Richard Dawkins, en su precioso Escalando el monte improbable, nos propone un sugerente juego mental. Imaginemos un gigantesco museo en el que en cada vitrina aparecen cada uno de los seres vivos que ha producido la evolución en todas sus fases evolutivas. Tendríamos un pasillo en el que aparecería la evolución del caballo tal como la hemos mostrado en la imagen y así con cada especie existente. Pero Dawkins va más allá: supongamos que ese museo no solo están todas las especies existentes sino todas las posibles. Centrémonos en el Hyracotherium, el hipotético ancestro de los caballos actuales. Su posición en el museo sería algo así como un nodo del que saldrían infinitos pasillos en función de todas las posibilidades de evolución de esa especie. Inmediatamente a su lado aparecería otro hyracotherium un poquito más grande, mientras que, igualmente al lado pero en la dirección contraria aparecería otro un poquito más pequeño. En otra, por ejemplo, uno con un pelaje más grueso, otro con los dientes más pequeños, otro con las patas algo más largas, y así sucesivamente hasta agotar todas las formas posibles hacia las que podría haber evolucionado. Siguiendo el mismo patrón, rodeando a cada uno de los especímenes inmediatamente adyacentes surgirían nuevos pasillos en donde se incluirían todas las posibles direcciones evolutivas. Nótese que, dada esta arquitectura imaginaria, de cualquier dirección que sigamos llegaremos, al final, a todas las especies posibles. De toda esa infinita e intrincada red de galerías, solo una sería la que ha llevado del Hyracotherium al actual Equus.
Esta imagen de los famosos pinzones de Darwin ilustraría muy bien uno de los nodos del museo con respecto a una característica. De un ancestro común, tenemos un montón de formas de pico posible. A estos catorce tipos de pinzones que realmente existen, habría que añadir todos los demás tipos posibles añadiendo, además, todas las características del pájaro a parte de la forma del pico: tamaño de todas y cada una de las partes de su cuerpo, forma y color de las plumas, de los ojos, de las patas, por no hablar de factores internos: todas las características de sus órganos. Se nos antoja así un museo increíblemente grande, imposible de imaginar y, huelga decir, imposible de construir ni siquiera a nivel informático.
¿De qué depende que, entre todos los caminos posibles, la evolución del caballo siguiera el que realmente siguió? En primer lugar, de la selección natural. De toda la cantidad de formas intermedias de caballos, solo unas pocas (muy pocas) sobrevivieron. Por ejemplificar solamente tres factores, los caballos que crecieron en tamaño, simplificaron la estructura osea de sus patas y aumentaron el tamaño de sus molares, sobrevivieron. Todas las demás formas que se ensayaron, sucumbieron en el intento. Pero, en segundo lugar, el camino que puede seguir una especie está determinado por la cantidad de variaciones posibles que puede sufrir o, lo que es lo mismo, por las posibilidades de mutación (por mor de la argumentación, seguimos aquí un esquema puramente mutacionista, ignorando otros factores como la epigenética o la transmisión horizontal de genes). La importante cuestión que surge aquí es establecer los límites de variación morfológica que el mundo de todas las mutaciones posibles puede generar. Por poner un ejemplo estúpido: es evidente que no va a nacer un caballo cuya mutación le haga tener ruedas o un motor de explosión. ¿Qué características puede crear una mutación? La primera restricción estará en las leyes de la física y de la química orgánica. Después estarían las de la propia estructura del ADN (¿tiene alguna limitación la cantidad o el tipo de instrucciones que puede dar?) y la de los aminoácidos o proteínas resultantes. Sabemos que el papel fundamental de los genes es codificar proteínas y también sabemos el enorme poder de combinación de los aminoácidos para generar una impresionante gama de proteínas diferentes. ¿Cuál es el límite de lo que las proteínas pueden hacer? Una explosión combinatoria nos prohíbe responder a esta cuestión.
