De la mano de Han, el documental explica los efectos de la sobreexposición informativa y la ansiedad provocada por la doctrina de la productividad extrema que ha llevado al sujeto contemporáneo al colapso bajo el manto de una aparente libertad. La anomia de Seúl tiene poco que ver con la vida de unas ciudades europeas de dimensiones mucho más humanas, pero apunta algunas tendencias comunes de las que convendría tomar mayor conciencia.
La primera y principal es el predominio de los valores de la eficiencia, la productividad y la seguridad que son propios del sistema económico actual, pero que se han acabado imponiendo en todos los ámbitos de la experiencia. Por suerte o por desgracia, la vida humana está llena de sutilezas, deseos, impulsos, vínculos y sorpresas que no pueden ser diseñados, controlados ni vendidos.
A este mantra economicista se añade el discurso de la innovación y de las nuevas tecnologías aplicado a la gestión de la ciudad. Que el progreso tecnológico es un buen instrumento está fuera de duda, pero el relato de la smart city no plantea la complejidad de la vida colectiva como una virtud, ni siquiera como una realidad, sino como un problema al que hay que ofrecer soluciones. Sobre el papel, mejorar la eficiencia de los servicios urbanos es positivo, la cuestión estriba en saber qué papel se atribuye a este objetivo en las prioridades del gobierno de la ciudad.
Los procesos urbanos vinculados a la movilidad o el reciclaje siempre podrán ser más eficientes y hoy ya es posible trazar, cuantificar y controlar todas las actividades humanas. El problema de fondo es que el discurso tecnológico despolitiza la vida urbana porque niega a la ciudad algunos de sus rasgos esenciales: imprevisibilidad, imperfección, pluralidad, capacidad de sorpresa y anonimato.
En este contexto, resulta especialmente reconfortante leer a la gran autora norteamericana Rebecca Solnit, que en su libro A Field Guide to Getting Lost reivindica el arte de deambular y de perderse como aventura personal y como acto de resistencia política. Inspirada en el ahora redescubierto Henry D. Thoreau, pero también en George Orwell, Virginia Woolf y Susan Sontag, Solnit reclama una presencia más consciente en el mundo, profundamente comprometida y política y que a la vez no renuncia al cultivo de la dimensión estética de la experiencia humana. Es un canto a los placeres de la vida y una defensa de la ambigüedad y la incertidumbre como forma de libertad.
Solnit se suma así a la proliferación de autores que en estos últimos tiempos reivindican el deambular como metáfora de una nueva forma de estar en el mundo. Ante la aceleración de la vida moderna, andar sintetizaría algunos de los valores que posibilitaría una relación más armoniosa con nuestro entorno, con los otros y con nosotros mismos.
En primer lugar, permite recuperar la lentitud como forma de escapar a la velocidad de la vida actual. Andar, en la ciudad o en el campo, es la mejor forma de ir despacio, y este ritmo lento es el que requiere la sedimentación del conocimiento y de la experiencia que finalmente dota de sentido a la existencia humana.
En segundo lugar, caminar da valor a la presencia, a la experimentación de lo real, frente a un ambiente digitalizado que esconde el cuerpo y el nosotros detrás de múltiples pantallas. Caminar permite reafirmar la vivencia del aquí y el ahora, gozar de la belleza del paisaje y sufrir sus inclemencias, enraizarse y relacionarse con el mundo sin intermediarios, poniendo también de manifiesto los límites y la fragilidad de nuestros cuerpos.
Finalmente, deambular puede convertirse en un acto de resistencia política, porque se opone al productivismo y porque la lentitud que le va asociada crea espacios para lo imprevisible y para que surjan nuevos horizontes que no pueden ser contados, controlados ni vendidos. Andar no hace a nadie más inteligente, pero permite que estemos más disponibles a nuevas ideas porque el ritmo del andar es el del pensamiento. No se trata en ningún caso de promover una vida antimoderna, sino de alertar de la preeminencia del economicismo y la hipertecnificación, que conllevan el riesgo de despolitizarnos y de hacernos perder el alma por el camino. La revolución, dice Solnit, consiste también en salvar la poesía.
Judit Carrera, El arte de perderse, El País, 06/12/2014