by Enrique Flores |
El que bautizó Internet como la telaraña (web, en inglés) entendía perfectamente el fenómeno. WWW son las iniciales de World Wide Web, tres palabras que quieren decir, literalmente, “telaraña mundial”. Su traducción al español, “la Red”, tiene menos malicia porque que la red atrapa, pero también soporta y protege, e incluso puede salvarnos de una caída. En cambio, la web, si no es uno araña, simplemente atrapa.
No es difícil imaginar el desastre que sobrevendría si un día la Red se colapsa y nos deja a todos incomunicados, sin esos servicios a los que, durante los últimos años, nos hemos acostumbrado. ¿Qué haríamos si sobreviene ese temible apagón, si nos quedáramos sin el apoyo de los servicios que ofrece la Red? De la telaraña depende hoy casi todo y si se colapsara regresaríamos de golpe a 1980, a sacar dinero los viernes en la ventanilla del banco, a escribir cartas y a dictar telegramas, a echar mano del plano de papel para encontrar una calle, y a hacer cola en las dependencias del Gobierno para preguntar esas minucias que hoy consultamos cómoda y velozmente en Internet. Nada demasiado grave, en realidad; estamos atrapados en la telaraña y aunque todavía podemos sobrevivir sin ella, nuestra dependencia crece todos los días y en el futuro cercano, cuando los servicios y los suministros, el ocio, el sistema nacional de salud y absolutamente todo esté conectado a la Red, el colapso será un auténtico desastre.
Es verdad que la Red nos facilita la vida, como también es verdad que nos ha vuelto dependientes de ella; por su intricada retícula circulan los elementos que nos identifican, que nos hacen esa persona que somos y no otra, datos personales como los números de la seguridad social o los de la tarjeta de crédito, las contraseñas y las cartas de amor, las fotografías, las multas de tránsito y los resultados de un examen médico que nos practicaron recientemente. Hoy para hundir a un político, a un empresario o a un futbolista, basta husmear en la cauda informática que va dejando en la Red y, como se trata de una telaraña, es muy difícil borrar todos los rastros. Hay una multitud que tiembla ante la posibilidad de que aparezca una filtración que desvele un fraude, una confidencia comprometida o bochornosa, un cuerpo desnudo, como acaba de suceder con Jennifer Lawrence y otras actrices, que subieron cándidamente sus fotografías íntimas a la nube, porque les habían dicho, como a todos, que ahí la intimidad estaba completamente a salvo, hasta que un día, inopinadamente, dejó de estarlo. ¿La nube? Otro problema de nomenclatura: ¿a quién se le ocurre quejarse de las filtraciones de una nube?, ¿no son las nubes porosas por naturaleza?
En esta era de la transparencia, en la que buena parte de nuestra intimidad circula por fibra óptica, deberíamos preguntarnos si no hemos sido muy ingenuos al hipotecarnos de esa manera, al ceder toda esa información personal y dejar que corra por la telaraña, o que se almacene en la nube porosa. Y deberíamos preguntarnos esto porque precisamente ahora se diseña en California, en Silicon Valley, en esa nueva Jerusalén de donde vienen hoy todos los milagros, el siguiente capítulo que ya contempla, desde ahora, la invasión integral del usuario, una invasión que puede ser positiva, pero a la que hay que enfrentar desde la distancia y el escepticismo. Cuando hablo de nuestra ingenuidad y de la forma en que hemos cedido toda esa información personal a la oscura telaraña, tengo en cuenta que en realidad no hemos cedido nada, todo ha sucedido con una desconcertante normalidad, de buenas a primeras nos hemos encontrado integrados a la Red, irremediablemente atrapados por la telaraña mundial, como si se tratara de un fenómeno natural que va evolucionando, y no del resultado de una cadena de inventos que, basados en la ilusión de innovar pero, sobre todo, en el rédito que estos producen, desarrolla desde hace años un grupo de empresarios californianos.
