Paul Graham tiene un excelente artículo al respecto en el que habla de todo esto que les estoy contando y señala que los tabúes, blasfemias y herejías siempre han estado presentes en todas las épocas y lugares, lo que varía es su apariencia y la virulencia con la que se padecen en cada sociedad. Pero igual que el pez no es capaz de percibir que está rodeado de agua, cuando una idea o un valor está suficientemente establecido a nuestro alrededor a menudo no somos capaces de ver lo nocivo o erróneo que puede resultar. Nos falta perspectiva. Solo una vez que pasa de moda podemos verlo con claridad y sorprendernos por cómo algo tan absurdo fue tomado tan en serio por tanta gente. No obstante, hay excepciones y algunos sí son capaces de reconocer que algo rechina en el paisaje, por intensa que sea la propaganda o severo el castigo al disidente. Quizá porque han vivido en diferentes lugares, tienen la edad suficiente para haber conocido otras modas morales, han leído lo suficiente o simplemente cuentan con las gafas de Están vivos y a la manera de Montaigne pueden relativizar lo que ven: «como no tenemos otro criterio para distinguir la verdad y la razón más que los ejemplos que observamos y las opiniones y costumbres del país en que vivimos, para nosotros allí se encuentra la religión perfecta, el gobierno perfecto y el más perfecto e insuperable uso de las cosas».
¿Cuál debería ser en consecuencia el siguiente paso? Para no acabar prematuramente quemado en la hoguera que los fanáticos de turno hayan prendido, Graham aconseja trazar una línea entre lo que pensamos y lo que decimos —si no al final no nos atreveremos a pensar de forma totalmente libre—, escoger el auditorio ante el que sincerarse y abordar el problema de forma oblicua: bien amparándose en la defensa de valores superiores y abstractos (la libertad de expresión, por ejemplo) o bien recurriendo a las metáforas, tal como hizo Arthur Miller cuando fue acusado de comunista ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Para comprender el zeitgeist de esa época resulta muy interesante echar un vistazo a esos consejos sobre cómo detectar a algún comunista que pudiera estar infiltrado en nuestro entorno.
En ese contexto, cualquier intento de explicarse por parte de Miller estaba condenado de antemano, así que volcó sus esfuerzos en escribir la obra teatral El crisol, también conocida como Las brujas de Salem. Hay por cierto una versión en cine muy posterior, con Daniel Day-Lewis y Winona Ryder en la que él mismo participó en la adaptación del guión y que está bastante bien. La obra representaba unos hechos reales sucedidos en Massachusetts en 1692 en torno a una caza de brujas, muy frecuentes por Europa también por entonces, y la paranoia colectiva que se generó. Como tantas veces ocurre en estos casos, la mejor manera de evitar ser acusado es acusar a otros, de forma que las sospechas se expandieron a la manera de una epidemia imposible de contener, pues cuando alguien comienza a insinuar que ya se ha ido demasiado lejos e incluso cuestiona a jueces y acusadores, tal como hizo John Proctor, entonces él mismo pasa a ser sospechoso (y finalmente ahorcado, en su caso). En la obra vemos además de la ligereza con la que cualquiera podía ser acusado independientemente de cuáles sean sus convicciones y su forma de vida, el dilema moral de los señalados a la hora de señalar supuestos cómplices para salvarse. Que era, ni más ni menos, la situación ante la que se encontró Miller ante el mencionado comité cuando fue acusado por Elia Kazan, quien a su vez había sido señalado y terminó colaborando con sus inquisidores, no así Miller.
Así que Las brujas de Salem nos estaba hablando en realidad de algo que ocurría en el presente. Al utilizar ese recurso de remitirse a un contexto aparentemente lejano y distinto, podía describir la situación en la que estaba inmerso ante un público que entonces bajaba la guardia y estaría más predispuesto a escuchar sus razones. La caza de brujas del siglo XVII quedaba lejos, había pasado esa moda moral y todo el mundo estaba de acuerdo en que fue una locura, pero al trazar ese paralelismo nos mostraba que las apariencias pueden cambiar mucho pero las actitudes, las ideas de fondo, permanecen. De tal forma conseguía que el público tomase conciencia del macartismo, que ese no había pasado de moda y era por tanto más difícil de percibir, y socavaba el apoyo que recibía. Avanzar en diagonal es el camino más corto.
Algo parecido hizo George Orwell en Rebelión en la granja. Muy implicado en los debates políticos de su tiempo, si decía directamente que los comunistas le parecían unos cerdos, así a lo bruto, además de ser desterrado de la comunidad intelectual y literaria —homogéneamente izquierdista por entonces y aún incluso estalinista— apenas lograría eco con una observación tan poco sutil. El debate político está rebosante de adhesiones sentimentales y de pertenencia al grupo, de ese «yo ya no sé si soy de los nuestros» que confesó cierto político dubitativo en un acceso de sinceridad. Un constante nosotros contra ellos donde se niega credibilidad de raíz a aquello que se perciba como del enemigo e incluso llega a servir para reafirmarse en las propias posiciones. De forma que si planteaba una fábula en la que los cerdos lideran una rebelión contra el amo de la granja para terminar convirtiéndose ellos en dueños, igual o incluso más despóticos, la recepción del público sería distinta. Aparentemente ya no estaba hablando de política, nos situaba en un contexto lejano y distinto donde ya no tenemos una implicación emocional ni un posicionamiento blindado a cualquier argumento, y por tanto podríamos juzgarlo con más claridad. Además estas metáforas políticas trascienden la época en la que se idearon y no mueren con ella. Por eso hoy día siguen enseñándonos y aportándonos perspectiva sobre el momento actual Las brujas de Salem, Rebelión en la granja o también 1984, la siguiente novela que escribió Orwell. De nuevo se sitúa en un contexto muy diferente, aludiendo a un año por entonces muy lejano y a un contexto internacional puramente imaginario, aunque lo que realmente describía eran las prácticas de la Gestapo y de la NKVD, algo muy real y fresco en la memoria por entonces.
