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Pero la idea de futuro no estuvo siempre tan ausente de la visión de mundo, del conjunto de opiniones, creencias y valores que tenían las sociedades contemporáneas. Es más, el futuro era un poderoso estímulo para el cambio social, fueran reformistas o revolucionarias. El futuro era el derecho por conquistar el espacio temporal en el que nuestros objetivos, convertidos en retos por la acción política, podían transformarse en conquistas y derechos. Durante todo el siglo XIX y principios del XX, la noción de futuro sustentó el concepto de progreso y, como tal, fue uno de los pilares de la corriente de pensamiento que se conoció como positivismo. Su creador, Auguste Comte, nacido en la turbulenta Francia de finales de siglo XVIII —tan solo 9 años después de la Toma de la Bastilla y un año antes del Golpe de Estado del 18 de Brumario de Napoleón Bonaparte— desarrolló su pensamiento en base a su deseo de que la sociedad alcanzase, alguna vez, un orden estable. Su frase «El amor por principio, el orden por base, el progreso por fin» se convirtió en leit motiv de buena parte de la intelectualidad del siglo XIX —preocupada por la modernización, el crecimiento económico y el orden interno— e incluso inspiró el lema que aún conserva la bandera brasilera: Ordem e Progresso.
Sin embargo, en el siglo XX, repleto de guerras, crisis y todo tipo de ismos, la fe en el progreso se fue apagando poco a poco. Ilusiones del Progreso de Georges Sorel y El Malestar en la Cultura de Sigmund Freud son solo algunos ejemplos de cómo el escepticismo respecto al progreso comenzaba a dominar la escena intelectual. La conciencia del futuro comenzaba a desaparecer… El paradigma de esta fusión entre presente y futuro lo encontramos, probablemente, en la teoría del fin de la historia de Francis Fukuyama, quien supuso, a principios de los noventa, que, con la caída del comunismo, el debate ideológico se había extinguido para dejar paso a la democracia liberal como la única opción viable. Una teoría que dilataba el presente y dejaba muy poco espacio a la idea de futuro. El presente ganaba la batalla.
La sociedad actual se encuentra gobernada por el presente. Innerarity, en su libro, denuncia una tiranía del presente y un preocupante olvido del pasado. Se impone lo inmediato, lo breve y rápido le gana a lo denso y lento, la cantidad a la calidad. La memoria, además, se diluye y el sentimiento de compromiso con los trascurrido y recorrido se desvanece. «No he parado ni un minuto» es la frase recurrente que refleja una ocupación constante, sin pausa ni silencios. Son los tiempos líquidos de Zygmunt Bauman: «El corto plazo ha reemplazado al largo plazo y ha convertido la instantaneidad en ideal último. La modernidad fluida […] disuelve, denigra y devalúa su duración». La comunicación instantánea, las relaciones fugaces, la obsolescencia programada, la Ley de Moore… todos síntomas de que vivimos la dictadura del presente. En política se advierte en el creciente electoralismo del juego democrático, el ritmo político también se acelera. Con todo esto, el presente, sobreestimado e idealizado, se convierte, tal vez, en el principal enemigo del futuro.
Pero el pasado puede también, en algunas circunstancias, entorpecer la relación de las sociedades con el tiempo futuro. Aunque necesario, el estudio del pasado no puede, ni debe ocupar todas nuestras energías temporales. Las políticas de la memoria —siendo ejemplo paradigmático el Programa Memorias del Mundo de la Unesco— sirven para aprender del pasado y, en muchas ocasiones, permiten que se haga justicia, pero no pueden ser el único móvil de la política. Si nos obsesionamos con el pasado, corremos el riesgo de descuidar el presente y olvidar la existencia de un futuro. Demasiado ocupados en el pasado, podemos movernos en el presente solo por inercia y ser incapaces de proyectar un futuro, porque como dijo Edmund Burke alguna vez: «Nunca puedes planear el futuro a través del pasado».
Por otra parte, las metáforas que solemos utilizar para hablar del futuro nos demuestran que pensar el futuro genera optimismo. El futuro está siempre adelante, mientras que el pasado está detrás, el futuro se sueña, mientras que el pasado se recuerda, el futuro se construye, mientras que el pasado se reconstruye. El futuro se conquista, el pasado se defiende. Al futuro avanzamos, anclados en el pasado retrocedemos o quedamos inmóviles. Es necesario, pues, que recuperemos el futuro si queremos recuperar la ilusión ciudadana. Necesitamos volver a pensarlo, a imaginarlo, a construirlo. El reto del futuro: su promesa, su horizonte, su trayecto, su desafío…, es una poderosa energía movilizadora para redoblar y reactivar cualquier proyecto político.
Hay que entender, finalmente, que la política no puede solamente administrar el presente, ni solamente recordar el pasado, ni tampoco solamente pensar el futuro. En palabras de Innerarity: «La tarea principal de la política democrática es la de establecer la mediación entre la herencia del pasado, las prioridades del presente y los desafíos de futuro». La clave está, como en todo, en encontrar el equilibrio… y en este caso, el equilibrio de la política que conmueve y remueve. Decía el poeta revolucionario León Felipe: «Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo porque no es lo que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo». Pues eso, vayamos hacia el futuro, sin olvidar, defendiendo los presentes como escalones de un nuevo horizonte, pero sin detenernos ni mirar excesivamente atrás. Hagamos de la política que crea y avanza hacia el futuro la nueva poesía vital para generaciones de personas que en todo el mundo, también en Ecuador, aspiran a una sociedad más justa y sostenible.
Antoni Gutiérrez-Rubí, El futuro y sus enemigos, El Telégrafo (Ecuador), 28/12/2014
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