¿Hemos de perseguir la razón a expensas de la emoción? O dicho de otro modo: ¿nuestra figura a imitar es Spock, el ultrarracionalista personaje de Star Trek, o debemos fijarnos un poco más en Homer Simpson?
No me refiero a cómo debemos conducirnos por la vida; ahí cada uno tiene su propia receta y no aspiro a ofrecer fórmulas universales a lo Coelho. Esta dicotomía razón versus emoción se refiere a lo tocante a la gestión de los nuevos conocimientos, a las políticas que deben envolver su aplicación, del medio por el que transita la misma ciencia, epítome de lo objetivo, lo frío, lo desapasionado; y también de nuestro sistema ético.
Históricamente, esta dicotomía la han representado franceses y británicos. Mientras que la Ilustración francesa propugnaba que los individuos autónomos establecieran contratos sociales para su beneficio mutuo, los británicos subrayaban que los individuos nacen con un sentido social que actúa por debajo del nivel de consciencia. Es decir, los británicos consideraban que la moralidad procede de sentimientos inconscientes, no de deducciones lógicas derivadas de leyes abstractas. Tal y como lo expresa David Brooks en El animal social: “Mientras los franceses tendían a considerar la sociedad y sus instituciones como máquinas que había que desmontar y volver a montar, los británicos solían verlas como organismos, redes infinitamente complejas de relaciones vivas. A su juicio, a menudo es un error descomponer un problema en elementos separados porque la verdad radica en la naturaleza de las conexiones entre las cosas que se estudian. El contexto es crucial. Hay que desconfiar de universales abstractos”.
Obviamente, esta idea se puede aplicar básicamente a los aspectos en los que influyen muchas variables de las que no tenemos constancia, como en todas las ciencias sociales, en la política, en la economía, etcétera. Las ciencias naturales sí que se pueden reducir a elementos más pequeños y estudiarse como si se desmontara el motor de un coche. Pero la mayoría de las cosas que nos rodean no funcionan así, y mucho menos nuestras relaciones personales, cómo nos involucramos en diferentes asuntos, cómo formamos nuestras ideas y en qué cimentamos nuestra moral.
La ciencia, el conocimiento más objetivo posible, nos puede servir de guía, nos permite formarnos opiniones más consistentes pero, finalmente, a la hora de decidir, habrá una parte emocional inherente. Por ejemplo, ¿en qué momento el aborto deja de ser aceptable?, ¿a las seis semanas?, ¿antes del momento de la concepción?, ¿después?, ¿antes de que se forme totalmente el sistema nervioso? Cualquier respuesta informada debe tener en cuenta lo que sabemos sobre biología y embriología, pero finalmente la respuesta es arbitraria en cierto modo. Depende del contexto moral. Depende del pulso emocional del país y de sus ciudadanos a título individual.
Un contexto, el moral, que suele ser basculante. La historia intelectual de las ideas fluctúa entre períodos racionalistas y románticos, o tal y como lo expresó Alfred North Whitehead, entre épocas ingenuas y épocas atolondradas. Los ingenuos son los racionalistas que pretenden reducir la conducta humana a modelos matemáticos (al menos hasta que encontremos modelos más completos). Los atolondrados prefieren iluminar el camino mediante intuiciones y pálpitos más o menos certeros pero que, en suma, nos resultan más reconfortantes. La buena senda no puede escorarse demasiado ni hacia un lado ni hacia el otro.
Con todo, la ciencia cognitiva del último cuarto de siglo cada vez arroja más pruebas de que la visión de la Ilustración británica sobre la naturaleza está mejor enfocada que la de su homónima francesa. Los franceses nos consideraban animales racionales, diferenciados de los otros animales; los británicos nos consideraban animales sociales.
A fin de cuentas, un planteamiento estrictamente racional sobre cómo conducir nuestra existencia no ofrece demasiadas alternativas: o nos ponemos desde ya a esclarecer cómo funciona todo en aras de, quizá, descubrir qué hacemos aquí y qué decisión al respecto resulta más coherente, o nos suicidamos (o no hacemos nada más porque, a fin de cuentas, el Sistema Solar tiene los días contados, si no se acaba antes la Tierra, y más tarde le tocará el turno a nuestra galaxia, y luego al propio universo, finito de necesidad).
Para explorar esta extraña idea os recomiendo la lectura de la novela Las naves del tiempo, de Stephen Baxter, la segunda parte apócrifa de La máquina del tiempo, de H. G. Wells. En ella, el protagonista viaja a un futuro remoto en el que la sociedad se ha dividido en dos: los que buscan la razón de todo, persiguiendo el punto Omega con toda la energía posible (los morlocks) y los que deciden entregarse al hedonismo, la inconsciencia, hasta que el universo se acabe (los elois). A cuál de los dos bandos decide unirse el protagonista no os lo revelaré, pero su reacción nos recordará cuánta razón tenían los británicos: somos una mezcla de Spock y Homer Simpson, y pensar demasiado de una u otra forma al final acaba por enloquecernos.
Sergio Parra, Los racionalistas franceses versus los sentimentales británicos, la columnata, 07/07/2014