by David Gilliver |
Llama la atención la contundencia que algunos muestran acerca de aspectos absolutamente complejos y discutibles, como si fueran irrefutables. Por lo visto, pretenden mostrar firmeza, confundiendo la claridad de ideas con la determinación sobre lo que inequívocamente ha de efectuarse. Nunca parecería tratarse de una decisión, ni del reflejo de una voluntad, sino de una conclusión inexorable que, sin embargo, en todo caso, costaría saber a qué obedece. Lo debatible quedaría zanjado. No por una elección, que convendría que fuera compartida, sino por una clausura, la que cierra y descalifica otras opciones. Así, pronto aparecerían como audaces y seguros quienes simplemente eludieran lo problemático, por la vía de no enredarse en controversias, ni en debates, a su juicio, siempre infecundos. Sin duda, los hay que son, aunque conviene no confundirlos con las necesarias distinciones, con las precisas disquisiciones y con las debidas cautelas. Ciertamente, los caminos sin miramientos son más directos, aunque quizá, de otro modo, más sinuosos, más inquietantes y con más precipicios.
No está mal que nos propongamos algo, que proyectemos, que nos prevengamos, que anticipemos, que preparemos, que supongamos, que vislumbremos, sobre todo si somos conscientes de que esta necesidad está tejida de fragilidad y de algunainconsistencia. Con cierta frecuencia, lo imprevisible tiende a ocurrir y conviene tenerlo en cuenta. Se dirá que, de saberlo, ya no será tan imprevisible, pero aun así, constantemente, de una u otra forma, sobrepasa lo esperable. Aquellos a quienes solo les ocurre y se les ocurre lo ya planeado aguardan sin esperar demasiado. Incluso entonces, también lo inesperado hace su trabajo.
Podríamos encontrar alivio para nuestro afán de seguridad en los porcentajes, en el cálculo de probabilidades, en las prospectivas, en las estadísticas, o recurrir a la experiencia. No está mal tenerlo en cuenta. Precisamente por ello, sabemos que nos movemos en espacios inciertos. Lo serán menos si nos andamos con cuidado. Sin duda. A pesar de ello, una vez más, conocido todo lo posible, no cabe sino reconocer cuánto y bien determinante no depende de nosotros. En caso de percatarse de ello, tampoco conviene hacerse demasiadas ilusiones, ni siquiera sobre la propia capacidad. Lo contrario no sería arrogancia, sino singular ignorancia.
No nos queda sino hacer adecuadamente cuanto quepa, pero la conciencia de que podría ser insuficiente, aunque no relaja la acción, al menos la desdramatiza. Quizá para subrayar hasta qué punto es trágica, y nos desborda. Empezar y emprender cada jornada, cada época, supone comprender que, para bien y para mal, no tenemos control absoluto ni tan siquiera de nuestras tareas y de sus efectos. Ello es compatible con ser minucioso, con velar por cada detalle, con dar lo mejor de nosotros mismos, lo que incluye asumir la insuficiencia de las garantías de éxito de la dedicación, por muy esmerada que resulte. No dominamos ni nuestra propia existencia y conviene no ser muy declarativo sobre las vidas ajenas. No está claro hasta dónde esto lo comparten los numerosos expertos en lo que han de hacer los demás.
Sin embargo, asimismo puede irrumpir lo agradablemente inesperado. Y a veces, procurándonos espacios en los que respirar. La voluntad de dominar los acontecimientos nos procura grandes logros, pero asimismo nos impide crear condiciones para que suceda lo imprevisto que, para nuestra sorpresa, no siempre ha de ser negativo. En ocasiones, nuestra confianza radica exactamente en que podría ocurrir lo que no parece en principio previsible. No nos atrevemos ni a decírnoslo, ni siquiera a soñarlo, aunque silenciosamente se nos susurra su posibilidad, la de que algo vaya notablemente mejor. Esa esperanza, un tantocontra toda esperanza, nos alienta y nos sostiene, y no es preciso que sea muy explícitamente. A lo mejor…quién sabe…
Cuando hablamos de lo que va a pasar, no acostumbra a ser tan obvio distinguir entre lo que esperamos y lo que tememos. A su modo, delata lo que preferimos. Nos protegemos suponiendo que simplemente describimos, si bien estamos tan concernidos por ello, tan implicados en su suerte que, siquiera para poder enfrentarlo, necesitamos, presuponer que no nos irá mal. Y para preservar un mínimo de salud. Estar seguro de lo contrario es, en cierta medida, garantizarlo. Así que parece recomendable no destrozar la posibilidad antes de que pueda llegar a nacer. Para no defraudarnos, ni la esperamos. Que es una forma de decir que no luchamos por ella. En tal caso, queda claro el resultado. Es sencillo anticiparlo.
No es fácilmente comprensible que algunos estén tan seguros de lo que les aguarda. Ciertamente depende de condiciones, algunas claramente dadas, de circunstancias, a veces ya definidas, y de fuerzas, quizá ya debilitadas. Y hay quienes están en situaciones límite. Incluso en tales casos no es fácil zanjar de antemano lo que ocurrirá. Tenerlo en cuenta es decisivo para no certificar resignadamente su carácter irremediable. No es cuestión de engañarse, pero claudicar no es necesariamente una forma de sinceridad.
Reconocer que ningún saber antecede incontestablemente a lo que habrá de suceder es comprender que se trata de un saber precisamente porque sabe que no está justificado hacerlo. Cuando hasta Hegel afirma que “el espíritu adopta la forma del libre acaecer contingente”, nos protege de los visionarios que consideran que lo que ocurre se abriga en una actividad mental. Es preciso estar abiertos y atentos, cuidadosos y laboriosos, y muy especialmente sin presunción, por muy técnica o intelectualmente que se proponga. Quién sabe lo que ocurrirá no es solo una pregunta, es una convocatoria a intervenir en ello, sin limitarnos a temerlo.
Ángel Gabilondo, Quién sabe, El salto del Ángel, 06/01/2015 [blogs.elpais.com]