Quizá no se trate de eso y la incertidumbre y la perplejidad se correspondan con lacomplejidad de lo que pretendemos tener claro. Tal vez, eso que nos resulta enrevesado, o lo que vemos incluso turbio, es sencillamente así. Tendemos a pensar que es porque se nos ofrece alterado, emboscado, pero cabría suceder que lo que encontramos brumoso simplemente lo sea. No es cosa de hacer de tamaño planteamiento una excusa para la permanente difuminación o esfumación de la claridad, pero tampoco conviene mantenernos en la ingenuidad de que pensar lo que ocurre es siempre y solo aclararlo.
Y en este terreno se desenvuelven las decisiones que constituyen nuestra existencia. Aguardar a que todo se presente claro y sin fisuras para actuar es un pretexto para no hacerlo. No es cosa de animar a la desaforada y desconsiderada actividad, o a la falta de reflexión o de análisis, pero asimismo el absoluto e incontestable asentamiento en la seguridad, como condición para la acción, puede ser un subterfugio para liberarse de ella. Y la cuestión es desenvolverse en la línea que no confunde esta voluntad de tener las cosas claras, como se dice, con precipitarse a liquidar su complejidad con cualquier posición simplista, que entenderíamos como clarificadora.
Merecen reconocimiento quienes tratan de dilucidar y nos ayudan a hacerlo. Precisamente por ello la vida es el permanente proceso de aprender a elegir, y a hacerlo argumentada y justificadamente en contextos no siempre ya perfilados. De ahí que la transparencia haya de ser asimismo la de los motivos de las acciones. Solo así la comunicación que alienta nuestras relaciones se sostiene en la tarea conjunta de ofrecer la máxima claridad, conscientes a su vez de que ello no elude las complicaciones de cada situación, ni ha de ser una coartada para la parálisis.
Nuestra propia vida presenta para cada uno de nosotros resistencias a la total claridad. No precisamente por fingimiento, ni por falta de voluntad o de decisión, ni siquiera por una necesidad de sobrevivir a la aceptación de los errores que siempre, de una u otra forma, todos cometemos. Somos también lo que hacemos, o podríamos hacer o haber hecho, mejor. Ni siquiera la existencia individual se nos ofrece con radiante luminosidad. Algo, y a veces no poco, se hurta a la absoluta apropiación y comprensión propias. De ahí que, salvo arrogancias un tanto ignorantes, no acabamos de sabernos y de tenernos nunca del todo. Y no siempre por falta de sinceridad o de carácter. Ello no impide que lo persigamos, o que lo necesitemos, o que nos sintamos convocados a decirnos lo más claramente posible lo que entendemos como las verdades de nuestra existencia. Aún así, ni la máxima luminosidad, ni siquiera una iluminación, podrían disipar las sombras que forman parte de la acción de la mejor luz.
Y en ese terreno se desenvuelve la existencia de cada quien. La permanente búsqueda de la máxima claridad podría incluso toparse con esa luminosidad que, por exceso, impide ver a los liberados de la caverna de Platón, al carecer de esa impenetrabilidad y resistencia de los cuerpos y de los objetos imprescindible para ser vistos. Mientras tanto, perseguimos con buenas razones la máxima trasparencia.
Por otra parte, lo que denominamos los hechos y su carácter irrefutable alcanza diversos niveles según su carácter incontestable. Precisamente por ello no solo requieren visión sino reflexión y consideración, y un relato, siquiera mínimo, una comprensión. Es ahí donde el juicio adecuado y ajustado ofrece el mejor enfoque de los mismos. Y donde, incluso para lograrlo, precisamos no ya unos ojos prestados, sino una mirada compartida, a la que a su vez se accede por deliberación y a través de una decisión.
Tal vez ello explique por qué la transparencia exige asimismo una tarea colectiva, que es la que permite participar, elegir y decidir, que es lo que propicia ver, y no tanto la presupuesta luminosidad de la existencia. No se trata solo de hacer algo visible, es cuestión de lograr ser capaz, de ser capaces, de ver.
No es cuestión, sin embargo, únicamente de asistir al espectáculo de lo que, por fin, ya se deja ver. Ni de limitarnos a explicarlo o, en su caso, a enjuiciarlo críticamente. La verdadera consideración implica una consistente intervención. Y hasta tal punto, que solo con ella la contemplación no se reduce a pasiva asistencia a lo sucedido.
La participación logra sus más fructíferos efectos cuando aborda no solo los hechos, sino que atiende a las condiciones de posibilidad de que se produzcan. Así, el ver no se limita a lo visto, sino que enfrenta lo que hace que venga a suceder. La tarea no es, por tanto, la titánica labor de un visionario, sino la realizada conjuntamente, con firme determinación, para que la claridad no sea una aparición sino el logro de una tarea minuciosa y pormenorizada, unaresolución común y compartida. Lograrla, en medio de tantas dificultades, supone asimismo la puesta en marcha de un proceso decidido para abordar las causas que la impiden, desde la constatación de que no todo es por sí mismo pura luminosidad. Pues, precisamente por ello.
Ángel Gabilondo, La claridad, El salto del Ángel, 17/02/2015