Nos atrae lo extraño, pero dentro del dominio de lo que sorprende sin llevar lejos la inquietud. Y si es preciso, con la voluntad de que no tarde en producirse una suerte de esfumación, mantenemos a buen recaudo y bien recogida esa diferencia. Si hace falta, podríamos visitarla de vez en cuando, a fin de encontrar alguna dislocación pasajera. Pero, en todo caso, con la convicción de que lo extraño deje de ser incógnito y sepa no incomodar en exceso.
Buscamos razonables espacios de familiaridad donde, bajo el control de lo que enseñorea cualquier modalidad de hogar, no surjan demasiados imprevistos. E incluso de que estos se vean sometidos a otras modalidades de gobierno. Son espacios que a su manera se rigen por formas de dominio, no precisamente ni siempre de reconocimiento de la diferencia, ni siquiera de la igualdad. Entonces, lo extraño muestra su verdadero rostro, el rostro del otro, de la otra, alguienirreductible cuya función no consiste en entretener y sorprender la necesidad adolescente de la permanente sorpresa.
Se produce en tal caso un auténtico desplazamiento. La búsqueda pasa a ser el temor del encuentro. Queremos lo extraño, pero sometido a nuestra voluntad, a nuestra subjetividad, que es la que determina concretamente cómo y hasta dónde lo otro puede llegar a ser alguien concreto. De este modo patrimonializamos la expedición de certificados de sujeto, eso sí, sujetado en formas más o menos cultivadas de sumisión. Así lo extraño queda a buen recaudo.
Encontramos extraños a los demás. No acabamos de entender del todo ni sus preferencias, ni sus actitudes, ni sus comportamientos, ni sus deseos. En definitiva, son efectivamente otros. Si consideramos que es imprescindible aprehenderlos para aceptarlos, o que esto suponga identificarnos con lo que son, no habría otro camino que su reducción. Dado que, en cierto modo, cada quien es también extraño respecto de sí mismo, no asumirlo es el principio de toda voluntad de eliminación de la diferencia.
Ha de aceptarse que cualquier modalidad de reconocimiento conlleva hacerse cargo de los límites y de la imposibilidad de eliminar la extrañeza, pero se trata de eludir que esta pase a ser mero extravío. La consideración de
Hegel de que el “puro conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro” es el terreno del verdadero pensar, no deja de incomodar por esa reducción del otro a simple camino para nuestro propio reconocimiento, mediante una suerte de secuestro de lo extraño, haciéndolo propio. Es cuestión de acoger su irreductible diferencia y de comprender que, a pesar de los esfuerzos del bienintencionado alemán, a vecesconfundimos asumir con eliminar.
Extraños para nosotros mismos y para los demás, comprender y comprendernos comporta toda una tarea de generación de espacios para lo común, donde la diferencia sea fecunda y fructífera, impida la homogeneidad como uniformidad y sostenga la autonomía y el autogobierno de cada quien. Lo inquietante no es lo extraño, sino la voluntad de ceñirlo al espectáculo de lo variopinto o de acallarlo por lo incontrolable de sus efectos. Ambas actitudes no pasarían de ser modalidades de inhospitalidad. Hay algo advenedizo en eso que nos incomoda, pero tal vez gracias a su llegada podamos procurarnos algún retorno, no necesariamente a nuestra repetitiva identidad, sino a una travesía conjunta, con ello, con él, con ella. Algo que, precisamente por extraños, nos permita decir “nosotros”.
Ángel Gabilondo,
Para extraños, nosotros, El salto del Ángel, 28/11/2014
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