl Marx en el Highgate Cemetery de Londres, se le quería otra vez dar por gloriosamente muerto –al menos en el «mundo libre»– por parte de quienes se consideraban herederos y derechohabientes de los frutos de sus obras, pero que desde entonces ha vuelto a despertar de ese sepelio siempre prematuro en unas cuantas ocasiones). En este sentido, imbricar con todo rigor, como hace
Sperber, a
Marx en su entorno cronológico, contribuye, sin necesidad de nombrar exhaustivamente estas referencias, a señalar el ridículo de quienes convirtieron retrospectivamente su existencia en una vida de santo (o incluso de mártir) por procedimientos hagiográficos, o de quienes la envolvieron en el azufre del vicio, el crimen y el terror de forma igualmente fantasiosa; y que, por otra parte, no son comparativamente ni la mitad de grotescos que aquellos otros que elevaron su pensamiento a la condición de dogma de una Iglesia, administrándolo durante décadas y décadas como si se tratase de un evangelio que se conservaría más impoluto cuanto más se repitieran ritualmente algunas de sus fórmulas y menos esfuerzo se hiciera por comprenderlas (no hablemos ya de la posibilidad de «criticarlas»), ni tampoco la mitad de mendaces que quienes, por ocupar posiciones relevantes en esa jerarquía eclesiástica, se sirvieron tanto del nombre del personaje como del prestigio de su palabra para intentar santificar acciones o regímenes políticos injustificables o para deslegitimar otros contra los que no se les ocurría ningún argumento que tuviera la virtud de ser verdadero.
Esto, que en el fondo es el abecé del enfoque historiográfico, constituye un acierto indiscutible del planteamiento de
Sperber al lidiar con una figura cuyas connotaciones políticas la hacen aún resistente, por lo que parece, a algunos de estos principios científicos (de hecho, un buen puñado de las recensiones ya publicadas sobre su libro pertenecen en realidad a la categoría de lo que
Marx y Engels llamarían «ajustes de cuentas» con el personaje: los que aún son, de un modo u otro, partidarios de
Marx, acusan más o menos veladamente a
Sperber de no haberlo defendido lo suficiente, mientras que quienes siguen siendo sus detractores le reprochan que haya salido demasiado favorecido en el retrato). Ahora bien, como ya hemos sugerido, el modo en que Sperber presenta esta estrategia consiste en subrayar obstinadamente la pertenencia de
Marx al siglo XIX, como si esta sola circunstancia pudiera descalificar por sí misma cualquier uso que pudiera hacerse de la obra de
Marx en el siglo XXI, o cualquiera de los que se han hecho en el siglo XX, que desde luego no se agotan en el estalinismo doctrinario o en el totalitarismo intelectual de las burocracias de algunas organizaciones político-ideológicas, ni en la paranoia anticomunista de los propagandistas del evangelio del libre mercado. El capitalismo del siglo XIX tiene poco que ver con el del siglo XXI, insiste
Sperber, e incluso –nos advierte– las categorías analíticas que dan cuenta del mismo en la segunda mitad del siglo XIX no tienen demasiado que ver con las que se utilizaban en la primera; nadie podría negar lo que parece una obviedad y hasta una trivialidad. Pero la misma insistencia revela una estrategia nada trivial: si se acorrala a
Marx en un período de tiempo que pueda considerarse a todas luces «superado» o «periclitado», clausurado como las ruinas de Pompeya o las pirámides de Egipto, entonces la imagen que de él quede dibujada en ese fresco será tan definitiva como los perfiles dejados por la lava del Vesubio o las efigies de los sarcófagos de los faraones. Es comprensible que el historiador se sienta más cómodo tratando el objeto del que se ocupa como si estuviera totalmente muerto, en el sentido en que lo está una lengua de la que desde hace siglos no quedan hablantes o una guerra cuyo marco histórico de referencia ha desaparecido ya del todo de nuestro horizonte cultural y temporal, pero la expedición de este certificado de defunción puede tener, en el caso que nos ocupa, efectos graves sobre el propio cadáver, que de esa manera se considera listo para el informe terminal de la autopsia.
