En 2010 se retransmitió en la cadena France 2 la película
Camus, de Laurent Jaoui. Puede verse en versión original, francés sin subtítulos, aquí. La película está basada en los diez últimos años de la vida de
Albert Camus desde 1951, cuando publica
L'homme révolté (El hombre rebelde), hasta el día de su muerte, 4 de enero de 1960. Tenía entonces 47 años, no muy viejo por cierto.
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Albert Camus |
Se trata, sin duda, de un intento de dar un nuevo sentido a un autor y a un período histórico a la luz de las preocupaciones del presente. Esto mismo hace
Michel Onfray con su libro
L'ordre libertaire. La vie philosophique d'Albert Camus (publicado en 2012), inspirándose en la biografía de Olivier Todd
Albert Camus, une vie (1996), en la que también se ha basado Jaoui para su película. Esto mismo hace
Tony Judt en ‘El moralista reticente: Albert Camus’, en
El peso de la responsabilidad (1998), artículo que finaliza dándole la razón a
Hannah Arendt, cuando allá por 1952 afirmó que
Camus era “el mejor hombre de Francia”.
El juicio de
Arendt no fue, sin embargo, el de sus contemporáneos. No se le perdonó entonces ser una voz disidente dentro de la izquierda, como tampoco su popularidad, su éxito. Se dijo que poco o nada tenía de filósofo o que, en todo caso, se trataba de un filósofo para los programas de bachillerato. De ahí la oportunidad de esta película, si consideramos que hay que acabar con la mucha ideología y con la mala fe.
La película de Jaoui traza un círculo virtuoso entre una afirmación al inicio y otra al final, ambas sobre la fidelidad. Al inicio podemos escuchar cómo
Camus les dice a sus amigos Michel y Janine Gallimard que “se llama traidor al que permanece fiel a sí mismo”, defendiéndose así de lo que se publicaba en París contra él en ese momento. Al final, hablando de sus relaciones amorosas,
Camus dice que él es fiel: “no hago trampas con mis sentimientos como hace la mayoría de la gente”.
Tomemos estas palabras al pie de la letra. La película muestra cuatro lugares para entender la fidelidad de
Camus.
En primer lugar consideraremos la fidelidad a la izquierda. Cuando en una entrevista le preguntan a
Camus si es de izquierdas, su respuesta es afirmativa y apostilla: “malgré moi et malgré elle”, o sea, “a pesar mío y a pesar de ella”. En efecto, la izquierda intelectual parisina atacó con ferocidad el libro
L'homme révolté, en el que
Camus denuncia el totalitarismo soviético (tengamos presente la fecha: 1951) y en el que se pregunta cómo es posible que ciertos militantes de la izquierda puedan apoyar el asesinato colectivo.
En la película hay una escena en la que
Camus y
Sartre se pasean por los jardines del Luxembourg. Jaoui ha elegido magníficamente a los actores que encarnan a estos dos filósofos. Podemos apreciar la altura de
Camus –medía 1,82 centímetros–, al lado de
Sartre –bastantes centímetros por debajo–, el encanto de
Camus que, a sí mismo, se definía como una mezcla de Fernandel, Humphrey Bogart y un samurai, y la fealdad de
Sartre (¿son tonterías?, ¿me dejo llevar por aspectos anecdóticos?: depende de cuán materialistas seamos, o de cuánto pensemos que los grandes hombres están al margen del narcisismo y de los celos).
Sartre le dice a
Camus que él también sabe de los campos de concentración soviéticos, pero que considera que no hay que denunciarlos para no infundir desesperación en la clase obrera. Cuando
Camus cuenta su encuentro con
Sartre a su mujer, Francine, le dice con rabia: “ ni siquiera puedo romperle la cara, es demasiado pequeño”.
El reproche de
Sartre es que
Camus es un idealista porque no le da la razón a la historia, a la inexorabilidad de la historia. Esta era la ideología marxista de los años de la postguerra: la consideración de que existen leyes de la historia que conducen el decurso de los acontecimientos por el camino del triunfo de la justicia social, y que el papel de los intelectuales es estar de ese lado, sacrificando si es preciso la libertad. La historia tiene sus razones frente a las que las existencias concretas de los humanos no tienen importancia. Los campos de concentración soviéticos caen del lado de la necesidad del avance de la historia: que unos miles de hombres y mujeres, o cientos de miles, sean asesinados, se les haga desaparecer, sean condenados, es un hecho poco relevante, si tenemos en cuenta los millones de personas, la humanidad entera, que se beneficiarán de la victoria final del socialismo sobre la opresión.
