Joachim Murat |
Me cuesta imaginar lo que pudo haber pasado por la cabeza del presidente Harry Truman los primeros días de agosto de 1945 antes de la decisión de autorizar el lanzamiento de la bomba atómica de uranio Little Boy sobre Hiroshima, el día 6, y la bomba de plutonio Fat Man sobre Nagasaki, el día 9. Existe una enorme documentación sobre la decisión de lanzar las bombas (aquí) y no hay duda de que fueron muchos los actores e instituciones implicados en la deliberación. Pero la decisión, al final, la toma quien tiene el poder para hacerlo y lo hace sabiendo que es su responsabilidad hacerlo.
Cabría pensar que Truman tenía sus razones aunque uno discrepe de ellas. Con bastante repugnancia, hago un intento de reconstruir vagamente su posible razonamiento, al menos según lo que nos cuenta la historia más extendida: los americanos habían tenido más o menos un millón doscientas cincuenta mil bajas en la guerra, de las cuales un millón se habían producido desde 1944, incluyendo los desastres de Las Ardenas y de Okinawa. Era previsible, se argumentaba, que, a medida que el cerco al Japón central se estrechara, la curvade bajas siguiera su ascenso exponencial. El temor a una invasión directa sobre Japón estaba en un brazo de la balanza y en el otro el informe final del Proyecto Manhattan acerca del inmenso poder destructor de las dos formas de bomba que acababan de crear y probar en el desierto. Usar las bombas para doblegar la voluntad de resistir del enemigo era una tentación irresistible. Y no se resistió a ella a sabiendas de que implicaba la destrucción de dos ciudades. Al fin y al cabo se llevaba haciendo lo mismo sobre Alemania varios años. A grandes rasgos, esto es lo que uno imagina sobre los sucesos mentales en la cabeza de Truman para responderse seguidamente: "¡qué barbaridad!" (y si uno fuese un adicto a la Escuela de Frankfurt diría, además: "esto prueba que la lógica instrumental es culpable de los genocidios", o algo así).
Puede que los razonamientos discurrieran de este modo (también pudiera ser que no sean más que reconstrucciones a posteriori para justificar lo injustificable). Se tiende a creer en la inteligencia de los poderosos y se habla de la lógica del poder y de mecanismos y dispositivos (curiosamente este lenguaje, ha nacido para en los círculos de pensamiento crítico). Apreciaciones como estas dejan un cierto aroma a escondida admiración cuando no a miedo, y tal vez a una implícita comparación entre la supuesta implacable lógica de aquellos y el desbarajuste y debilidad propios. La realidad, sospecho, es que las grandes decisiones tienen mucha menos lógica de la que quieren mostrar. Hace años me interesó, intrigó y divirtió el libro del Norman F. Dixon, un militar británico retirado, Sobre la psicología de la incompetencia militar, en el que relata las abundantes irracionalidades de los jefes militares británicos que condujeron a desastres y matanzas en la historia reciente. Algunas de las que se han hecho pasar por grandes gestas, nos relata, son producto de prontos emocionales de borrachos, orgullosos, resentidos, o todas estas cosas cosas a la vez. Todo lo contrario a lo que uno imagina en un oficial que tiene que enviar a la muerte a sus soldados. Si se tiene la paciencia de leer los tan pormenorizados como descomunales libros sobre la Segunda Guerra Mundial de Anthony Beevor se extraerán parecidas conclusiones. Grandes batallas y operaciones lanzadas para competir con otros jefes, o planificadas con desprecio a los datos, decisiones que causaron cientos de miles de muertes, como si sacrificar vidas de amigos y enemigos fuese como jugar en una consola. Cito el caso militar porque usualmente se toma como ejemplo de competencia frente a la siempre criticada incompetencia de los políticos. Podría haber elegido igualmente las decisiones de los economistas, que creen de sí mismos ser paradigmas de racionalidad, pero mi indignación con ellos a causa de la crisis que sufrimos, debida en parte a una enorme dosis de estupidez de los señores de los mercados, me haría perder la distancia intelectual.