En cierta ocasión,
Marc Augé describió así la ventaja del trabajo del historiador sobre el del etnólogo: el historiador siempre sabe cómo sigue la historia. El caso es que esta ventaja puede llegar a ser también un inconveniente (el inconveniente, por decirlo de este modo, de hacer la quiniela del domingo después de haber leído el periódico del lunes). Así, por ejemplo, para enterrar a
Marx en la primera mitad del siglo XIX (pues es de ella de donde habría recibido, según
Sperber, la impronta dominante en su posición teórica), y asegurar de ese modo que todas sus resurrecciones posteriores sean fantasmales y caricaturescas, es preciso saber cómo continúa la historia de lo que antes describíamos como un conflicto en el que se enfrentaban visiones dispares de lo científico, continuación que acabó decidiéndose a favor del positivismo tras una serie de contiendas hoy casi olvidadas (la distinción entre
Geisteswissenschaften y
Naturwissenschaften en la epistemología alemana de los tiempos de
Dilthey, o la «disputa del positivismo» en la que combatieron
Adorno y
Popper, entre muchos otros episodios). Esto puede ser considerado, si se quiere, un hecho histórico, como lo es la victoria de un determinado bando en una guerra. Pero el hecho de que unos hayan ganado y otros hayan perdido no puede significar que los ganadores tuvieran razón. Y esto es importante por lo que tiene que ver con el legado teórico de Marx, es decir, con su contribución a la ciencia social y, más concretamente, a la economía. Uno de los grandes problemas que
Marx planteó en
El Capital concierne a la llamada «teoría del valor» (y, si se quiere, del «plusvalor»), que desarrolla a partir de la obra de
Adam Smith y, sobre todo, de
David Ricardo, formulando, por tanto, una de las principales cuestiones que enfrentaron a los economistas a propósito de este asunto: la de la «transformación» del valor creado por el trabajo en el precio de venta de las mercancías. Desde el punto de vista científico, si no pecamos de excesiva ingenuidad, parecería que de lo que se trata es de si la tesis de
Marx es o no verdadera, de si su planteamiento del problema (y, por tanto, también el de
Smith y
Ricardo) es o no el correcto.
Sperber –que no expone esta teoría, seguramente porque ello no es necesario para sus fines– elude este tipo de juicio y, en su lugar, nos relata «cómo sigue» la historia y cómo los positivistas ganan la partida no resolviendo el problema planteado por
Marx, sino disolviéndolo al introducir la suposición de que no existe diferencia alguna entre valor y precio (una suposición que don Antonio Machado sentenció para siempre en un verso rotundo) y que tal distinción tiene algo de «metafísico». Y un método muy parecido se emplea con los otros dos grandes problemas abiertos por
Marx en
El Capital: a saber, el problema de la tendencia a la baja de la tasa de ganancia y el problema de la determinación de las rentas de la tierra.
De manera que el lector tiene la sensación de que
Marx queda desprestigiado como economista o científico social, no tanto porque se haya mostrado honestamente la falsedad de sus hipótesis o la incorrección de sus planteamientos, sino sencillamente porque se los declara «pasados de moda», anacrónicos o trasnochados. Pero lo que de esta manera se hurta al lector es el hecho de que el nervio de la teoría social y económica de
Marx estriba justamente en su resistencia epistemológica al reduccionismo positivista en las ciencias sociales, precisamente porque tal reduccionismo hace incomprensible la formación del valor, del salario, del precio y del beneficio en las sociedades industriales, porque elimina lo que para
Marx es lo decisivo (también en la cuestión de las rentas de la tierra): la especificidad del trabajo humano como creador de riqueza social. Puede ser que en esta cuestión
Marx se equivocase, que sus hipótesis puedan falsarse o que sus incorrecciones de base deban denunciarse, pero hacer esto último en una justa epistemológica legítima es diferente de pretender declararlo perdedor solamente porque la historia ha decidido continuar de otro modo el relato. Se diría que aquí la cuestión del «diagnóstico» de