Se puede pensar que
Sartre estaba siendo fiel a la doctrina marxista y que, en cambio, era
Camus el que, después de haber sido durante casi 20 años compañero de viaje, abandonaba en ese momento este lado de la trinchera. Por eso hay que precisar: la fidelidad de
Camus no es con respecto a las organizaciones de los trabajadores y sus ideologías sino con aquello que siente en sus entrañas, con respecto a sí mismo.
Camus es un nietzscheano absoluto, no de los que repiten como loros, sino de los que aplican lo que saben y sienten a sus propias vidas. Y como tal conoce las dos fidelidades que hay en cada uno de nosotros: la fidelidad a los sentidos, al estómago, y la fidelidad a las ideas, a la cabeza. De las dos la primera es el origen, la causa y, por tanto, es portadora de verdad. La otra es reflejo, consecuencia, elaboración y por tanto es velo, ocultamiento. Hay quien puede ver el universal histórico pisoteando los casos particulares y seguir del lado de la revolución así concebida; y hay quien no tiene estómago para ello. En las situaciones en las que muchos hacen lo que se espera de ellos, hacen lo que deben –aunque el deber sea una barbaridad (el deber del “buen marxista”, del “buen comunista”, de la izquierda)–, algunos pocos se oponen manifestando su propia imposibilidad de seguir adelante justificando crímenes y desmanes. Esa imposibilidad nace en las entrañas.
“Estamos atados a lomos de un tigre”, gritaba
Nietzsche. El tigre ruge en nuestro interior. A
Camus no le gusta pensar con las ideas, con la razón: la impostura tiene origen en los argumentos que nos damos.
Camus no podía seguir de acuerdo con la izquierda intelectual parisina, ni en la cuestión de la revolución soviética ni en la cuestión de Argelia.
Argelia es otro de los lugares para entender la fidelidad de
Camus consigo mismo. A partir de los atentados del Frente de Liberación Nacional (FLN), la prensa de izquierdas difundirá la imagen de una Argelia habitada por un millón de colonos de látigo y puro, subidos a un cadillac, que someten a la población árabe.
Camus sabe que el 80% de la población francesa en Argelia eran asalariados y comerciantes, como su familia, que era pobre, trabajadora e ignorante. Y por ello siempre dirá que en Argelia hay dos pueblos que deben entenderse y llegar a vivir en paz. Se muestra hostil a la independencia de Argelia.
En la película,
Camus recuerda a sus críticos que le reprochan no estar del lado de la población árabe que, ya en los años 30, escribió como periodista acerca de las condiciones de vida en la Kabilia y que fue expulsado por ello de Argelia. La escena en la que
Camus pronuncia una conferencia en el Cercle du Progrès en Argel, ya en pleno conflicto (1956), y en la que declara su amor por esa tierra –“que no se merece ni sufrir ni ejercer el terror”–, termina mal: nadie quiere escucharle, ni los franceses ni los árabes, y
Camus concluye que hay poco que hacer porque nadie quiere la paz.
Una de las anécdotas que más se recuerdan de la posición de
Camus ante el conflicto argelino tuvo lugar en Estocolmo, con motivo de una ceremonia cuando se le concedió el premio Nobel de literatura. La película de Jaoui la incorpora: en una rueda de prensa, un joven exaltado árabe argelino interpela a
Camus acusándolo de no estar del lado del FNL.
Camus responde condenando el terrorismo. El joven le espeta que lo que hace el FNL es justicia. Y entonces
Camus pronuncia la frase que provocará escándalo: “creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia”. En muchas otras ocasiones había ya dicho que estaba asustado por la idea de que su madre pudiera ser víctima de un atentado terrorista en Argel. Pero la forma de la frase con la que respondió al joven árabe argelino levantó una polvareda: descontextualizada, no se puede apreciar que de nuevo está condenando la justicia entendida como terrorismo necesario, sólo se ve que opone un universal a un caso concreto. Incluso así, sin embargo,
Camus seguía siendo fiel a sí mismo: mejor una verdad concreta que una abstracta.
Y en el terreno de las verdades concretas, también la película nos muestra que
Camus sabe establecer diferencias: trata a su suegra, burguesa de Orán, de racista y la hace responsable, como a muchos franceses de Argelia, del drama que allí se está viviendo; por otra parte, sin embargo, cuenta que su madre no quiere ir a vivir a París “porque allí no hay árabes”.
