El cine ha cumplido, en la era moderna, el postulado de Platón acerca de que los individuos viven en una caverna y confunden sus sombras con la realidad: así, los espectadores primitivos de Lumière creían que el tren saldría de la pantalla y les arrollaría en la sala. Y hasta Woody Allen, cuando este malentendido metafísico estaba ya aclarado, jugueteó con esta confusión ontológica en La rosa púrpura del Cairo (1985), haciendo que su protagonista saliera literalmente de la pantalla. Y otros cineastas han jugueteado con el misterio metafísico del invisible fuera de campo, como les ocurre a los burgueses atrapados en una sala elegante en El ángel exterminador (1962), de Buñuel, mientras que los pasillos interminables que no conducen a ninguna parte de El año pasado en Marienbad (1961), de Alain Resnais, se erigen en una metáfora del extravío existencial.
De manera que el cine, incluso en sus géneros más populares y comerciales, ha coqueteado con los grandes sistemas filosóficos, sacando partido del legado de Spinoza, Kant, Hegel y Sartre. Nietzsche ha sido muy frecuentado en algunas películas de superhéroes, como en la saga protagonizada por Conan y su espada invencible. Y sin el existencialismo de Jean Paul Sartre no tendríamos las obras maestras sobre la angustia e incomunicación humana que propuso Michelangelo Antonioni en La noche (1961) y El eclipse (1962). Y sin los tormentos de Sören Kierkegaard no tendríamos las angustias del ser humano ante los enigmas de su naturaleza y del más allá que Ingmar Bergman planteó en los inquietantes claroscuros de El séptimo sello (1956), El silencio (1963) y Persona (1966).
Pero uno de los filones que más ha jugueteado con los enigmas filosóficos ha sido, obviamente, la ciencia ficción. 2001. Una odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick y con la inspiración del físico Arthur C. Clarke, se erigió en un apabullante tratado especulativo acerca del origen y del destino de la especie humana en el cosmos, de sus límites y de su cénit. En la era de los omnipotentes trucos digitales su eco en Interstellar (2014), de Christopher Nolan, no ha conseguido hacerle sombra. Mientras que la metafísica del combate entre el Bien y el Mal ha producido una copiosa saga iniciada con La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, pródiga en secuelas y precuelas, que habrían turbado al propio Henri Bergson, el filósofo del tiempo.
El cine fantacientífico moderno se ha erigido en un vehículo de parábolas que trascienden su anécdota argumental. Así, la saga de Alien, iniciada por Ridley Scott en 1979, materializó los demonios que acechan a la arrogancia humana en su expansión por el cosmos. Y el mismo director, en Blade Runner (1982), propuso una reflexión acerca de la identidad humana, susceptible de ser usurpada por unosreplicantes producidos en laboratorio, al punto de hacernos dudar de nuestra propia identidad.Por esas fechas el canadiense David Cronenberg fue capaz de dar forma física visible e inquietante a nuestros fantasmas interiores, en films como Scanners (1981) y Crash (1996). Este filón metafísico conoció un hito con la saga de Matrix (1999-2003), de los hermanos Wachowski, ariete de la moda cyberpunk que planteó la confusión entre realidad empírica y realidad virtual.
Esta confusión podría producirse también fuera del universo cyberpunk, gracias a las escenificaciones de la industria del espectáculo, como demostró el protagonista de El show de Truman (1998), de Peter Weir, atrapado sin saberlo en un espectáculo de la sociedad mediática, nueva versión perversa de la caverna platónica. El tema de las esencias y las apariencias daría mucho juego en el cine, a comenzar por los enigmas detectivescos. Pero un discípulo de Freud tan conspicuo como Woody Allen rindió homenaje a Pitágoras y a su teoría de la transmigración de las almas en Midnight in Paris (2011). De modo que las reflexiones de los filósofos se han colado de rondón, sin apenas darnos cuenta, en la industria cinematográfica.
Román Gubern, La filosofía tras la pantalla, El País, 20/01/2015