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Evgeny Morozov |
Al final de mi primer libro empleé el término ciberrealismo porque me pareció un buen antídoto frente al ciberutopismo, una de las cuestiones más problemáticas a la hora de pensar en la tecnología y en su influencia sobre la política. En mi opinión, es un concepto necesario, ya que mucha gente tiende a considerar las tecnologías de la información y las plataformas que utilizamos para comunicarnos a partir de supuestos ingenuos, basados en mitos y no en la realidad. Hace falta ser más realista sobre lo que estos dispositivos o medios nos ofrecen. Si no eres realista y te preocupas, por ejemplo, por los derechos humanos, puedes empezar a invertir recursos en este tipo de plataformas cuando lo más seguro es que estés tirando dinero o, como ya he visto más de una vez, dejando que te quiten el tuyo. En ese sentido, el ciberrealismo entraña una actitud algo más neutral hacia la tecnología y asume que lo que estas herramientas ofrecen en Silicon Valley puede ser muy distinto de lo que ofrecen en el Líbano. O que es posible que ciertos resultados que apreciamos cuando pensamos que la tecnología está jugando un papel central se deban en realidad a otros factores. En mi primer libro presento el ciberrealismo como una pequeña advertencia para los políticos.
Los ciberutópicos son aquellos que sostienen el mito de que la tecnología por sí misma tumba gobiernos o genera transiciones democráticas. Cuando llegó internet mucha gente quiso ver en los nuevos medios lo que más le convenía. En este sentido, internet es muy flexible: contiene muchas dimensiones de modo que puedes elegir una, decir que es la dominante y, después, utilizarla para justificar tu teoría sobre el mundo. Como apunto en mi segundo libro, si somos tan optimistas acerca del poder de internet y de los medios sociales de comunicación es, probablemente, porque partimos de una serie de supuestos erróneos sobre cómo funcionan realmente.
Hay varios sesgos o equivocaciones dentro del ciberutopismo. Uno que considera que la tecnología de la información favorece las fuerzas democráticas. Mucha gente en Washington todavía piensa que en países como China, Rusia o Bielorrusia, a la gente se le ocultan las cosas, que nadie sabe lo que está sucediendo y que todo el mundo es un disidente en ciernes, de modo que bastaría con brindarles las herramientas para que se informen. Esta idea de que la tecnología es muy valiosa para la revolución contiene una hipótesis sobre la herramienta, pero también sobre las razones por las que estos países y regímenes funcionan como lo hacen. Se sobreestima el poder de la tecnología porque no se entiende que el poder de un determinado gobierno poco tiene que ver con la ignorancia forzada de la población o la falta de acceso a herramientas informáticas. Puede estar basado en el nacionalismo –como en Rusia en la actualidad– o en un movimiento religioso ortodoxo, y estos movimientos también pueden usar y de hecho usan el poder tecnológico de las redes sociales. También «ellos» las usan para difundir ideas e información y para movilizar. Propiciando el acceso a las nuevas tecnologías no se está minando el régimen en modo alguno.
Mi argumento, por decirlo de una manera muy simple, es que hay ciertos factores, como la ineficacia y cierto nivel de desorganización y de caos en pequeñas dosis, que resultan necesarios para que el liberalismo y la sociedad liberal funcionen. A través de ciertas tecnologías, que resultan muy atractivas, se pueden poner trabas para evitar que los políticos superen cierto nivel de hipocresía y se puede lograr que apenas existan brechas en la vida de los individuos, convirtiéndolos en usuarios altamente eficientes de tecnología, con frigoríficos que se comunican directamente con el supermercado para que un robot te traiga la leche cuando se te acaba y coches que conducen solos y te llevan a donde quieras… Así va desapareciendo la fricción y no se puede infringir ninguna ley porque el entorno es tan inteligente que si estás borracho, los sensores que están por todas partes lo notan y tu coche no arranca… Se supone que así la sociedad podrá funcionar a las mil maravillas, sin fricciones ni conflictos. Yo estoy seguro de que la tecnología puede producir estas cosas, el frigorífico se comunicará con el supermercado y habrá robots que te traerán la leche a casa por la ventana, pero mi pregunta es: ¿por qué es esto necesariamente bueno? Me temo que mucha gente en Silicon Valley ha dejado de hacerse esta pregunta y asume que una mayor eficacia es siempre mejor, que cuanta más información haya, mejor; que minimizar la posibilidad de conflictos es algo necesariamente bueno. Mientras que yo no estoy tan seguro de que sea así. Es necesario que examinemos qué es lo que más valoramos de la condición humana y de la vida y si no habrá ciertas brechas o fricciones que no queremos eliminar. ¿Me convierte esto en escéptico? No. Estoy totalmente dispuesto a reconocer que Google y los demás conseguirán realizar estas cosas. Estoy convencido de que terminaremos llevando elegantes gafas de Google que con la realidad aumentada resolverán muchos de nuestros problemas. Pero ¿es este el tipo de intervención social que queremos? Google te dirá: ¿y por qué no? Sin duda nos ayudaría a resolver muchos problemas, pero yo no me siento nada cómodo con el papel que se está adjudicando Google: ellos deciden cómo deberíamos resolver nuestros problemas, cuando lo cierto es que no son técnicos, sino sociales y políticos. Así que, más que escéptico, soy muy crítico.
