El aburrimiento es, para no pocos filósofos, un paraje de primer nivel. Algo similar a la antesala de un conocimiento del ser que no se obtiene desde ningún otro estado posible. El tedio sería como un escabel o un modesto podio para poderse reconocer en la nada y en la infinitud, en el sinsentido y en el sentido de estar vivo sin ir a menos ni a más. Acaso un espacio sin ruidos, ni fruslerías, un tiempo sin aparejos ni mediación. El yo aburrido frente al yo abastecido de nada. Un tu a tu sin incidentes ni intersticios. Y ¿qué mejor prueba vital de nuestra insignificancia que el nulo interés de nuestra superpresencia sin amenidad?O, por el contrario, según los optimistas ¿qué mejor prueba de hallarse feliz con uno mismo que la expresa tangibilidad de nuestra redundancia? Feliz con feliz, como el sabor de lo azucarado más lo escarchado, de la miel carnal con la propia compota. O, poniéndonos, por el contrario, agrios, se trataría de la suma de la palidez con la palidez. La pila de un ego reflejado sin término. Palpación del ser soltero con la recompensa de darnos vida indefinidamente en la réplica de lo mismo gracias al pegamento de la presencia suculenta e insípida. Nutrición que se nutre de lo mismo. Sabor que no puede hartarse más y que por virtud del aburrimiento intrínseco se convertiría en un observatorio del ser sin misterio ni médula raquídea. Del ser sin más. No muerto pero en posición de muerto. No amenazado sino amparado gracias a la nulidad. O me confundo: el tedio es un albergue muy exclusivo. La querida morada sin vecinos de toda especie y en donde desaparece por ensalmo, en ese intervalo, tanto la ansiedad como el miedo a ser desdichado o no.
Vicente Verdú,
Aburrimiento, El Boomeran(g), 31/10/2014