En la Red circula ya nuestra intimidad, nuestros datos, la correspondencia personal, nuestras preferencias musicales y los periódicos que leemos, la edad de nuestros hijos y las vacunas que le ha puesto el veterinario a nuestro perro. A toda esta intimidad ya expuesta se sumará, muy pronto, la intimidad de nuestro interior, como explicaré a continuación. En los laboratorios experimentales de Google (Google X) se trabaja, según se ha publicado recientemente en la prensa inglesa, en unas píldoras rellenas de nano-partículas metálicas que, al penetrar en el torrente sanguíneo, irán “pintando” las células que presenten alguna anomalía y esta información, que provendrá de nuestra intimidad más recóndita, será recogida por una pulsera que indicará al paciente, y a su médico que, en el mejor de los casos, monitoreará desde su consultorio, si goza de buena salud o si se aproxima un cáncer o un infarto.
Se trata, sin duda, de un salto gigantesco en el diagnóstico de enfermedades que redundará en su curación; las píldoras y la pulsera mejorarán, desde luego, nuestra calidad de vida, pero también nos pondrán a las puertas de la exposición absoluta, en ese momento impúdico en que nuestros datos íntimos irán corriendo a la par que los datos de nuestro interior: el número de la Visa y el porcentaje de sedimentación que tiene el tarjetahabiente en el colon, irán viajando simultáneamente por el mismo filón de fibra óptica. Vamos rumbo a la transparencia total, a la exhibición permanente por fuera y por dentro y, como las nuevas tecnologías relacionadas con la salud tienden a la autogestión, ya se puede ir calculando lo que puede pasar.
Todo está listo para dar el siguiente paso, la sociedad occidental vive ya obsesionada por la salud, el deporte y la comida sana tienen hoy un prestigio religioso y los agentes dañinos como la cafeína, la nicotina o el alcohol, son vistos cada vez con más recelo, y en este ambiente salutífero que reina en el siglo XXI, la autoexploración interior tendrá un éxito incontestable. Imaginemos un hombre que vive muy pendiente de su salud, y que una mañana se toma las píldoras y lee el resultado en la pulsera que tiene en la muñeca; el hombre encuentra que está, de momento, sano, pero esto no quiere decir que en la noche, cuando regrese de la oficina, siga así, todo puede torcerse, como bien se sabe, en el próximo minuto y lo más conveniente para este hombre hipotético del futuro inmediato será ingerir otras píldoras de Google, para comprobar que sigue sano y así poder conciliar tranquilamente el sueño.
Pero la transparencia interior no solo generará, además de sus muy evidentes bondades, una vigilancia histérica de la propia salud, sino también una serie de aplicaciones prácticas que merecen una reflexión: en ese mundo nada lejano (de aquí a cinco años, calculan los de Google), en el que cada individuo se revisará periódicamente el interior, será difícil, por ejemplo, comprometerse sentimentalmente con alguien sin antes haber echado un vistazo a la salud de sus órganos, y la misma exploración interior exigirán los bancos para conceder un préstamo, o las compañías de seguros para extender una póliza, o las empresas para dar un empleo. La transparencia interior nos pondrá a las puertas de una nueva realidad, tendremos una vida más saludable pero también estaremos más expuestos, seremos más vulnerables, perderemos la parte de sombra y todo será de una cegadora claridad.
Las bondades y las ventajas de las píldoras de Google son muy evidentes, y es precisamente por eso, por el resplandor que produce esta evidencia, que deberíamos mirar este invento revolucionario con un saludable escepticismo. A sabiendas, desde luego, de que esto no vamos a decidirlo nosotros y que un día de estos, en el futuro próximo, nos encontraremos usted y yo tomándonos las píldoras de Google, como requisito para completar un trámite en el banco o en la oficina. ¿Cuánta transparencia resistirá nuestra intimidad antes de desvanecerse?
Jordi Soler, La telaraña, El País, 18/11/2014