by Nigel Cox |
Nuestra autonomía, nuestra hegemonía, más aún, nuestra libertad, comportan un trato con nosotros mismos que, con mayor o menor experiencia de nuestra constitutiva soledad, nos convoca a vernos en un desafío. Y no cabe entonces dejación alguna. Comprenderlo nos libera de toda una retahíla de infecundasevasivas para afrontar nuestra suerte. En ocasiones, las dificultades son extremas, las situaciones límite, las necesidades hasta cierto puntoirreductibles. No se trata de enjuiciar las respuestas que en tales coyunturas cabe dar por quienes buscan abrirse paso. Ahora bien, como tantos muestran, también hay distintos modos de reacción y de réplica. Muchas veces, quienes se encuentran en peor situación lo hacen con más entereza e integridad que aquellos que simplemente se ven en algunos trances o bretes.
Se requiere simplemente pararnos a reflexionar, que paradójicamente es un modo bien singular de caminar. Cabría decir, a considerar, a analizar, a meditar, en definitiva, a pensar, al menos en formas supuestamente sencillas. Tal vez bastaría señalar que sería suficiente con acallar tantos ruidos que pueblan con sus estrépitos el espacio en el que poder emprender, siquiera mínimamente, otra travesía.
Habríamos de procurarnos alguna modalidad de silencio, de distancia respecto de ocupaciones y actividades con las que vamos pasando nuestros días. Y así, esa supuesta inmovilidad vendría a ser un pasaje. De lo contrario, cegados por nuestras tareas, que no por ello dejan de ser necesarias, ya no quedaría mucho que poder ver, dada la proliferación de actividades que nublan cualquier perspectiva o confín. Y entonces, a tientas, tambaleantes, no constituiríamos una comunidad errante, sino un ejército de despistados. Y los pasos se limitarían a ser pisadas. Y las huellas solo surcos sin rastro.
Enseñar a andar es procurar alguna forma de nuevo horizonte. Es asimismo propiciar la capacidad de irse, de alejarse. Y, en su caso, de venir, y de volver. En esa enseñanza encontramos un gesto de desprendimiento, que puede ser tanto de generosidad como de necesidad. Acompañar a alguien en sus primeros pasos es reconocer que son suyos, sus propios pasos, sus pasos propios. Nadie los dará por él, por ella. Y aprender a darlos es tarea de toda una vida. En cierto modo, reconocerlo es despojarse de cualquier afán de dominar la existencia de los otros que, aun siendo próxima, no por eso deja de ser ajena. Tales pasos podrían ser el preludio de alguna suerte de despedida. Pero a la par son la evidencia de que los que han de transitarse son los caminos de la libertad. Y eso solo es cosa nuestra en la medida en que es radicalmente cosa suya.
Ángel Gabilondo, Pasos intransferibles, El salto del Ángel, 10/10/2014 [blogs.elpais.com]