by Brian Rea |
Para algunos podría parecer incluso extravagante, ante la emergencia de tantos asuntos, primar la vida bella. Cabe preguntarse en todo caso cuáles de ellos se derivan directamente de no considerarla. Fascinados por la voluntad de posesión y de acumulación, incluso encontramos dificultades para permitir que brille con claridad lo que es en verdad necesario. Es la urgencia la que nos hace ver. Pero no es preciso que nos suceda algo alarmante para restablecer una escala adecuada de prioridades en nuestra existencia y en nuestros valores.
Aspirar a la buena vida caracterizándola hasta la caricatura en una forma más o menos explícita de pasividad o de refocile, aunque sea repleta de ocupaciones y de actividades, liberadas de implicación, de obligaciones y de responsabilidades, parecería la entronización de la fatuidad y de la frivolidad. Siquiera el proponérselo como un ideal deseable conlleva una concepción de la existencia que la supedita a una meta bien poco fructífera. No sería un horizonte epicúreo, ni dionisíaco, sino sencillamente vacuo. Tamaña perspectiva definiría una sociedad permanentemente ansiosa, insatisfecha, cuando no envidiosa, enojada, siempre damnificada.
La vida bella no trata de procurar artefactos, ni productos. Conducirse en la vida o buscar valérselas por sí mismo, conocer de modo suficiente o estar abierto a cuanto nos desborda y afecta, velar por los otros y por procurar un mundo de justicia y de libertad, viviendo intensa y entregadamente cada instante, sin especiales urgencias o necesidades, en relación personal y comprometida, con espíritu crítico, propicia mimbres de una sencillez que es resultado, los de otra ambición. Realmente difícil, aunque bien contundente y atrevida y, tal vez desde ciertas perspectivas, insensata: bella sin rentabilidad inmediata, bella y excelente por sí misma, bella por vida.
Ángel Gabilondo, La buena vida y la vida bella, El salto del Ángel, 18/11/2014
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