Este provocador título ("El yo neuroquímico") corresponde a un lúcido artículo de
Nikolas Rose en su libro
Políticas de la vida. Surge de una pregunta ¿ Qué ocurre cuando es el yo es el que se encuentra sujeto a transformaciones por parte de la tecnología médica, cuando la cognición, la emoción, la volición, el estado de ánimo se abren a la intervención ?
Los seres humanos siempre se han trabajado a sí mismos, para mejorarse. Esto no es nuevo, en cada época aparece de manera específica. Este trabajo tiene que ver, evidentemente, en la manera cómo los humanos nos vemos a nosotros mismos y cómo nos queremos ver. En la primera mitad del siglo XX y en las sociedades liberales avanzadas, los ciudadanos se veían a sí mismos desde una creencia psicologista: con un espacio interior profundo sobre el que trabajar. Manifestación de ello fueron la proliferación de terapias, de tests psicológicos, de literatura psicológica. Lo que se ha llamado el desarrollo progresivo de las técnicas "psi". Pero a partir de los años 60 va apareciendo otra tendencia, que es la de pasar de ciudadanos psicológicos a ciudadanos somáticos, es decir, biológicos. O dicho de otra manera, de un yo mental a un yo cerebral.
Durante la segunda mitad del siglo XX los psiquiatras han trazado las bases neurológicas y neuroquímicas de la vida mental y sobre este mapa se ha constituido el nuevo yo, que no es un yo mental sino un yo cerebral y un yo cerebral quiere decir un yo neuroquímico.
Los cerebros son órganos físicos con sustancias químicas y unas determinadas funciones. Existen drogas, como los psicofármacos, que pueden sustituir funciones cerebrales, estimularlas o inhibirlas. Hay sistemas modélicos experimentales para investigar: cerebros humanos, cultivos de células in vitro similares a las neuronas, cerebros animales... Hay también técnicas de investigación: ensayos químicos de fluidos corporales, electroencefalogramas, técnicas de imágenes cerebrales. Hay diagnósticos sobre trastornos de estados de ánimo, emociones, cognición o voluntad que pueden ser tratadas farmacológicamente. El régimen de verdad es la experimentación. El espacio mental no es ahora una caja negra de la que no podemos saber nada, como decían los conductistas, es que sencillamente la mente es el cerebro. Mejor dicho: lo que llamamos mente es el conjunto de actividades y procesos que realiza el cerebro.Los trastornos funcionales son, finalmente, trastornos orgánicos.
Pero existen los sujetos humanos y estos se definen cada vez más en función de su cerebro, no de su mente. La idea de mente se ve cada vez más como el último eslabón del alma perdida, algo que la ciencia acabará eliminando. Hay una nueva manera de ver lo que es la normalidad y la anormalidad humana y de cómo actuar para restablecer la primera. Las empresas faramacéuticas cada vez invierten más en conocer este mapa del cerebro y de sus funciones y en la localización de los trastornos. A partir de la tercera edición del DSM (
Diccionario psiquiátrico mundial, la biblia de los psiquiatras) los trastornos se definen a partir de un conjunto de síntomas que pueden ser tratados farmacológicamente. Los trastornos mentales son trastornos cerebrales y los trastornos cerebrales son trastornos moleculares. La esperanza es generar un sistema clasificatorio de diagnóstico que se base en estados cerebrales moleculares.
Pero todo este razonamiento científico y comercial debe conjugarse con el pensamiento neoliberal, que entiende que el sujeto debe y puede decidir lo que quiere, no está sometido a un destino biológico. Las investigaciones en epigenética plantean que ni tan solo la genética es determinista. Ya no se trata solamente de decidir qué tratamiento recibir para un trastorno sino también de identificar susceptibilidades genéticas en indidviduos asintomáticos.
Pero los psicofármacos juegan un papel ambivalente. Sirvieron en su momento para que los considerados enfermos mentales abandonasen los hospitales psiquiátricos y puedan vivir en comunidad. También se plantean cada vez más no en un sentido disicplinario normalizante sino como una manera de ajustar la propia conducta para ser capaz de conducirse en los circuitos cotidianos. De hecho cada vez se plantea que son los propios pacientes los que deben gestionar la administración farmacológica y estar informados sobre sus beneficios y efectos secundarios.
A mediados de los años 90 se da un cambio importante en el pensamiento y la práctica psiquiátrica. Se trata de un estilo de razonar que considera que todos los trastornos mentales pasan por el cerebro y su funcionamiento molecular, neuroquímico. Los elementos biográficos se tienen en cuenta pero entendiendo que sus efectos dependen de las características de cada cerebro. Se da un cambio en la consideración económica de los que padecen trastornos mentales. Si antes se les consideraba una carga social hoy se ve como una oportunidad para la inversión y el beneficio.Se teje aquí una gran alianza entre el gran capital farmacéutico, la salud pública y el reclamo para los accionistas privados.
Entramos en un estilo de razonar en el que se considera que los trastornos vienen de un mal funcionamiento del cerebro y que la solución pasa por los psicofármacos. Es un ejemplo de lo que
Deleuze llama el paso de las sociedades disicplinarias a las sociedades de control, que siempre juegan con la libertad de los sujetos. Es así como los sujetos se entienden a sí mismos como gestores de su salud mental a través de la conducción del propio cerebro. El ciudadano se siente obligado por su propia responsabilidad y la de sus descendientes, de monitorear, evaluar y administrar la propia vida biológica.
Rose insiste en que está describiendo más lo que está ocurriendo introduciendo su complejidad y sus matices que no en una crítica al proceso. La crítica, de todas maneras, debe hacerse. ¿Por dónde pasaría esta crítica? Me parece que en primer lugar elimina la subjetividad con toda su complejidad y la necesidad de entender la mente como algo diferente del cerebro porque tiene una lógica propia y en situar al cerebro en el conjunto de la corporalidad. En segundo lugar elimina las causas sociales y políticas de los trastornos, con un efecto claramente reaccionario. En tercer lugar transforma los conflictos y trastornos en algo construido desde los intereses del capital farmacéutico.
Luis Roca Jusmet,
El yo neuroquímico, Materiales para pensar, 04/01/2015