Copèrnic |
Nicolás Copérnico expuso su modelo heliocéntrico en De revolutionibus orbium coelestium, aparecido en 1543. A finales de la centuria, se conoció una novedosa técnica que incrementaba el tamaño de los objetos observados a través de una serie de objetivos. Galileo Galilei, con su telescopio manufacturado, contempló lunas de Júpiter y fases de Venus, convenciéndose de que Copérnico tenía razón. Johannes Kepler avanzó un paso más y estableció que las órbitas de los planetas, la Tierra incluida, no trazaban círculos perfectos, sino elipses excéntricas, poniendo en cuestión la idea de un universo racional. En 1687, Isaac Newton publicó sus monumentales Philosophiae naturalis principia mathematica, que establecían las leyes de la gravitación y de la mecánica, con la inclusión de los conceptos de inercia, momento, fuerza y aceleración. Newton se percató de que la atracción entre los cuerpos podía describirse a través de una fuerza que aumentaba con la masa y disminuía con el inverso del cuadrado de la distancia. A partir de esa hipótesis derivó la prueba matemática de las leyes empíricas de Kepler. Demostró que las reglas que gobiernan los planetas emergen de la física fundamental.
Con anterioridad, en 1674, Anthony van Leeuwenhoek fabricó el primer microscopio y lo aplicó a una gota de agua de un lago cercano. Descubrió un mundo desconocido hasta entonces y habitado por extrañas figuras espirales y enroscadas, manchas animadas, seres acampanados con sutiles colas, que iban, venían, giraban y nadaban con absoluta despreocupación de la mirada ajena. En sus reiteradas observaciones descubrió miles de animálculos que nadaban en repulsivos océanos en miniatura, un submundo microbiano que representa el grueso de la vida sobre el planeta.
El principio copernicano tuvo un precedente en Aristarco de Samos, que vivió en el siglo III a.C. También él propuso que la Tierra giraba alrededor del Sol. Era una idea extraña en aquellos tiempos. Los recuerdos, fragmentarios, que nos han llegado de su obra se refieren a los argumentos geométricos esgrimidos para defender que el Sol era notablemente mayor que la Tierra. De ahí dedujo que el astro residía en el centro del universo conocido y que las estrellas se encontraban sumamente distantes. Para ello necesitaba entender el fenómeno de la paralaje (desplazamiento aparente de un objeto distante, con respecto a un fondo mucho más alejado, cuando lo contemplamos desde dos posiciones diferentes). Cuanto más alejados se hallen los objetos, menor será el desplazamiento aparente.
Con anterioridad, Aristóteles había despreciado ya la posibilidad de que las estrellas se hallaran más lejanas que los planetas, apelando a la falta de paralaje. El argumento de Aristóteles se basaba en la razón y en el sentido común. Creía que, si no podía observarse paralaje en las estrellas, si no existía desplazamiento relativo mutuo, deberían encontrarse fijas en alguna capa del firmamento que nos rodea. La cosmología de Aristóteles constaba de unas 55 esferas concéntricas, cristalinas y transparentes en torno a la Tierra que posibilitaban la acción y el movimiento de los planetas. En este universo geocéntrico, estrellas y planetas giraban a nuestro alrededor. Mas, a diferencia de las estrellas, los planetas se movían de una manera complicada. Estos movimientos singulares constituían una pieza importante del rompecabezas que Aristarco y, más tarde, Copérnico se aprestaron a solucionar, destronando a la Tierra. La palabra planeta, de origen griego, significa «estrella errante». Los planetas brillan al reflejar la luz y parecen moverse en relación a las estrellas; a veces vuelven hacia atrás, en movimiento retrógrado, formando una suerte de bucles. Modifican su brillo e incluso velocidad aparente en diferentes tiempos.
Apolonio de Pérgamo, en el siglo II a.C., aportó una primera solución al problema planetario, explicación que incluyó más tarde Claudio Ptolomeo, cuyo Almagesto se convertiría en texto canónico sobre cosmología a lo largo de 1400 años. En el sistema ptolemaico la Tierra se halla estacionaria y ocupa el centro del cosmos. En dirección hacia el exterior se encuentran la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y las estrellas fijas. Todos seguían trayectorias circulares. Para conjugar esos movimientos con los movimientos erráticos que aparecían en el firmamento, Ptolomeo añadió un conjunto de movimientos adicionales: deferentes y epiciclos.
