"Toda vida es un proceso de demolición”, escribió
F. S. Fitzgerald. Según él, los golpes espectaculares que llegan desde fuera no son tan importantes en este proceso como las pequeñas y continuadas quiebras internas, que pasan inadvertidas durante mucho tiempo y que, cuando llegan a la luz, ya son irreversibles. Yo siempre había creído que estas afirmaciones se referían a las consecuencias individuales del crashde 1929. Pero últimamente he comprendido que también tratan de nosotros.
La primera noticia de que se avecinaba una “mutación epocal” la recibí yo de boca de John Lennon en su mantra de 1970: el sueño ha terminado. Se anunciaba entonces todo lo que ahora se ha convertido en titular de actualidad: la muerte del libro, el final de los partidos políticos, el ocaso del Estado nación, el crepúsculo de la Universidad, la muerte del hombre, la decadencia de la familia y un largo etcétera. Pero nadie se preocupó demasiado: era una más de las “modas intelectuales” que periódicamente animaban el ambiente cultural sin mayores consecuencias. Hubo que esperar a la década siguiente para que aquella moda intelectual se convirtiese en programa: el “giro conservador” liderado por Thatcher y Reagan puso en marcha las políticas de privatización y desregulación que tanto desorientaron a la socialdemocracia (poniéndola en el camino de la “tercera vía” que buscaba Tony Blair) y que, impulsadas por la caída de la URSS y el nuevo mapa de amigos y enemigos internacionales (ante todo, el terrorismo “yihadista”), cristalizaron en esa coyuntura difusa e inaprensible que dimos en llamar “globalización”.
España, que arrastra desde el siglo XVIII un retraso histórico bien documentado con respecto a “los países de su entorno”, se hallaba por entonces celebrando aún la derrota del fascismo, con una demora aproximada de 30 años. Que son más o menos los que hemos tenido que volver a esperar para que la noticia llegase definitivamente hasta nosotros, en mayo de 2010, cuando la crisis de la deuda soberana nos presentó a la señora Bancarrota en carne y hueso. Entonces se hicieron bruscamente visibles las señales de la demolición que habían pasado antes inadvertidas: la carne estaba putrefacta (porque más que carne era carné, bloc de contabilidad b o tarjeta opaca) y los huesos institucionales que la sostenían eran quebradizos como el cristal. Sin embargo, las quiebras internas habían comenzado mucho antes. Fueron rupturas aparentemente menores e inconexas, como la desaparición de los controles presupuestarios, la opacidad financiera de las organizaciones políticas y sindicales, las políticas fiscales no redistributivas, el sectarismo político-mediático, la promoción del nuevo estatuto catalán, la relajación de las potestades inspectoras y sancionadoras de la Administración, las reformas de la enseñanza secundaria y superior o de las cajas de ahorros, la política cultural descabellada, la liberalización del suelo inmobiliario y un etcétera también larguísimo en este caso. Pero su resultado concertado era una situación de ruina que fue de hecho anterior a la crisis, aunque sólo ella la hiciera patente. Algo se había roto por dentro antes de que llegasen los “grandes golpes” que vinieron de fuera. “Empecé a darme cuenta”, seguía escribiendo Fitzgerald, “de que durante años mi vida había sido un despilfarro de recursos que de hecho no poseía, que había estado hipotecándome física y espiritualmente hasta el cuello. ¿Qué pequeño don de vida se me devolvía a cambio de ello?”.