Por otro lado estarían las restricciones propias del ambiente (existe una ardua polémica entre los que defienden la mayor importancia de las mutaciones contra los que dicen lo mismo del ambiente, entre genetistas y ambientalistas). Si nos limitamos al entorno terrestre tenemos una serie de materiales y condiciones climáticas que constriñen y dirigen la evolución (en términos de Jackes Monod, la mutación es el campo del azar, mientras que la del ambiente es el de la necesidad). Por ejemplo, tenemos una gravedad determinada que influye decisivamente en los posibles sistemas de locomoción. El rango de temperaturas también es vital. En un planeta con unas temperaturas medias de 250 grados centígrados, la fauna y la flora serían bastante diferentes a las del nuestro (si es que pudiese haber vida allí, aunque ya sabemos de las bacterias extremófilas). Y también habría que incluir las relaciones entre los distintos individuos y entre diferentes especies. Tenemos depredación, comensalismo, parasitismo, simbiosis, etc., relaciones que definen que individuos sobrevivirán o no. Los factores ambientales que intervienen en la evolución son tantos que hacen imposible la simulación evolutiva computerizada con un grado de realismo aceptable. En la actualidad, tenemos que limitarnos a simular solo aspectos muy concretos y restringidos de la evolución, “micromundos biológicos”. A la hora de predecir futuras mutaciones estamos casi tan ciegos como en la época del mismo Darwin. Es por ello que algunos argumentan que la teoría de la evolución, en un sentido muy restrictivo, no es una verdadera teoría científica. Si definimos una ciencia por su capacidad de hacer leyes con poder predictivo, la teoría de la evolución está lejísimos de la física. Se suele hablar más de ella como una teoría descriptiva, más similar a la historia que a las demás ciencias naturales. A mi juicio, el debate sobre la naturaleza de la teoría es poco interesante. No me importa que la biología se dedique más a la descripción de sistemas vivos que a crear leyes fundamentales. Su validez como conocimiento me parece fuera de toda dudas y su importancia dentro del marco del saber es fundamental, de modo que es una trivialidad discutir acerca de su estatus científico.
El tema central aquí sería la discusión acerca de la capacidad creativa de la evolución. A pesar de que el estado del arte sobre este tema no permita hacer hipótesis razonables, sí que da para especular e imaginar. No deja de resultarme maravilloso pensar que, si la vida tiene tan solo unos 3.800 millones de años y ha conseguido la inagotable diversidad del mundo vivo que observamos en el presente, ¿qué generará, pongamos, cuando tenga otros 3.800 millones de años más? El mismo ser humano, del que nos maravillamos por su poderoso ingenio, ¿cómo será pasado este tiempo? Me gusta creer que la evolución generará para entonces cualidades mucho mejores que la misma inteligencia que ahora poseemos; sin olvidar, claro está, los mismos cambios que el hombre introduzca en sí mismo mediante ingeniería genética. Parece casi evidente que, en ausencia de grandes cataclismos, dentro de 3.800 millones de año, el hombre no existirá y, esperemos, no porque se extinga, sino porque cambiará, seguramente muchas veces, hacia nuevas especies. Si, por hacer un cálculo tonto, de los primates al homo sapiens hay unos seis millones de años, en 3.800 millones de años, y suponiendo injustificadamente que la evolución mantuviese la misma velocidad y dirección de cambio, nuestra especie haría 633 veces ese recorrido… Si hay una distancia de seis millones de años entre la inteligencia del primate y la nuestra, ¿qué significará aumentar esa distancia 633 veces? O dicho de otro modo, ¿en que consistirá ser 632 veces, en unidades de distancia evolutiva primate-sapiens, más inteligente que un hombre actual? Otro cálculo poco ortodoxo desde otra perspectiva: supongamos que el efecto Flynn supusiera una mejora continua y constante de nuestro cociente intelectual en 3 puntos cada 10 años (premisa de por sí totalmente falsa). En 3.800 millones de años nuestro CI aumentaría 1.140 millones de puntos. Si la media actual de CI ronda los 100 puntos, ¡nuestro CI futuro sería de 1.140.000.100!
Con estos cálculos un tanto absurdos quiero mostrar al lector una de las dificultades con las que los críticos de la evolución se encuentran constantemente: no sabemos pensar bien con números muy grandes y, el tiempo biológico es una cifra muy, muy grande, tanto, como para dar lugar a cosas tan complejas como el cerebro humano sin un diseño premeditado. Y, del mismo modo, para generar, con total certeza, cosas inimaginablemente más espectaculares que éste, si tenemos el tiempo suficiente.
Santiago Sánchez-Migallón Jimenez, El museo de los diseños posibles, La máquina de von Neumann, 11/02/2015