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De unos meses a esta parte, se habla de startups y de emprendimiento a toda hora. Los emprendedores han conquistado el discurso de los políticos y de las patronales y los programas de las escuelas de negocio, y -según parece- están en el punto de mira de los señores del dinero. Sin ir más lejos, un día de estos me topé en mi barrio con el anuncio de la IV Carrera de los Emprendedores, un paseo atlético por el Parque del Retiro que, según sus organizadores, pretende "fomentar la cultura emprendedora entre adultos y jóvenes".
Uno de los mayores encuentros del sector tecnológico celebrado en España este año estuvo dedicado -cómo no- a los emprendedores. En la plaza de toros de Las Ventas, el South Summit, se llevó todos los focos durante unos días. No era para menos: miles de aspirantes a empresario buscaron allí financiación para su proyecto. Mientras tanto, una vedette como Eric Schmidt, presidente mundial de Google, llegó para a decirnos en el último día de la feria que las startups, un término cada vez más usado, pero también difuso, crearán el 75% de los nuevos empleos que se generarán en España.
Puede que así sea. Supongo que el Eric Smith tiene buenos números y argumentos para respaldar esta afirmación. Sin embargo, a mí me da que la cosa no es para tanto y que alrededor del emprendimiento -necesario por otra parte en un país como España- se está formando una burbuja alentada por unos políticos incapaces de empezar a poner fin a la lacra del paro y por unas escuelas de negocio y gestores de másteres que cobran un dineral por preparar a sus alumnos para un futuro de autoempleo.
Además, como recordaba el periodista Norberto Gallego en su blog, la sobrevaloración del emprendimiento externo corre paralela al descuido que hay en las empresas con la retención del talento. Esas mismas multinacionales que tanto proclaman los beneficios que para la sociedad tienen los emprendedores, luego prescinden sin rubor de sus mejores cabezas pensantes, en una carrera sin fin por ajustar costes y empujar la acción hacía arriba.
Para el Gobierno, el emprendimiento también es buen aliado. Al fin y al cabo, un soñador que intenta sacar adelante su proyecto es un potencial autoempleado que tiene que darse de alta como autónomo y que, en consecuencia, adecenta las penosas cifras de paro. De ahí que el Gobierno no deje de revisar leyes para mejorar la fiscalidad del emprendimiento (pienso en la tarifa plana de autónomos de 50 euros durante los primeros meses) y su acceso a ayudas públicas y privadas.
Pero esto no es Estados Unidos ni Silicon Valley. Aquí, desgraciadamente, los emprendedores no nos van a sacar de pobres. La financiación de la economía española sigue dependiendo demasiado de unos bancos que todavía siguen dando créditos a cuentagotas, y los inversores independientes y el capital riesgo siguen siendo testimoniales. Por otra parte, a largo plazo, una economía sólo se robustece por la actividad de empresas potentes, grandes o de mediana dimensión, y con el suficiente músculo financiero y la capacidad para innovar y conquistar mercados en el exterior. Un tejido empresarial fuerte que, además, es el único capaz de garantizar la formación de los empleados a largo plazo. En esa clase media y alta empresarial está el secreto de un gigante de la exportación de calidad como Alemania, o incluso de Estados Unidos, quizá la única economía en la tierra con capacidad para convertir una idea adolescente (Facebook) o un algoritmo matemático (Google) en una poderosa multinacional.
Que no nos vendan la moto. El emprendimiento es necesario y puede ayudar, pero un ejército de CEOs de sí mismos no es la pócima mágica para sacarnos del hoyo y empezar a construir la España del futuro. Juan Cabrera, La burbuja del emprendimiento, El Huffington Post, 29/10/2014