A estas alturas todos deberíamos tener claro dónde anidan los defectos de la democracia directa. Huelga decir que el tamaño de los cuerpos políticos, compuestos por millones de personas, impide reunir a todos los ciudadanos y mucho más esperar que deliberen entre ellos. Además, si el pueblo pudiera decidir directamente sobre sí mismo erigiríamos, por la vía de los hechos, una tiranía de los más sobre los menos. La representación política es una condición de posibilidad de la democracia, no una forma de degradar su esencia. Aceptado ese cimiento, podremos discutir sobre la calidad de la representación que, como siempre, dependerá tanto de las instituciones como de la calidad y dinamismo de nuestra sociedad civil. En definitiva, quien cree que la democracia ideal pasa por que
todos los ciudadanos voten sobre
todo a
todas horas, haría bien en repensar la democracia.
Es necesario matizar qué es lo que se entiende por autonomía política, por autogobierno democrático. Si lo hacemos, veremos que al autogobierno se le imponen a menudo restricciones que aquí clasificaremos en 3 grupos; algunas perversas y otras conceptualmente necesarias. De luchar contra algunas y de tener en cuenta otras dependerá que la autonomía política no degenere en heteronomía.
1. Perversiones de la representación que restringen el autogobierno hay muchas. Quizás las más evidentes apuntan a la financiación de los partidos y a las condonaciones de la banca. Cualquiera sabe, por experiencia, que no conviene morder la mano que da de comer. De ahí que la gran corrupción democrática se esconda, legalmente, tras la financiación de los partidos: cuando el amo es el financiero, él marcará las líneas rojas; poco importará la voluntad general. Por eso no importa tanto que el corrupto robe como el hecho de que, para poder hacerlo, entablará pactos con quienes ‒de no mediar incentivos‒ no lo haría, para acometer proyectos que, de otro modo, no realizaría. Sufre aun más la democracia que el bolsillo y, con ella, nuestra calidad de vida cuando, buscando una comisión, se construye un polideportivo antes que el hospital que ayude a descongestionar la sanidad; o si, por lo mismo, se multiplican inútilmente los hospitales donde acucia asfaltar una carretera.
Pero tampoco podemos olvidarnos del sesgo perverso que introduce la ingeniería electoral cuando un gobierno (el PP parece dispuesto estos días a darnos una lección de perversión) cambia la ley electoral (o las circunscripciones) para tratar de conseguir que la elección, en lugar de garantizar mayor representatividad en el reparto de escaños (idealmente: un hombre, un voto), arroje un resultado que le sea favorable. Y podríamos incluso citar, entre las degradaciones democráticas, la diferencia de poder social que existe entre los ciudadanos y que se traduce en una diferencia de fuerzas para ser elegido representante o a influir en el voto de los representados. El papel de los medios de comunicación, al fin y al cabo empresas (amalgamados en torno a ocho grandes grupos en todo el mundo), introduce un elemento distorsionador sin parangón.
2. La autonomía, que se compone de una pieza en materia moral (se autogobierna el sujeto moral, que es quien decide lo que es justo o injusto), se divide en dos piezas respecto al autogobierno democrático. Por definición, los representados no son a su vez los representantes. Ciertamente, es importante que los primeros se sientan representados por los segundos, pero también lo es que adquieran conciencia de que su voluntad jamás podrá coincidir en su totalidad con la de nadie más; y menos con la de cuarenta millones de personas. Convivir es ceder; sobre todo entre extraños.
Habremos de aceptar que la regla de la mayoría no es más que una forma de interrumpir, en algún punto, la deliberación con la que solemos tratar de salvar nuestros irreductibles desacuerdos. Se confunde quien cree en aquellos líderes que prometen el paraíso: la democracia es disenso; un conflicto mucho más profundo e irresoluble aún que ese que tantas veces divide a las familias o a los amigos. No es poco. De ahí que antes de apelar a dicha regla convendrá que acordemos las instituciones que, tras hacer posible la conformación de la mayoría, canalicen luego, durante un tiempo limitado (como prescribe el buen funcionamiento de un proceso a todas luces falible), la acción de gobierno de los representantes electos.
Resulta fundamental que entendamos la crucial función de múltiples contrapoderes si deseamos evitar que se nos acaben imponiendo intereses particulares. El Tribunal constitucional, por ejemplo, se asegurará de que nadie incumpla la Constitución que, en su esencia, debe velar por que las mayorías electorales legislen y gobiernen de acuerdo con el interés general. Pero que sobre todo se asegurará de que lo hagan respetando los derechos fundamentales de las minorías, para que éstas puedan mañana convertirse en mayoría si, en el ínterin, convencen al cuerpo ciudadano de que tienen mejores razones y de que sus principios políticos están mejor fundados.
3. Finalmente, cabe señalar que, ni en materia moral ni en materia política, podemos idealizar la autonomía.
Kant hizo pivotar su sistema moral en torno al ideal de autonomía de la voluntad, que es lo que le sirvió para conferir dignidad a la persona (valor, y no precio). No obstante, lo que sin duda sirve como ideal regulativo, no es útil si de verdad queremos juzgarnos y juzgar con prudencia. Biología, pasiones, experiencias que conforman la común realidad social que compartimos, hay un sinfín de sesgos que dificultan o impiden que
a cada instante nos rijamos como creemos que sería justo; unos elementos que, por cierto, distancian también nuestro juicio del de otros conciudadanos. En realidad, ya nos advirtió el propio
Kant que “de madera tan retorcida difícilmente podía salir algo recto”. Y se centró en el Derecho.
Del mismo modo, el autogobierno democrático no puede obviar las múltiples restricciones y condiciones que le imponen los sistemas sociales ya existentes. Por ejemplo, no podemos votar fuera de una comunidad política porque, de lo contrario, no habrá poder político que ejecute el derecho y éste será papel mojado. Sin duda, idealmente, hay un déficit democrático si no podemos votar a Obama y es él quien en la práctica decide en qué términos se combate al Estado Islámico. Pero de ahí a pensar que nuestro Parlamento puede decidir sobre eso, va un trecho. Y, del mismo modo que votando no conseguiremos que las ranas críen pelo, resultará hoy complicado hacer funcionar el keynesianismo en un sólo Estado. De poco vale la inversión pública si de cada euro que se invierte aquí, un buen pellizco acaba en procesos productivos o financieros que transcurren allende nuestras fronteras. No pasa de vulgar demagogo quien se dedique, sin más, a prometer derechos sociales sin explicarnos cómo financiarlos. No es casual que todos los gobiernos busquen adaptarse a los mercados: gravar a una gran fortuna o a una gran empresa no resulta fácil cuando éstas pueden localizarse impunemente allí donde haya una fiscalidad más laxa.
No tenemos la sartén por el mango, por más que algunos pretendan guiar al pueblo. Hablar de derechos de los trabajadores y de convenios colectivos deja de tener sentido cuando la empresa debe vender sus productos a un precio competitivo sin la productividad suficiente. Por no decir que la productividad suficiente para una empresa se correlaciona con la improductividad de otra. Y esto, claro, sucede también entre los estados. La desregulación y la pauperización no se arreglarán con los voluntarismos que hoy arrecian.
Convendría exigir, en fin, al partido ideal, que el primer punto de su programa político sea concertar la integración política con más y más estados; un partido federal europeo sería una esperanza. Pero, al mismo tiempo, habrá que pedirle que el resto de su programa no olvide ese punto de realismo que pasa por no pedirle peras al olmo. En honor al autogobierno.
Mikel Arteta,
Los límites de la democracia, fronteraD, 08/11/2014