Aunque se cree en la inteligencia de los poderosos, a veces, de ciertos miembros de los círculos exquisitos, se dice son tontos y de inteligencia limitada (quizá dotados de una simple astucia aprendida en los pasillos del poder). De hecho, los chistes sobre la falta de inteligencia de los políticos nos invaden recurrentemente. Como ejemplo, en los periódicos americanos se hizo mofa copiosa de la falta de inteligencia de Bush (hijo), y se recontaban con sorna sus patochadas, su lenguaje tan peculiar abundante en tantas patadas a la gramática o sus alardes de incultura. Otro error. Creer que detrás de alguien irracional está un tonto. El psicólogo Keith Stanovich (The Psychology of Rational Thought) nos advierte que esta convicción tan generalizada suele estar equivocada, y lo hace precisamente con el ejemplo de Bush. En medio de las polémicas sobre su inteligencia se descubrió el dato de que su coeficiente de inteligencia, medido en su juventud, era bastante alto, sobre 120. No el de un genio, pero tampoco el de un tonto. Y sin embargo poca gente ha sido tan incompetente y desastrosa como el mentado presidente. ¿Cómo puede ser esto -se pregunta Stanovich? La respuesta es que tendemos a unir (y confundir) inteligencia y racionalidad.
Como muchos de mi edad, sufrí en la mi educación la adición de los directores del colegio a los "test" de inteligencia. Todos los cursos nos castigaban con varios, especialmente antes del innumerable número de reválidas de las que constaba el bachillerato que realicé. Nos decíamos que los resultados de los cuestionarios eran una especie de mano selectiva darwiniana que causaba cada curso un indeterminado número de bajas para incrementar la calidad de los estudiantes. No sé si algunos colegios privados mantienen este método, pero lo cierto es que otras muchas instituciones siguen practicando métodos de selección basados en los coeficientes de inteligencia. Estas prácticas son un error funesto, sobre todo cuando lo que que se necesita es gente para puestos de responsabilidad, donde lo que cuenta son las capacidades racionales. Sospecho que las sofisticadas técnicas de entrevista de los departamentos de personal siguen buscando inteligencia y olvidando la racionalidad.
Racionalidad e inteligencia se relacionan de maneras muy extrañas. No está nada claro que sean compañeras habituales. Por el contrario, en ciertos campos sociales donde se ha establecido una suerte de carrera por la inteligencia, y son campos casi siempre asociados al poder y al capital (político, social, económico o cultural), no es difícil encontrar como resultado una acumulación de inteligencia poco habitual en campos menos competitivos, pero lo que es casi seguro que vamos a encontrar es un colosal hacinamiento de gente irracional, estúpidos medio locos que pasean su hibris, insolencia y poderes por las salas y pasillos tomando las peores decisiones de todas las alternativas posibles, solo porque pueden hacerlo. No es imposible encontrar también, ciertamente, gente de enkrateia y fronesis, modesta, trabajadora y prudente. No es imposible encontrarla, es verdad, pero generalmente subordinada, sometida a acoso, olvidada en los oscuros lugares donde no se toman las decisiones.
Pese a los adictos admiradores del "poder del poder" (los miles de foucaultianos que proliferan por la academia y fuera de ella), el secreto del poder es su incompetencia e irracionalidad. Se cuenta del mariscal de campo Joachim Napoleón Murat que elegía a sus coroneles por la siguiente regla: "al inteligente trabajador, désele empleo en Estado Mayor. Al inteligente vago, désele mando en plaza. Al tonto trabajador, sin dudarlo, que se le fusile de inmediato". Esta parece haber sido la regla del poder desde tiempos inmemoriales. Pero a veces esta regla es tan ciega como la gente que selecciona: gente proclive al autoengaño permanente, al orgullo sin fin, a la inmodestia y a la prepotencia, sorda a los argumentos (mucho más racionales) de quienes consideran inferiores y, sobre todo, ciega a las demandas de la realidad y al sufrimiento de las víctimas de sus decisiones.
La incompetencia de los poderosos no se debe a su inteligencia. Vamos a concederles que la tienen. Se debe a su falta estructural de racionalidad. Y no es por casualidad sino porque la carrera del poder está organizada para que quienes suban por las escalerillas lo hagan impulsados por formas de juicio, decisión o acción que bordean sistemáticamente la sociopatía. Quizá tenga su lógica (en ciertos contextos lo más efectivo es comportarte como un loco), pero cuando miramos desde lejos el bosque del poder descubrimos con terror que está lleno de monstruos (o casi).
Fernando Broncano, Incompetencia y poder, El laberinto de la identidad, 11/01/2015