by Alastair Magnaldo |
En algunos casos subrayamos lo parecidos o lo distintos que son, lo que no hace sino confirmar que efectivamente son diferentes. Y no se trata de problematizarlo, y menos aún de establecer mecanismos para neutralizar, por la vía de homogeneizar, su identidad.
Tratamos de comprender, de encontrar y de subrayar los rasgos de una mutua pertenencia, lo común de ciertas experiencias, lo compartido de determinados comportamientos. Empleamos diversas clasificaciones, y nos valemos de variados criterios. Y para ello es imprescindible el conocimiento experto, el buen oficio, lo asentado y cuajado de determinadas prácticas y del análisis de sus consecuencias. Sin embargo, pronto constatamos que conviene no dar demasiado por presupuesto, y menos aún limitarnos a la mera aplicación de fórmulas y de recetas, como si se tratara de embridar con ellas la singularidad.
La creatividad no es simplemente la capacidad de producir novedades, sino de irse haciendo, de transformarse, de crecer. No es solo el brillo de la imaginación y de la inteligencia, es el núcleo de toda una forma de vivir. Por cierto, en ocasiones contemplada con inquietud, con prevención. Hasta el extremo, quizá, de ser considerada como un obstáculo, un desvarío de la fantasía, una fuente de distracción para lo que, ya establecido, ha de asumirse.
Precisamente por ello, cada gesto consistente de un niño, de una niña, introduce alguna suerte de confusión en nuestra aparente seguridad. Y habría de conducirnos a maneras de escucharlos, no para limitarnos a ratificarlo, sino para abrirnos a lo que habla en ese ademán, lo que dice y expresa, lo que busca, lo que demanda. De ahí no se deduce la necesidad de un asentimiento, ni de un consentimiento, sino de una hospitalidad. Y requiere una respuesta. No hacerlo sería un modo de contestar, una forma impaciente de desatención.
Ciertamente, se trata de procurar condiciones para una adecuada incorporación social y comunitaria de esa singularidad. En alguna medida, este proceso es radicalmente educativo. Pero no es cosa de asimilar, de uniformizar, de establecer parámetros en los que enclaustrar, y no solo conocimientos, o comportamientos, sino formas de vida, hasta el extremo de etiquetarlas, como vía previa, eso sí, para neutralizarlas.
No es cuestión de ignorar hasta qué punto las oportunidades y las condiciones de posibilidad han de constituir el sustento de esos procesos de incorporación social. A partir de ellos, se trata de promover caminos para una atención singularizada, personalizada de cada niño, de cada niña. Que no siempre sepamos cómo, que no siempre podamos, que no siempre encontremos el entorno y la viabilidad para hacerlo no impide reconocer hasta qué punto, de lo contrario, los caminos son tortuosos y los resultados, siempre impredecibles, serán incluso inquietantes. Y con efectos bien definidos y nada aconsejables.
Tal vez, desbordados por una situación que cuanto menos podría calificarse de proliferación de singularidades, pronto nos sentimos conminados a pretender no vernos excesivamente concernidos por ellas. Parecería como si fuera un asunto simplemente suyo y que habría de resolverse por la vía de la adaptación. En caso contrario, pronto engrosaría la cohorte, primero de problemas, para pasar a continuación al estamento de niños problemáticos.
No cabe ignorar que efectivamente hay quienes precisan de especial atención, sus necesidades específicas requieren, para empezar, una detección precoz y la adopción de medidas concretas, que buenos especialistas nos proponen. Y ello, incluso en contextos de carencias, ha de ser una absoluta prioridad. Eso no impide reconocer hasta qué punto pueden llegar a faltar medios y recursos para lograrlo. Y, al respecto, cada niño, cada niña, lo merecen todo.
En cierta medida, hacerlo viene a ser un espejo de nuestra consideración mutua. Una sociedad muestra su verdadero rostro de múltiples maneras. Una bien concreta es el modo en que afronta la infancia, su prioridad absoluta y fundamental, su carácter primordial y sus derechos. Ignorar el sentido de la singularidad contamina a toda la sociedad en procesos de asimilación y de normalización.
Por ello hemos de ser especialmente cuidadosos a la hora de atender las necesidades especiales y específicas. Más aún en situaciones de agrupación, principalmente si se trata de conjuntos numerosos. Pronto podríamos precipitarnos a identificar, clasificar y endosar comportamientos.
Baste citar, como ejemplo significativo, la percepción no menor, por parte de profesores y orientadores de centros, del diagnóstico de determinados trastornos de alumnos, tales como el denominado déficit de atención e hiperactividad. Este trastorno del comportamiento infantil, de base genética, que provoca alteraciones de la atención, impulsividad y sobreactividad motora, es decir, un problema genérico de falta de autocontrol con amplias repercusiones, merece especial consideración. Es efectivamente un trastorno médico, neurobiológico, que se trata asimismo con fármacos. Pero resultaría inquietante si se convirtiera en un cajón de sastre para cuantos no prestan la llamada debida atención. Y más aún si en ese diagnóstico se incluyeran cuantos molestan, son inquietos, tienen otras atenciones y aquellos que se hallan en entornos poco habitables y encuentran especiales dificultades para adaptarse a la disciplina escolar.
Hay otras causas de semejante falta de concentración, no siempre suficientemente analizadas, estudiantes de familias con situaciones difíciles económica y socialmente que en ocasiones se sienten desbordadas, y no solo con sus hijos, también con su casa y con su vida. Las alteraciones de la atención, impulsividad y sobreactividad motora, tendrían entonces una raíz múltiple y en ocasiones una razón y un tratamiento no siempre ni solo médicos.
De producirse el sobrediagnóstico de identificar como tal trastorno la dificultad de mantener la atención voluntaria frente a actividades, académicas y cotidianas, junto a la falta de control de impulsos, acabaría por hacer de la distracción un síntoma decisivo y suficiente del mismo.
No puede desconocerse que, de hecho, hay quienes precisan ese tratamiento. Pero resultaría sintomático que buscáramos atribuir a dicho trastorno cuanto tenga que ver con la carencia de alicientes o de motivación, con la falta de atención o con la necesidad de otros modos de actividad. El apoyo profesional es al respecto decisivo, pero la singularidad personal, hasta la singularidad social de cada niño, de cada niña, habrían de considerarse antes de asimilarlos, uniformizarlos y homogenizarlos, incluso en un diagnóstico y en una terapia.
Ángel Gabilondo, Cada niño, cada niña, El salto del Ángel, 31/10/2014