Marx acerca del significado de la política en el seno del capitalismo queda obstruida por otra cuestión viejísima, sobadísima y, sin embargo, al parecer, aún tan insoslayable como las leyendas urbanas: la cuestión del «pronóstico» (es decir, la de si
Marx acertó o se equivocó en sus predicciones acerca del capitalismo, algo que debería haber quedado desactivado con la medicina sperberiana de la «decimononización» exhaustiva de las ideas de
Marx). Podríamos decir en este punto que, si la obra de
Sperber (espléndida en la reconstrucción de la figura de
Marx y de sus peripecias como activista) no es la biografía «definitiva» (ni siquiera en sentido tentativo) de
Marx, es porque, a pesar de haber renunciado nominalmente a considerar a
Marx como «profeta», a la hora de emitir su juicio sobre el biografiado recae –aunque hay que reconocer que lo hace de un modo muy discreto y elegante, estorbando lo menos posible el resto del trabajo– en casi todos los vicios creados por los largos años de lecturas hagiográficas, demonológicas y, en definitiva, sacerdotales y de sacristía de la vida y la obra de
Marx. Lo hace, por ejemplo, cuando se siente obligado a preguntar si Marx fue o no, en su vida, coherente con las ideas expuestas en su obra: aunque su respuesta sea «afirmativa» o, al menos, «positiva» para
Marx, el mero hecho de tomar en cuenta (sin desmontarlo críticamente) el ingenuo y maligno argumento con el cual sus enemigos políticos ya en sus días intentaban descalificarlo por vivir como un burgués y pensar como un proletario es ya impropio del rigor historiográfico (y es aún peor cuando se lo intenta disculpar por ser un cabeza de familia «patriarcal», algo que jamás se haría –espero– si se tratase de
Cicerón o de
Ptolomeo, y que prueba que
Marx debe de estar algo menos muerto que ellos). Y lo mismo ocurre cuando se trata de juzgar al pensador o al revolucionario, cosa que, en los puntos de fricción,
Sperber plantea en términos de si «acertó o se equivocó» en sus vaticinios. Por mucho que esto pueda ser una «deformación profesional» del historiador, ¿no consiste precisamente en esto tratar a
Marx como profeta, que es lo que había intentado evitarse metodológicamente?
Si no puede juzgarse a
Marx como profeta es precisamente porque nunca pretendió serlo: un profeta acierta –y recibe la admiración y el fervor de sus seguidores– cuando pasa lo que él anunció que pasaría, aunque nadie sepa cómo ha llegado a suceder. Las predicciones de
Marx, si las hizo, eran enunciados que pretendían ser científicos y, por tanto, el que algo pase o no pase después de que se formulen esos enunciados no prueba nada en cuanto tal, ya que lo que se trata de corroborar es una serie de fenómenos que encarnen empíricamente el enlace teórico entre la causa y sus efectos. Sería muy pretencioso por nuestra parte aspirar a descalificar a
Marx por haberse equivocado en algunos de sus cálculos, a la vista del bochornoso descalabro de las predicciones de todos los gurús intelectuales del siglo pasado (y del presente), o de la más reciente constatación de que la capacidad de predicción –por no hablar de la capacidad de acertar en las decisiones– de los economistas más prestigiosos y autorizados del planeta no llega a alcanzar el nivel estadístico de aciertos del más inexperto de los chamanes de las sociedades premodernas. Por ejemplo,
Sperber insiste varias veces en que
Marx era muy «anticuado» como economista porque, al aparecer la institución del Crédit Mobilier (la primera sociedad anónima bancaria, cuyo capital lo constituían acciones y no los activos de los banqueros), a
Marx se le ocurrieron términos como «estafa» o «fraude» y, después de estudiarlo con algo más de detenimiento, llegó a la conclusión de que lo que hoy llamamos «apalancamiento» (podían prestar hasta diez veces más que el valor de su capital) «creaba las condiciones para el estallido de la crisis». Seguramente es mi ignorancia económica lo que me hace percibir el análisis de
Marx como mucho más acertado y actual que las reservas de
Sperber ante él.
