No hablemos ya de la crítica. Simplemente, lo que se dice el humor. En contra de las apariencias, ¿en qué estriba esta dificultad nuestra para el humor y la comedia? Probablemente, en que somos una sociedad que mima -hasta la histeria- a la juventud debido a un íntimo e inconfesable temor senil. En otras palabras, es muy posible que nuestro orden social no sea caricaturizable: ¿cómo hacer una caricatura de la caricatura? ¿Cómo hacer la crítica de una industria de la agonía, de un incansable negocio del apocalipsis? Y sin embargo, para sobrevivir, es urgente fundar un nuevo género cómico con nuestra tragedia a cámara lenta. Basta con interrumpir las conexiones, y que reine por diez segundos el silencio del mundo -la ambivalencia de la vida en la muerte-, para que toda nuestra mitología urbana tiemble. Párense tres segundos y escuchen: ese rumor sordo cuando "no ocurre nada", ese elemental y escandaloso amasijo de vivir. Lo real nos aterra. De ahí la histeria del sistema entero, izquierda alternativa incluida, con todo aquello que se detiene y no se expresa, con lo que no participa en nuestra huida hacia el espectáculo.
¿Por qué nos cuesta tanto callarnos? Terrorismo de lo durmiente, lobos solitarios del laicismo y la modernidad tardía: lo que se calla, se para y no participa, provoca accesos de pánico. La obscenidad estructural, cara externa de nuestro oscurantismo puritano, desconfía de todo lo que no estalla en la visibilidad, nuestra religión verdaderamente triunfante. De hecho, es tal la continuidad de las conexiones que lo que hay que demostrar es que la vida existe, de ahí la incitación constante a moverse, a bailar, a follar, a compartir la espuma del comentario sobre toda clase de chorradas y a estar a la última en la actualización tecnológica. Y así, como la comedia y la tragedia se funden, tanto una como otra resultan especies en vías de extinción. En el fondo, la motivación ontológica de estar actualizados es lograr no estar en ningún sitio. La variación compulsiva del consumo, por eso puede ser insostenible y a la vez sostenido, se basa en que la única posibilidad existencial en nuestra cultura es hacerse visibles. Sin el reconocimiento incesante no somos nada y todos los demonios -sobre todo, el de la indefinición- nos asaltan. Y la identificación por el reconocimiento implica la localización incansable de un exterior horrendo, atravesado de espantos.
Esto insiste en que un nuevo nomadismo virtual -que no va a ninguna parte-, una incesante variación es nuestro único tema. Todos los contenidos son irrelevantes con tal de que sean noticia y consigan reemplazarse. Tienden así a un grado cero de adelgazamiento, a la banalidad del mal y del bien. Abres Internet para conseguir noticias del último parricida y automáticamente tienes que pasar la barrera de varios anuncios. Al final, se te invita a dejar tucomentario, pero antes tienes que registrarte en una red social, pagando el peaje de más anuncios.
En este planeta apocalíptico, tiene otra vez razón Han. Es la impotencia erótica, nuestra nula relación interna con la negatividad, lo que alimenta la caída en picado del encuentro y el amor. Pero también explica la fiebre sexual y el calentamiento externo de todas las conexiones. Efecto suplementario de contraste. ¿Cómo no va a calentarse el entorno si el interior está helado y nos pasamos el día comentado idioteces para no reconocer que hace mucho tiempo que estamos en paro existencial? Por eso cuando el paro laboral llega crea angustia, pues se superpone al otro.
Así pues, impotencia sexual y calentamiento global. La pornografía de la información casi nos ahorra el sexo. La locutora de la Sexta apenas tiene dientes suficientes para pronunciar con el suficiente morbo la palabraescalofriante, mientras anuncia nuevos documentos sobre el depredador de Ciudad Lineal a los que su cadena "ha tenido acceso". ¿La corrupción no está también del lado de esta felina transparencia?
La era del acceso es la era del aislamiento global. Cada conexión nos separa más de esa zona de sombra que podría devolvernos cierta salud propia, el erotismo de una relación con la imperfección y los límites. La velocidad que calienta nuestra sociedad, esta multitud de átomos ateridos que se juntan, impide el encuentro. Nos apretamos siempre, compartiendo el compartir, para no temblar. ¿Cómo no van a faltar el espacio y el tiempo si por ningún lado nos puede tocar la tierra?
Pero esa velocidad de la huida convierte también la caricia en un posible puñetazo. El drama de la "violencia de género" -expresión estúpida donde las haya, pues la violencia siempre es singular- es éste: que en el amor y la paternidad conyugal ya no se enfrentan dos seres distintos, sino igualados por la neutralidad. Ni mujeres ni hombres, de ahí que lleve las de perder un tercero más débil, los niños. Hace mucho que contra ellos, contra la infancia que llevamos dentro, vibra en primera línea la violencia abstracta, no genérica, de la normalización. Las estadísticas, girando en bucle para mostrar sólo la punta espectacular del iceberg, jamás dirán nada de cada tragedia real. ¿Se puede imaginar qué pasa por la cabeza de un hombre hasta ayer normal -y reservado, según los vecinos- antes de matar a sus dos hijas de 7 y 9 años con una barra de hierro para después suicidarse? ¡Qué más da! El caso es que haya noticias, escándalos que alimenten el blanqueado anímico, otra distribución genérica del bien y del mal. Nada importa en una noria informativa que, con un funcionamiento ferozmente binario, sólo busca localizar el mal en algún otro, ponerlo fuera, en pantalla. Al pasar de la noticia escalofriante a los deportes, a veces con "un minuto de silencio" virtual, volvemos a ser los ciudadanos medios que la norma -sin género- impone.
Organizar la indiferencia. ¿Se trata quizás de esto? Es el desamor -no "de género", sino internacional- lo que mata a la gente, no el amor pasional que acaba de un trágico golpe. Es la soledad y la ausencia de trato la que mata lentamente a mujeres, niños y hombres, no el maltrato físico. Difícilmente va a ser de otro modo cuando en nuestras grandes urbes, bajo esta universal orden de alejamiento de toda cercanía, apenas hay prójimo. Si está presente, está a la vez ausente,ensimismado en las redes.
Por cada mujer muerta en circunstancias abominables hay así 100.000 que mueren en fuego lento del abandono, deprimidas en la neutralidad reinante. Por cada hombre homicida, por desesperación suicida, hay 100.000 que mueren a plazos, indetectables para cualquier pantalla. No hace falta ninguna estadística para saber esto, basta con bajar al metro a las nueve de la noche en Barcelona o Madrid. Pero las pantallas no son sensibles a lo que ocurre gradualmente, sin espectáculo ni impacto, en una esquina cualquiera. Curiosamente, la pulcra sensibilidad digital es groseramente analógica de lo más brutal de la realidad, esa noticia que constituye la excepción de lo real, no su ley.
Ignacio Castro Rey, Impotencia sexual y calentamiento global, fronteraD, 29/11/2014