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La naturaleza nos ha hecho un costoso favor cuando nos ha privado de aquello que a los animales se les ha concedido gratuitamente: una identidad propia. Ya en el siglo XV, Pico de la Mirandola se adelantaba a los existencialistas contemporáneos afirmando que lo propio del ser humano es no tener nada como propio: se tiene que inventar a sí mismo. El perro es perro y el pez es pez: su código genético les concede una seguridad en su vida que nos resultaría a veces envidiable. Saben lo que tienen que hacer, y si bien pueden sufrir y fracasar, se libran de esa molesta pregunta que con este u otro enunciado nos acompaña casi toda nuestra vida: ¿quién diablos soy yo? ¿qué debo hacer? ¿tiene sentido lo que estoy haciendo? Desde la adolescencia en adelante resulta difícil dejar de lado estas cuestiones, aunque nos neguemos a resolverlas y no las formulemos con estas palabras. Decía Ortega y Gasset que la vida humana es semejante a la de una persona que fuera empujada a un escenario donde se está representando una obra de teatro que no conoce. Debe inventar su papel e incorporarse al elenco sin haber leído el guion.
Esta inseguridad constituye un privilegio muy difícil de soportar. Sobre todo porque cualquier vida humana tiene que armonizar dimensiones muy distintas, como son los intereses propios y los ajenos, el presente y el futuro, tomar decisiones que nos obligan a optar entre valores incompatibles, renunciar a unas cosas para lograr otras. Resulta mucho más cómodo buscar un lugar que nos asegure un papel determinado en esa obra de teatro, sentirnos arropados dentro de un grupo que haya descubierto una idea fija, simple y eficaz que nos evite el molesto ejercicio de decidir por nosotros mismos. Todo fanatismo tiene esa raíz: el miedo a la libertad del que hablaba Erich Fromm es mucho más fuerte que los sacrificios que nos pueda exigir esta renuncia a construir nuestra propia identidad.
Y el fútbol cumple esa función. Identificar nuestro destino personal con un grupo de creyentes que confían el valor de su identidad al destino de un balón, todo ello sazonado a veces con un simulacro de doctrinas políticas de derechas o de izquierdas, asegura al fanático un sucedáneo de identidad personal que no tiene necesidad de construir por sí mismo. Y además el fútbol cumple sobradamente una condición de toda identidad: la oposición a otras identidades. El hincha de un equipo se define por su oposición a todos los demás equipos, de manera parecida a lo que hace un adolescente cuando busca su personalidad oponiéndose a toda autoridad. De modo que el fútbol es lo de menos: lo que importa al fanático es su regreso a un útero donde se encuentra arropado por quienes le ofrecen una seguridad simple, unívoca, que le evita el trabajo de preocuparse por conciliar los muchos y contradictorios componentes que forman un ser humano. El fanático elige ser unidimensional, tanto da que decida identificarse con un equipo deportivo, con una ideología política o con una religión absorbente. Le vale todo aquello que no le obligue a convivir con sus propias contradicciones e inseguridades.
Toda la historia humana está marcada por ese deseo de buscar raíces que nos devuelvan a la seguridad de la naturaleza. La raíz de la patria, por ejemplo. Nadie duda de que pertenecer a una patria constituye un valor que enriquece la vida, en la medida en nos sentimos unidos a una forma de vida que incluye familiares y amigos, costumbres, idioma y recuerdos. Pero el fanático convierte todo eso en una entidad autosuficiente y abstracta, que puede hasta exigir el sacrificio de la vida (normalmente la de los demás). “Con la Patria se está, con razón o sin ella”, dijo Cánovas del Castillo. Es decir, que no importa si esa adhesión a la patria exige, por ejemplo, sacrificar a quienes la habitan o asumir una ideología que esclavice a sus habitantes. La Patria está antes, y de ella ha desaparecido la diversidad de sus gentes para quedar reducida a un nombre y una bandera. Todo fanatismo implica el triunfo de la abstracción.
Y lo mismo sucede con la religión y con cualquier ideología que pretenda convertirse en una verdad teológica. El fanático elimina de sus creencias cualquier duda, cualquier inseguridad o matiz que ponga en peligro su idea fija. Y, lo que es más grave, excluye por anticipado a todos aquellos que pretendan no solo discutir, sino también matizar, completar o dudar de su única verdad.
Y un detalle semántico. Se suele llamar “radicales” a los fanáticos. Nada más alejado de la etimología de esta noble palabra. Radical es quien va a la raíz de las cosas, quien no se conforma con lo superficial. Y nada más superficial que un fanático. Si se atreviera a ir a la raíz encontraría en sí mismo muchas dimensiones que tiene que conjugar para construir trabajosamente su propia identidad. Mucho más sencillo le resulta recurrir a una idea fija que haga el trabajo por él.
Augusto Klappenbach, Violencia e identidad en el futbol, Público, 08/12/2014