Cuenta Hemingway en
El viejo y el mar la historia de un anciano pescador que tras hacerse con un pez tan grande como su barca, que lo redime de sus fracasos y colma sus deseos, solo logra alcanzar el puerto con su esqueleto, ya que durante el camino de regreso los tiburones lo van devorando poco a poco. Algo así ocurre cuando uno trata de acarrear un sueño importante a la vigilia: que apenas logra llegar a la playa con su chasis. Aquello que mientras dormías parecía tan agudo, tan carnal, tan denso, ahora, mientras te afeitas, ha perdido gran parte de su sustancia. Y continúa perdiéndola mientras te peinas, mientras desayunas, mientras vas y vuelves de comprar el periódico. A media mañana, el sueño es una osamenta de la que cuelgan algunos jirones de piel, quizá algún pedazo de carne o de intestino, nada en fin rescatable para la vida. Uno sigue aferrado a la importancia del sueño, pero sabe que es irrecuperable. Al caer la noche, lo que queda de él es puro humo.
Los materiales procedentes de la vigilia, en cambio, llegan intactos al mundo de los sueños. Más que intactos: rodeados de un halo que añade a su existencia física una carga de orden metafísico. Un móvil onírico no es un mero aparato. Cuando lo manipulas y te equivocas una y otra vez de número y no logras telefonear a casa para pedir socorro, el artefacto, sin dejar de ser lo que es, adquiere la calidad de un símbolo. Y cuando te lo guardas, desanimado, en el bolsillo porque se le ha acabado la batería y miras desesperadamente alrededor buscando a un conocido que te deje el suyo, sabes que no solo le estás pidiendo que te preste un teléfono. La realidad aguanta mejor dentro de los sueños que los sueños dentro de la realidad. Pero ni idea de por qué.
Juan José Millás,
¿Por qué?, El País, 20/02/2015