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Un «acontecimiento» puede hacer referencia a un desastre natural devastador o al escándalo más reciente provocado por una celebridad, al triunfo del pueblo o a un cambio político despiadado, a la intensa experiencia de una obra de arte o a una decisión íntima. Teniendo en cuenta todas estas variaciones, no hay otro modo de introducir orden en el enigma de la definición que corriendo un riesgo, subiéndonos al tren y empezando nuestro viaje con una definición aproximada de acontecimiento. (...)
Hay, por definición, algo «milagroso» en un acontecimiento, desde los milagros de nuestra vida cotidiana a aquéllos de los círculos más sublimes, incluyendo los de lo divino. La naturaleza acontecimental del cristianismo surge del hecho de que ser cristiano requiere creer en un acontecimiento singular: la muerte y resurrección de Cristo. (…)
En un primer enfoque, un acontecimiento es por consiguiente el efecto que parece exceder sus causas —y el espacio de un acontecimiento es el que se abre por el hueco que separa un efecto de sus causas—. Ya con esta definición aproximada, nos encontramos en el corazón mismo de la filosofía, puesto que la causalidad es uno de los problemas básicos que trata la filosofía: ¿están todas las cosas conectadas por vínculos causales? ¿Tiene todo lo que existe que estar justificado por motivos suficientes? ¿O existen cosas que de algún modo ocurren porque sí? ¿Cómo puede entonces la filosofía ayudarnos a determinar lo que es un acontecimiento —un suceso que no está justificado por motivos suficientes— y cómo es posible?
Desde su mismo origen, la filosofía parece oscilar entre dos enfoques: el trascendental y el ontológico u óntico. El primero se ocupa de la estructura universal de cómo se presenta la realidad ante nosotros. ¿Qué condiciones tienen que darse para que percibamos que algo existe realmente? «Trascendental» es el término técnico que utiliza el filósofo para este marco, que define las coordenadas de realidad —por ejemplo, el enfoque trascendental nos dice que para un naturalista científico sólo existen los fenómenos materiales espacio-temporales regulados por las leyes naturales, mientras que para un tradicionalista premoderno los espíritus y los significados también son parte de la realidad, no sólo nuestras proyecciones humanas—. El enfoque óntico, por otro lado, se ocupa de la realidad en sí misma, en su surgimiento y despliegue: ¿cómo se formó el universo? ¿Tiene un principio y un fin? ¿Qué lugar ocupamos en él? En el siglo XX, la distancia entre esos dos métodos de pensamiento se volvió extrema: el enfoque trascendental alcanzó su apogeo con el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976), mientras que el ontológico parece estar en la actualidad secuestrado por las ciencias naturales —esperamos que la respuesta a la pregunta sobre los orígenes de nuestro universo venga de la cosmología cuántica, las ciencias cognitivas y el evolucionismo—. Justo al principio de su superventas El gran diseño, Stephen Hawkingproclama triunfante que «la filosofía ha muerto»: las cuestiones metafísicas sobre el origen del universo, etc., que una vez fueron objeto de especulaciones filosóficas, ahora se responden mediante la ciencia experimental y pueden por tanto ser probadas empíricamente.
Lo que sin duda sorprende al viajero es que ambos enfoques culminan en una determinada noción de Acontecimiento: el Acontecimiento de la revelación del Ser —del horizonte del significado que determina cómo percibimos y nos relacionamos con la realidad— en el pensamiento de Heidegger; y, en el Big Bang (o simetría rota), el Acontecimiento primordial a partir del cual surgió nuestro universo entero, en el enfoque óntico, sostenido por la cosmología cuántica.
Nuestro primer intento de definir el acontecimiento como un efecto que excede a sus causas nos lleva por tanto de vuelta a una multiplicidad incoherente: ¿es un acontecimiento un cambio en el modo en que la realidad se presenta ante nosotros, o se trata de una transformación devastadora de la realidad en sí misma? ¿Reduce la filosofía la autonomía de un acontecimiento, o puede explicar esta misma autonomía? Así que, de nuevo: ¿existe un modo de introducir algún orden en este enigma? El procedimiento obvio habría sido clasificar los acontecimientos en especies y subespecies —para distinguir entre acontecimientos materiales e inmateriales, entre acontecimientos artísticos, científicos, políticos e íntimos, etc.—. Sin embargo, un enfoque así ignora la característica fundamental de un acontecimiento: la aparición inesperada de algo nuevo que debilita cualquier diseño estable. La única solución apropiada es, por tanto, enfocar los acontecimientos de un modo acontecimental: pasar de una noción de acontecimiento a otra destacando los callejones sin salida que los impregnan, para que nuestro viaje se produzca a través de las transformaciones de la universalidad misma, acercándonos —o así lo espero— a lo que Hegel llamó «universalidad concreta», una universalidad que no es sólo el contenedor vacío de su contenido particular, sino que engendra este contenido mediante la utilización de sus antagonismos inmanentes, puntos muertos e inconsistencias.
Slavoj Žižek, Acontecimiento, Sexto piso, Madrid 2014