Al recurrir a la imagen para satisfacer nuestros deseos, damos por supuesto que ésta mantiene una relación dependiente, secundaria, con el original que la causa. El que confiemos en ella para que satisfaga nuestras exigencias se debe con frecuencia a que estamos convencidos de que tiene algún tipo de vínculo casi físico con el objeto al que sustituye, como si fuera su sombra o reflejo. (...)
El sustituto visible puede convertirse en objeto de admiración a costa de la persona o entidad ausente e invisible que representa. Lo que queda reflejado ya no es tanto el original cuanto las facultades del creador de imágenes. Este sospecha no sólo se expresó en la tradición judía, sino también, con un giro añadido, la planteó
Platón en
La república a principios del siglo IV a. C. Los pintores, denuncia
Platón, distraen nuestra atención con las figuras que guardan semejanza con la apriencia de las cosas, pero la apriencia de las cosas es, en sí misma, una pobre imagen que se asemeja a su verdadera naturaleza. Porque la verdad es propia de la idea: la forma permanente, dada por Dios, que subyace tras cada apariencia que percibimos. Al copiar meras apariencias, el pintor "no sabe nada que valga la pena acerca de las cosas que imita", y podemos concluir, escribe
Platón con desdén, que "el arte no es cosa seria, sino una niñería". (pàgs. 14-15)
Julian Bell,
¿Qué es la pintura? Representación y arte moderno, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Baran 2001