El tercer ámbito en el que podemos analizar la fidelidad hacia sí mismo de
Camus es el teatro. Pocos meses antes de morir, en mayo de 1959, escribe un artículo,
¿Por qué hago teatro?. “Prefiero –dice– la compañía de la gente del teatro, sean virtuosos o no lo sean, a la de los intelectuales, mis hermanos”.
Siempre le gustaron el teatro y el fútbol. De joven jugó muchísimo al fútbol hasta que su temprana tuberculosis se lo impidió. Entonces encontró en el teatro algo similar a la alegría que le proporcionaba el fútbol. ¿Qué tienen en común, a los ojos de
Camus, ambas actividades?
Ambas son un juego y no existe juego alguno sin reglas del juego. “Reglas del juego” combina dos aspectos, la seriedad y el placer. Así es como entiende la vida, como deberíamos vivirla, si de verdad fuéramos amantes de la vida: la vida no es un asunto serio, pero tomarse en serio las reglas te hace sentirte al mismo tiempo entusiasta e inocente.
Tanto en el teatro como en el fútbol dependes de los demás. Sucede en cualquier trabajo verdaderamente hecho en equipo (también le gustaba una enormidad trabajar en el periódico
Combat en la clandestinidad, durante la ocupación alemana). Hay algo magnífico en un equipo, en un coro, en una compañía teatral, en una orquesta: la camaradería y la solidaridad son esenciales, son las reglas del juego. Si alguien hace mal las cosas todas las miradas se focalizarán hacia ese punto y la labor de equipo pasará inadvertida: un actor que se equivoca arruina la obra, todo el mundo se fijará en él, hablará de él. Por fuerza, en estos
juegos (en francés se
juega una obra de teatro o una pieza musical), todos se apoyan en todos, todos quieren que a todos les salga bien. Y en eso consiste su gran enseñanza moral. “El poco de moral que sé –escribe
Camus– lo he aprendido en los campos de fútbol y las escenas de teatro, que seguirán siendo mis verdaderas universidades”.
Gracias al teatro,
Camus conoció a María Casares, uno de sus grandes amores (en la película se la ve interpretando la obra de Camus
Los justos) y a Catherine Sellers (en la película se la ve ensayando
Requiem por una monja, obra igualmente de
Camus). Y así llegamos al cuarto lugar en el que mostrar la fidelidad de
Camus, el territorio de sus conquistas amorosas, de su relación con las mujeres, de sus “infidelidades” continuas.
La película nos muestra el período oscuro, yermo, por el que pasa
Camus a raíz de la publicación de
L'Homme révolté. En su vida personal, las cosas no van mejor. Su mujer, Francine, atraviesa una mala época, apenas sale de casa, llora, grita, se desespera. La familia política de
Camus, suegra y cuñada, desembarcan en París, preocupadas por la salud de Francine. Consideran culpable de esta situación a
Camus por sus infidelidades.
Camus se traslada solo a otro domicilio. Francine, en manos de su madre y hermana, se somete a una cura de electroshock para superar la depresión e intenta el suicidio, arrojándose por una ventana.
Lo único que
Camus escribe en este período es
La chute (La caída), una suerte de confesión en primera persona. Se dice siempre que la obra de
Camus es muy autobiográfica. Y en efecto así es, aunque en un sentido no muy diverso de aquel con el que podemos igualmente decir que toda gran obra de creación es autobiográfica. Está hecha con la sangre y con el cuerpo de su experiencia. Un gran creador bucea en su interior y encuentra en sí mismo la materia con la que inventar sus personajes, que serán y no serán él mismo. No lo serán, porque no están hechos a partir del pequeño relato lleno de razones y justificaciones mediante el cual todo el mundo puede construir su biografía. Lo serán porque los hilos con los que están tejidos vienen de uno mismo, de la parte más profunda y más inconsciente, del tigre al que está atado. Con el acierto propio de los poetas, René Char decía que
Camus era un hombre que no “compadreaba consigo mismo”.
En la película,
Camus visita a su madre en Argel y le resume así el argumento de
La chute: “es la historia de un hombre cuya vida se tambalea porque no ha podido evitar que una mujer se suicide”. Jaoui pone en paralelo escenas de la escritura de este texto con escenas de Francine en el hospital psiquiátrico.