Uno puede ser crítico con las posibilidades de muchas de esas herramientas. Y puede también ser pesimista y decir: todo lo que estás haciendo va a fracasar. Este no es el tipo de escepticismo que necesitamos. Yo les concedo la posibilidad de que sus herramientas puedan funcionar; el problema es que la gente de Silicon Valley que las crea ha dejado de preguntarse en qué consiste la condición humana. Y si dejas de hacerte estas preguntas y te embarcas en una búsqueda de la perfección, te arriesgas al desastre. No creo en la dicotomía de optimismo frente a pesimismo. El marco ideal para evaluar estos asuntos es cierto escepticismo que nos permita revelar una dimensión oculta de lo que significa vivir en una sociedad liberal. Así que sí, soy crítico, pero no porque me guste criticar, sino porque me gusta formular preguntas que no están siendo formuladas y que hacen que muchos se sientan incómodos. Me refiero a las preguntas; no necesariamente a las respuestas.
Existen ciertas tendencias deterministas en el discurso acerca del poder de las redes sociales para transformar regímenes políticos. Muchos afirman que hay herramientas como las redes sociales que tienen cualidades positivas, y que esas cualidades positivas tienen efectos positivos, y que esos efectos positivos tienden siempre a favorecer a las fuerzas que promueven la democracia. A partir de ahí, comienzan a inventarse términos como el dilema del dictador, que consiste en que los dictadores solo pueden optar entre cortar internet y dejar de crecer económicamente o aceptar internet y crecer económicamente para luego pagar el coste de la liberalización política. El dilema del dictador, un concepto muy popular en Washington, es muy determinista. Como si los dictadores no tuvieran más salidas, cosa que no tiene ningún sentido. Existen muchas maneras de escapar, en parte gracias a la ayuda de empresas de tecnología que les ofrecerán un montón de soluciones a la medida de sus deseos y necesidades, desarrollando sus propias herramientas de censura. Luego, sí, estoy de acuerdo en que existe una tendencia determinista en la valoración de los efectos de las nuevas tecnologías sobre la política.
En internet predomina la hipótesis de que las ideas viajan con libertad, algo que tiene mucho que ver con el neoliberalismo. También triunfa la idea de que los medios surgen y desaparecen por sí solos, sin necesidad de intervención, y existe una tendencia a creer que todo lo que se ve en sitios como Digg o Boing Boing es un reflejo de la realidad. Pensemos en los trending topic de Twitter: lo cierto es que hay cinco, diez, veinte maneras diferentes de detectar lo que puede ser popular, pero cuando Twitter presenta las tendencias más populares, el público asume que esas son, efectivamente, las cuestiones más populares desde un punto de vista objetivo. Aquí es donde yo comienzo a hacer preguntas para desvelar esa supuesta mano invisible. La gente tiende a pensar que las ideas que surgen en internet aparecen de manera orgánica, por decirlo de alguna manera, que no hay empresas de relaciones públicas que se dedican a manipular los blogs para decidir qué historias se ven o no se ven, ni empresas de relaciones públicas para políticos o para iniciativas populares que manipulan Wikipedia, y tampoco da la impresión de que Google esté manipulando sus datos… Existe una tendencia a creer en la autonomía de internet y por eso la gente es tan optimista y utópica sobre su potencial, porque piensan que implica una ruptura fundamental con aquello a lo que estábamos acostumbrados: los guardianes, editores e intermediarios que tomaban decisiones por todos. Ahora el mito es que es la gente quien decide, mientras que otros piensan que todo lo decide el mercado. Yo no estoy seguro de que, por ejemplo, la cultura pueda funcionar mejor sin intermediarios. Muchas veces, hacen falta filtros para sortear todo el contenido mediocre que circula por el sistema. Y desde luego no creo que una plataforma de crowdfunding como Kickstarter, que permite a los socios recaudar dinero vía internet, pueda sustituir a un ministerio de cultura o a una agencia nacional para las artes que financia proyectos artísticos innovadores: entre otras cosas, son demasiado fáciles de manipular. Hay mucha gente que está pidiendo que los organismos nacionales de financiación de las artes y la cultura se reestructuren a imagen y semejanza de Kickstarter. A mí me parece una verdadera locura que tiene que ver, creo, con que la gente piensa que está viviendo una época excepcional, y que solo porque existan iniciativas exitosas como Wikipedia, Open Source o Kickstarter, puedes dar forma al resto del mundo a partir de ese modelo. Mucha gente dice que Wikipedia no tiene burocracia, que es un sistema fantástico, democrático y descentralizado: el problema es que no tienen ni idea de cómo funciona realmente Wikipedia. Ni Open Source ni Wikipedia son entidades horizontales. Tienen procedimientos, jerarquías, normas en las que no estamos acostumbrados a pensar cuando escuchamos los discursos tecnológicos estándar. Así que es cuando menos extraño pretender crear instituciones políticas y sociales en función de nuestra interpretación mítica de las iniciativas en internet. Esto es lo que más me molesta de todo.
Si nos ceñimos al papel de las plataformas digitales en el compromiso político o el activismo, dependerá también de en qué estemos pensando: si se trata de un movimiento político organizado con fines y objetivos estratégicos, sería estúpido no explotar el poder de Facebook, de Twitter o de cualquier otra plataforma para difundir su mensaje o ganar votos. En cambio, si la situación es otra, si se está barajando la posibilidad de convertirse en un movimiento político y se trata de decidir qué hace falta, pensar que a través de Facebook se podrá hacer todo y que podemos prescindir de cartas, reuniones, o trabajo de campaña sería un error. Sea como sea, a estas alturas internet es más interesante como metáfora que como herramienta. Y creo que tenemos que encontrar la manera de discutir sobre sus componentes, como los motores de búsqueda, las plataformas de comunicación y otros, sin meterlo todo en esa quimera gigante que es internet.
Igor Sádaba, entrevista con Evgeny Morozov, (extracto), Un paseo por el lado oculto de internet, Minerva nº 22, 2014