Como decía atinadamente
Álex Grijelmo en uno de sus últimos comentarios En la Punta de la Lengua, la RAE lo va a tener difícil si quiere actualizar la voz populismo para responder al uso creciente de la misma con ocasión de los últimos movimientos electorales en Europa. Grijelmo señalaba dos razones: 1. Que haría falta escribir un tratado para dar una definición y 2. Que se trata de un término valorativo, no meramente descriptivo. Lo primero supongo que no ha de arredrar a los académicos, puesto que su diccionario incluye términos como “monofisita” o “biotecnología”, que también son objeto de gruesos volúmenes; lo segundo es más preocupante, sin duda, pero se trata de un “defecto” que compromete a todo el vocabulario político, pues éste está íntegramente concebido como un arsenal para el combate de las opiniones: una palabra como “democracia”, por ejemplo, lejos de limitarse a nombrar un modelo de Estado, acumula un prestigio verbal del que quieren beneficiarse incluso sus peores enemigos (Mao calificó la forma del Estado comunista chino como “democracia popular”, y Franco llamaba “democracia orgánica” a su dictadura), por no hablar de la polvareda que se levantó recientemente entre nosotros por la distinción entre “autoritarismo” y “totalitarismo” que exhibía cierto diccionario biográfico en una de sus entradas.
Y este último ejemplo no es aleatorio. Precisamente porque el lenguaje político es un terreno en el que las palabras son instrumentos de enfrentamiento discursivo, quienes se sienten heridos por sus dardos tienden a defenderse considerándolas vacías de contenido: como las pistolas, se supone que deben servir para causar un impacto en el enemigo, sin que deba uno preguntarse demasiado por su “significado”, que parece agotarse en el “¡bang!” de los dibujantes de tebeos. De esto se quejan hoy a menudo quienes son tildados de populistas, respondiendo que se trata de un concepto vano que se les lanza como un insulto a falta de verdaderos argumentos contra ellos. Una queja parecida se escuchaba, unos cuantos años atrás, en los regímenes políticos que eran considerados “totalitarios”, y cuyos defensores veían en esta palabra una etiqueta ideada por el aparato propagandístico capitalista para equiparar el régimen de Stalin, cuyas intenciones eran santas y justas, con el del malévolo Hitler. Ilustres pensadores como
Hannah Arendt,
Claude Lefort o
Raymond Aron escribieron entonces sabios tratados para mostrar que el concepto no estaba vacío y que la equiparación no era nada descabellada; y, sin necesidad de haberlos leído, un buen montón de desafortunados ciudadanos pudieron experimentar en sus carnes la sensatez del término en cuestión, cuando pasaron de las cárceles de Hitler a las de Stalin sin notar cambios de fondo en la injusticia ni en la arbitrariedad, mientras los ideólogos del Gulag, ante la imposibilidad de negar los paralelismos, se esforzaban por discernir entre un “totalitarismo malo” (obviamente, el del nazismo) y un “totalitarismo bueno” (obviamente, el suyo). Quizá peco de iluso, pero quiero creer que hoy día hay muchos ciudadanos políticamente conscientes, que no se ponen la ideología como una venda sobre los ojos, capaces de distinguir un régimen totalitario de otro que no lo es, y lo suficientemente armados desde el punto de vista intelectual como para rebelarse ante la falacia de que hay algún totalitarismo “bueno”.
Yo, lamentablemente, no he escrito ningún tratado sobre el populismo, aunque sí firmé hace algunos años un artículo (Populismo y progreso, EL PAÍS, 16 de mayo de 2008) en el que, haciendo honor a su nombre, veía su principal rasgo distintivo en la invocación de un “pueblo” (ilusorio) anterior y superior a la Constitución con el cual los líderes de estos movimientos dicen mantener una conexión directa e inmediata —mucho más cercana que los sospechosos mecanismos formales de la representación parlamentaria— cuyo elemento es la naturaleza, pero que ha sido recubierta metafóricamente por los medios electrónicos de comunicación (antes la radio, hasta hace poco la televisión y ahora mismo las redes sociales y las páginas “participativas” de Internet), que sugieren la idea de una suerte de “asamblea general permanente” de ese pueblo fantasmal en la cual los flujos emocionales de opinión vienen y van sin cortapisas hasta convertirse en decisiones orgánicas inapelables, y que en las grandes ocasiones puede ocupar las calles formando cadenas o corrientes humanas masivas que, aunque limitadas en número, pretenden encarnar esa fantasía por la vía del espectáculo. Creo que, por no remontarnos más atrás, esto es lo que tienen en común todos los populismos vigentes (desde el peronismo al lepenismo, desde el bolivarianismo al soberanismo catalán o vasco), y es más que notable que, aunque algunos de sus cerebros (
Laclau,
Zizek,
Badiou) también anden empeñados en probar que hay un populismo malo (el del siniestro Amanecer Dorado, por ejemplo) y otro bueno (el “de izquierdas”, que es el suyo), ese supuesto del “pueblo preconstitucional” es precisamente el que tuvieron que abandonar los fundadores del Estado moderno para instituir el poder público (que no es la expresión de una voluntad popular previa, sino la configuración misma de tal voluntad por medio de la ley) y todo lo que hoy llamamos “política” (porque los populismos no quieren otra política, sino otra cosa mejor que la política, y de ahí el rencor que acumulan hacia la clase política y la representación parlamentaria).
Pero seguramente tampoco en este caso necesitan los ciudadanos sensatos tantas precauciones para hacer un uso significativo (y no sólo exclamativo) del término ni para advertir que, aunque casi todos los partidos se vuelven algo populistas en época de elecciones, utilizando los sondeos demoscópicos como conexión extraoficial con el “pueblo” (al que le dicen lo que quiere oír, aunque sepan que el cumplimiento de esas promesas es casi siempre imposible y a menudo irresponsable), los que no son sólo populistas tienen que pagar su arrogancia perdiendo votos en las elecciones siguientes, mientras que aquellos que lo son plenamente no pagan jamás, porque la culpa del incumplimiento siempre la tienen otros (España que nos roba, la UE que nos repudia, el capitalismo internacional que nos explota…), lo que exige un nuevo salto adelante (hacia el vacío). Tómense todo lo anterior como una modestísima contribución léxica, como uno más de los informes para una academia de la lengua que tiene que mantener vivo su diccionario.
José Luis Pardo,
¿Quién dijo populismo?, Babelia. El País, 27/09/2014