Jean-Baptiste Clamence –es así como se llama el protagonista de
La chute– se define a sí mismo como un hombre con mucho éxito con las mujeres. Conquistador, podía tener varias relaciones al mismo tiempo; sentía gratitud y admiración hacia las mujeres con las que establecía una relación. Clamence confiesa que deseaba ser amado y por ello ninguna de las mujeres a las que amaba podía tener una vida independiente, es decir, ninguna debía vivir verdaderamente. La sinceridad de este escrito es sorprendente: como un auténtico caballero de la verdad,
Camus la mira de frente sin apartar la vista.
La película deja entrever que la última relación de
Camus con la joven danesa Mi (Mette Ivers) lo salva de su postración y le ayuda a empezar de nuevo a escribir. Parece que está decidido a dejar las cosas claras con Francine, de una vez por todas, siendo fiel a sus sentimientos, como le dice a Michel Gallimard. Había escrito ya una parte de
Le premier homme cuando sucedió el accidente de coche que le quitó la vida.
Le premier homme, inacabado
, también está hecho de los hilos de la madeja de su vida. Dentro de sí encuentra a este Adán, primer hombre porque no tiene un pasado de cultura, de relato histórico, que lo preceda. Y ¿de dónde sale uno cuando no tiene padre y cuando la madre no sabe, no recuerda, no habla?
En la película hay una escena en la que
Camus riñe a los Gallimard porque se han excedido con sus hijos en los regalos de Navidad que les han hecho. Declara que quiere que sus hijos den su justo valor a la riqueza y a la pobreza y recuerda que su abuela, o sea, la madre de
Camus, les ha mandado el mismo regalo que él recibía en esas fechas: unos caramelos y unas naranjas. Comenta ante la sorpresa de sus invitados que su madre pertenece a una raza noble.
El silencio de su madre es lo que la ennoblece a los ojos de
Camus. En ella debía estar pensando cuando, en el discurso de aceptación del premio Nobel, declara que escribe al servicio de quienes sufren la Historia. En ella piensa cuando le dedica
Le premier homme: “A ti que no podrás nunca leer este libro”.
Es la nobleza de los valores terrenales, esos mismos que ya exaltaba en uno de sus primeros escritos,
Noces à Tipasa (Nupcias en Tipasa). Lo que no habla puede ser una experiencia. Y en el caso de
Camus se trata de una experiencia de felicidad. Lo dice bien claro: no hace falta el mito, el relato de la cultura, no hace falta hablar de Dionisos para ver y sentir el placer de la vida. El olor del lentisco, la sal en el cuerpo, el mar que te mece, el sol que deslumbra en el cielo azul, límpido. A los 20 años ya lo tenía claro: vivir Tipasa y dar testimonio. O sea crear como Adán, como el primer hombre, reconociendo la fuente del entusiasmo por la vida, poniendo en palabras la experiencia muda.
No puedo vencer la tentación de copiar las palabras con las que termina este ensayo: “Mar, campo, silencio, perfumes de esta tierra, me llenaba de una vida olorosa y mordía en el fruto ya dorado del mundo, desconcertado al sentir su jugo dulce y fuerte en mis labios. No, no era yo lo que aquí contaba, ni el mundo, sino sólo el acuerdo y el silencio gracias al cual hacía que naciera en mí el amor. Amor que no tenía la debilidad de reivindicarlo sólo para mí, consciente y orgulloso de compartirlo con toda una raza, nacida del sol y del mar, viva y sabrosa, que extrae su grandeza de su simplicidad y, de pie en las playas, dirige su sonrisa cómplice a la sonrisa esplendorosa de los cielos”.
La experiencia Tipasa, la experiencia del tigre feliz que ruge dentro de él es el lugar al que vuelve y desde el que escribe: siempre le será fiel. Pero que ese lugar fuera el de la felicidad le costará caro.
Camus sabe que la felicidad no debe declararse, a riesgo de ser condenado por todos aquellos que te considerarán por ello ingenuo o superficial. En el mundo intelectual es habitual pensar que para combatir algo triste hay que estar igualmente triste.
Camus piensa justo lo contrario: que hay que ser feliz para luchar contra la desgracia.
Camus, primer hombre, tiene por eso mismo algo de superhumano. Porque lo que es superhumano no es un individuo sino la cualidad de ciertas acciones. Las acciones fuertes y libres, felices e inocentes, de alguien que amó tanto la vida que supo que para vivirla había que verse como si uno estuviera “jugando” una comedia.
Maite Larrauri,
"Un viejo maníaco de la felicidad wa lo que soy". La imagen de Albert Camus, fronteraD, 25/12/2014