No hay duda de que el positivismo ha triunfado en la economía científica de los países desarrollados, y de que ello tiene que ver con una cierta visión de la sociedad –la que hoy se practica, por ejemplo, en las llamadas «Escuelas de negocios», mucho más aún que en las facultades de Ciencias Económicas o de Sociología– como una suerte de puzle que, en función de una serie de herramientas de construcción teórica, unos supuestos expertos montan y desmontan una y otra vez en sus laboratorios informáticos, sin tener en la mayoría de las ocasiones ninguna noticia de los efectos devastadores que sus juegos de salón producen en latitudes a veces lejanas a las suyas y otras no tanto. La manera en que
Marx –o
Adam Smith, o
Ricardo– enfocaban el estudio de la ciencia social no tiene únicamente que ver con alguna metafísica hegeliana que, con esta etiqueta, podríamos despachar alegremente como trasnochada, sino más bien con el reconocimiento en la sociedad humana de una cierta clase de consistencia (antes hablábamos de la consistencia de la racionalidad histórica, pero también podríamos hablar de su consistencia política); no podemos llamarla «naturaleza», porque sabemos que se trata de una construcción artificial, pero en todo caso sería una «cuasinaturaleza», frágil y vulnerable, pero nunca reducible a una materia infinitamente maleable y moldeable de cualquier modo sin hacer una abstracción obscena del sufrimiento que justamente impide, o debería impedir, que puedan llevarse a cabo gratuitamente esas operaciones arbitrarias de «deconstrucción» y «reconstrucción» en virtud de imperativos de los negocios, y que nos muestra que la sociedad es todo menos un rompecabezas de cuyas piezas puedan disponer a voluntad unos jugadores privilegiados (por muy presuntamente expertos que sean en el juego), ya que en ella también hay movimientos fatales y otros que tienen costes incalculables y que sólo los criminalmente irresponsables pueden arriesgarse a recomendar pretextando un cálculo ventajoso de los beneficios a corto plazo. También esta malhumorada obstinación, incluso a pesar de algunas de las premisas de
Sperber, emerge de vez en cuando en la figura de
Marx como teórico social, que es la que preside la tercera y última parte de su biografía.
Pero estas premisas causan aún un último inconveniente. Se habría entendido que, dados los presupuestos de su biografía, el autor hubiera dedicado algún espacio más a mostrar las falacias cometidas por quienes, en el siglo XX, han elevado a
Marx a la condición de icono infalible o de estantigua de todos los demonios, pero se diría que
Sperber yerra por completo la dirección de su aguijón crítico cuando, para evitar que un
Marx «vivo» en el siglo XX pueda hacer la competencia al suyo, tan contextualizado en su estricta cronometría, dedica algunas de sus energías a descalificar –sin nombrarla directamente– Todo lo sólido se desvanece en el aire, la obra de Marshall Berman. Yerra la estrategia concreta de ataque, al querer hacer surgir la reflexión de Berman de un «error de traducción» de una frase del
Manifiesto comunista. Está fuera de duda que la «solidez» a que alude la dichosa frase es, como subraya
Sperber, la del Antiguo Régimen y la sociedad estamental, que la revolución moderna de la burguesía hará saltar por los aires, pero el propio
Sperber nos explica que, en casa de los
Marx, Shakespeare ocupaba el puesto que en otros hogares tenía el catecismo y, por tanto, hay que estar muy sordo para no escuchar en esa frase de
Marx la resonancia de los versos de
La tempestad en que los actores, el decorado y hasta el teatro mismo se disuelven en el aire, una figura que viene como anillo al dedo para introducir la artificialidad y la inestabilidad de una sociedad concebida como ruptura con la naturaleza, que constituye el rasgo de la experiencia de la modernidad en el que Berman centra su interés. Y yerra el planteamiento general, porque el bello y fructífero trabajo de Berman –que para nada compite con la obra de los historiadores, y menos aún con la de los biógrafos– no quiere presentar a
Marx como «profeta» (que es de lo que
Sperber lo acusa) sino como poeta de la sociedad industrial moderna, y en ese punto –en el intento de ver los escritos de
Marx en línea con los de
Baudelaire o los de
Oscar Wilde– radica toda la originalidad de la obra de Berman en los capítulos dedicados a
Marx, que siguen siendo muy recomendables (el capitalismo del siglo XIX no es el del siglo XX, de acuerdo, el del siglo XX no es el del siglo XXI, y el capitalismo de los tiempos de
Marx no es el capitalismo de los tiempos de
Baudelaire, pero esas diferencias pueden trazarse precisamente sólo si se supone esa continuidad llamada «capitalismo», y es la imposibilidad que todavía tenemos de prescindir de ese nombre lo que aún nos impide enterrar del todo al biografiado).
* * *(...)
José Luis Pardo,
Los secretos de Marx, Revista de Libros, septiembre 2014
José Luis Pardo es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense. Sus últimos libros publicados son La regla del juego: sobre la dificultad de aprender filosofía (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005), Esto no es música: introducción al malestar en la cultura de masas (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2007), Nunca fue tan hermosa la basura: artículos y ensayos (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2010), El cuerpo sin órganos: presentación de Gilles Deleuze (Valencia, Pre-Textos, 2011), Políticas de la intimidad: ensayo sobre la falta de excepciones (Madrid, Escolar y Mayo, 2012) y A propósito de Deleuze (Valencia, Pre-Textos, 2014).