Lo que de esta manera se minó “desde dentro” en España fueron, ante todo, dos vínculos esenciales para la vertebración política. Por una parte, el vínculo de confianza entre generaciones que une el antes y el después en el tiempo, el que permite pasar del ayer al mañana sin tener que poner los contadores a cero cada cuatro años y sin que nadie vea peligrar sus posibilidades de futuro o su pensión de jubilación. Y, por otra parte, el vínculo de solidaridad entre los más afortunados y los más desfavorecidos, representado por una clase media cuyos hijos no tienen que emigrar para encontrar un trabajo digno y no temen por los servicios públicos, la educación o la sanidad. Cuando estos vínculos resultan gravemente dañados, desaparecen las condiciones para el ordinario juego político democrático entre la izquierda y la derecha, y el campo de batalla, instalado permanentemente en lo extraordinario, se divide según otras coordenadas transversales que expresan la ruptura social: lo de antes y lo de después (o sea, lo viejo y lo nuevo) y, como ahora se dice, los de arriba y los de abajo. En este escenario, todas las citas electorales se convierten en plebiscitarias, y no solamente las de Cataluña (en donde, como suele suceder, han llegado al futuro antes que el resto de España); los fabricantes de programas políticos ya no tienen que esforzarse mucho porque todo se reduce a un solo punto: la elección entre elitismo y populismo, o entre planes de pensiones privados y redes comunitarias de apoyo mutuo.
A los de antes se les conoce porque hablan insistentemente de “recuperación” (del pasado que les hizo jóvenes, de los privilegios que se resisten a abandonar): querrían dormir todavía un poco más, con la esperanza de recobrar el sueño y, con él, el tiempo perdido. Quieren rescatar la Constitución de 1978, aunque sea a costa de reformarla, olvidando que fueron ellos quienes virtualmente pusieron al Estado en proceso constituyente. Quieren hacernos creer que pueden frenar la caducidad de los libros con un tipo de IVA más suave, que pueden solucionar el descrédito de los partidos políticos con una página web de transparencia, que pueden salvar al Estado nación con unos toques de federalismo bien temperado o que gracias al humanismo del inefable Francisco y al retoque de la ley de interrupción del embarazo, el hombre y la familia superarán su mala racha. Me temo que ya es tarde para ellos: se les nota demasiado que sólo intentan pedirle al verdugo que espere un minuto más (al menos otras elecciones generales) para cortarles la cabeza, y el términoconsenso, que han convertido en una consigna propagandística y vacía, ya sólo suena en sus labios a reparto de prebendas en los consejos de administración de los bancos y de las grandes empresas y en las concejalías de urbanismo de los Ayuntamientos. La actualidad está del lado del disenso, la disrupción, el conflicto y no el contrato, de acuerdo con aquellas “modas intelectuales” que vaticinaron la “mutación epocal” después de 1968.
Los de después llevan en la frente el signo de la santa indignación: son los que ya no están dispuestos a encargar “otra ronda de lo mismo” (chiringuitos con bigotes, aeropuertos fabriles y ERE como el aire) y encuentran apasionante lo nuevo —el reclamo publicitario por excelencia—, no sólo “a pesar de que”, sino precisamente porque nadie tiene (ni en Cataluña ni en el resto del Estado) la menor idea de lo que pueda ser. Para ellos es aún demasiado pronto: esa es su ventaja, porque todavía no ha hecho más que empezarse a atisbar que el grito
power to the people esconde algo tan reviejo como aquella mesa petitoria que instaló Pepe Isbert en ¡Bienvenido, Míster Marshall! para que cada vecino escribiera su carta a los Reyes Magos, con la intención de buscar luego un “denominador común” (o, como le gustaba decir a Ernesto Laclau, un “significante flotante”) para que se enganche en ese banderín cuanta más gente, mejor, con la esperanza de hacer de la suma de intereses particulares un simulacro del interés general. Y en esto no están solos: todos los partidos políticos están preparando sus “flotadores” de salvamento para minimizar el anunciado naufragio electoral.
Sí, toda crisis es un proceso de demolición. La reflexión de
Fitzgerald se refería a aquel momento (la década de 1920, que señaló un punto máximo en la curva de la desigualdad social que hoy hemos vuelto a alcanzar) “cuando vi que lo improbable, lo no plausible, a menudo lo ‘imposible’, se hacía realidad”. Y recordaba al lector en qué consiste la verdadera vitalidad intelectual, esa que él estaba seguro de haber perdido: “Uno debería ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo”. Así sea.
José Luis Pardo,
Lo viejo y lo nuevo, El País, 11/02/2015