Pero hay un inconveniente. La capacidad del público para extrapolar es limitada. Los conocimientos o el pensamiento crítico que podamos tener en un ámbito a menudo no se nos ocurre aplicarlo a otro, como si nuestras vidas estuvieran formadas por compartimentos estancos. Por ello puede uno por ejemplo ser un reputado científico y al mismo tiempo mantener fuera de su especialidad las creencias más disparatadas, desde luego no faltan ejemplos de ello. De ahí que ciertos análisis semióticos sobre supuestos mensajes políticos en películas de Disney entren dentro de la magufería. Es muy difícil, por no decir imposible, que un niño adquiera aversión al comunismo porque el villano de Peter Pan tenga un garfio y ese garfio tenga un remoto parecido a la hoz de la bandera soviética. Si fueran capaces de asimilar mensajes tan sutiles la enseñanza en las escuelas sería bastante diferente…
Así que lo dicho hasta ahora me temo que no es una llave maestra para todas las situaciones o para todas las personas. Bastantes lectores de Orwell o Miller pudieron haber disfrutado de sus obras y a continuación defender sin inmutarse posturas que hubieran horrorizado a dichos autores. A veces puede resultar necesario ser explícito y señalar los mensajes a cañonazos… aunque eso implique también señalarse a uno mismo ante cañones nada metafóricos. Es muy significativo lo que cuenta Fernando Savater en sus memorias, tituladas Mira por dónde, sobre su experiencia a mediados de los ochenta cuando era profesor en la facultad de Zorroaga, en San Sebastián. Tras unos titubeos iniciales: «al principio, admito que no quise reconocer la gravedad atroz del síntoma (…) siempre misionero, ay, y miope para distinguir a mi alrededor a los antropófagos que calentaban la marmita en la que pensaban cocinarme… junto a tantos otros», poco a poco fue dándose cuenta de la limitación que supone irse por las ramas a la hora de convencer a sus alumnos de que no era moralmente aceptable asesinar guardias civiles:
En mi candor suponía yo que al frecuentar los grandes autores y familiarizarse con los más hondos debates del pensamiento, los jóvenes bárbaros —retoños del caserío y la parroquia— irían pasando de la guerrilla a la polémica, de la intransigencia xenófoba a la complejidad de identidades posmodernas. Así fue en ciertos casos, desde luego, pero en otros el barniz cultural no hizo más que sofisticar —es decir, agravar— la voluntad agresiva de discordia, dotando de coartadas aprendidas en Foucault o Badiou a la vieja estrategia de Caín.
Por ello su condena del terrorismo fue haciéndose cada vez más vehemente e inequívoca, en unos años en los que los atentados se sucedían cada semana. Lo primero que consiguió provocar fue sincera estupefacción, en esa época y entorno repudiar a ETA era ser el único que no llevaba un embudo en la cabeza y ser señalado entonces por los demás como un loco. Tras el asombro vino una creciente hostilidad hacia él en forma de extraños (vistos hoy en día) juicios populares en el salón de actos de la universidad y posteriormente llegaron los insultos, el hostigamiento, las amenazas… Pero también, pese a todo, supuso un ejemplo a seguir para que otros fueran quitándose también el embudo. Cuando servidor llegó a esa misma facultad de filosofía algunos años después ya había unos cuántos profesores que debían moverse a todas partes con escoltas: Mikel Azurmendi, Carlos Martínez Gorriarán, Aurelio Arteta, Mikel Iriondo… Decidieron no optar por esa prudencia que aconsejaba Paul Graham y no se limitaron a pensar algo, sino también a decirlo en voz alta. No conozco el caso de ninguna otra universidad en el mundo en el que se haya dado una situación semejante. Desde luego el precio a pagar fue muy alto, teniendo en cuenta además que no sabían cuántos años podían haber seguido así. Ahí tenemos a Roberto Saviano arrepintiéndose en cada entrevista por haber publicado aquel libro sobre la mafia italiana, Gomorra, de cuya sombra parece que ya no podrá liberarse nunca y, en fin, la historia de la filosofía tiene como gran hito fundacional a Sócrates, condenado a muerte por hablar de lo que no debía. ¿Mereció la pena decir lo que estaba prohibido? cada uno de ellos tendrá su particular respuesta que desconozco de lo que ha supuesto para sus vidas, pero para la sociedad de la que han formado parte sin duda alguna. Fue imprescindible y todos los demás estamos en deuda con ellos.
Pero vivimos en un mundo que está en un continuo proceso de cambio y mientras unos tabúes logran romperse con gran esfuerzo, otros mientras tanto van solidificándose. Lo que antes no podía ser dicho ahora es considerado normal e incluso cuesta imaginar que no haya sido siempre así. Y lo que hace unos años provocaba indiferencia ahora puede llegar a estar rigurosamente prohibido. Los tabúes, blasfemias y herejías no desaparecen, solo se transforman.
Javier Bilbao, Metáforas para hablar de lo que está prohibido, jotdown, 07/01/2015