Copérnico había recibido una cuidadosa formación en matemática y astronomía en su Polonia natal. Prosiguió sus estudios en Italia, donde se interesó en las desviaciones de la Luna y los planetas respecto del sistema ptolomaico. A comienzos de 1500 esbozó lo que más tarde sería su modelo heliocéntrico: el Commentariolus, que no se publicó en vida del autor, aunque circularon varias copias del original. Para Copérnico, la distancia de la Tierra al Sol es imperceptible si la comparamos con la distancia a las estrellas, por lo que no se observa paralaje en las estrellas; la rotación de la Tierra explica la aparente rotación diaria del Sol y las estrellas fijas a través del firmamento; las variaciones anuales del movimiento celeste del Sol están, en realidad, causadas por la revolución de la Tierra alrededor del Sol; el movimiento retrógrado que observamos para los planetas se halla causado por el movimiento de la Tierra. Y agrega en el Commentariolus: «Basta el movimiento de la Tierra para explicar las irregularidades de los cielos». Tras la edición del De revolutionibus menudearon las voces críticas contra la tesis ptolemaica, no siempre relacionadas con Copérnico. Así, Giordano Bruno, que nació en 1548, defendió no solo el heliocentrismo, sino también la idea de un universo realmente infinito, del que el Sol era una estrella más. Abogaba por un número ilimitado de mundos habitados.
Por las mismas fechas, Tycho Brahe daba pasos importantes en la observación astronómica. Sin telescopios, aunque con ingeniosos aparatos de medición, con nuevas versiones de cuadrantes, sextantes y esferas armilares midió ángulos, posiciones y sistemas de coordenadas. Cierta noche de 1572, descubrió una nueva estrella en el firmamento. No había estado allí las noches precedentes, por lo que dedujo que el universo no era inmutable, sino que podía cambiar. Se supone que lo que Tycho observó fue una supernova, una explosión espectacular de una enana blanca, a unos 8000 años luz del sistema solar. Brahe contó con la ayuda de Johannes Kepler en las tabulaciones de las posiciones y variaciones de los cuerpos celestes. Por su propia cuenta este publicó Astronomia nova, donde presentaba sus dos primeras leyes del movimiento planetario: la trayectoria de cada planeta dibuja una elipse con un foco en el Sol y el radio vector que une un planeta y el Sol barre áreas iguales en tiempos iguales. El año en que murió Galileo, 1642, nació Newton.
Para Newton, la belleza explicativa de la física del movimiento planetario constituía una prueba de la divinidad suprema, que mantenía las trayectorias de los planetas en una danza perfecta cronométrica. Para otros pensadores del siglo siguiente, como Pierre-Simon Laplace, ello significaba justamente lo contrario. No se necesitaba ninguna mano guiadora, ni trayectorias o configuraciones preordenadas en un universo copernicano; bastaban las leyes físicas innatas para determinar dónde y cuándo un objeto se hallaría a sí mismo. Armado con esas leyes, y con un conocimiento cabal de todos los lugares y movimientos de todos los cuerpos en un momento dado, Laplace confiaba desentrañar el pasado y el futuro. Tras las huellas de Newton, Christiaan Huygens se manifestó a favor de la posibilidad de vida extraterrestre un poco antes de su fallecimiento en 1695. Huygens estaba convencido de la existencia de pluralidad de mundos. Se imaginaba múltiples lugares hospitalarios de agua y vida abundante, que él decía inferir de sus observaciones telescópicas. El fenómeno de la vida se le antojaba inevitable en otros planetas.
A finales del siglo XIX se comenzó a tomar conciencia de la inmensidad del universo. Se aceptaba que las estrellas se encontraban a distancias enormes. Se habían descubierto nuevos planetas (Urano y Neptuno). A través de los espectros de luz, empezó a revelarse la composición elemental de objetos extraterrestres. Así se descubrió cierta especie atómica en el Sol, el helio. Pero persistían sin respuesta otras cuestiones fundamentales: ¿era infinito en espacio y tiempo el universo? ¿Era la Vía Láctea el universo entero o habría más galaxias, como quizás esas nebulosidades que conformaban Andrómeda? En una eclosión sin precedentes de descubrimientos e invención, en las tres primeras décadas del siglo XX se produjo también una cascada de revoluciones científicas: la teoría de la relatividad de Albert Einstein, la medición de la verdadera escala del cosmos y la naturaleza de las galaxias y el desarrollo de la mecánica cuántica. Las visiones radicales de la naturaleza resultantes abordaban propiedades interrelacionadas que iban de lo macroscópico a lo microscópico.
El modelo heliocéntrico copernicano implicaba que el universo semejaba el mismo, cualquiera que fuera el planeta desde donde lo contempláramos. Podía generalizarse y proclamar que el universo parecería el mismo desde cualquier punto donde nos halláramos, desde nuestro sistema solar o desde otro, desde nuestra galaxia o desde otra. Eso afirma el principio cosmológico, que dicta que el universo es homogéneo e isótropo, esto es, presenta la misma distribución básica de materia y energía. El principio cosmológico constituye una aplicación particular del principio copernicano general aplicado a la cosmología. Hasta la fecha, el principio cosmológico es coherente con la observación astronómica. Una versión rígida de ese principio, denominada principio cosmológico fuerte, sostiene que el universo parecería también el mismo en cualquier momento de su historia pasada o de su futuro.
La primera vez que se puso en conexión el principio cosmológico con el principio copernicano fue a comienzos de los años cincuenta del siglo XX, cuando Hermann Bondi empleó la expresión principio cosmológico copernicano en su exposición de un modelo cosmológico, hoy rechazado, que se conoce por teoría del estado estacionario. La teoría del estado estacionario proponía que el universo era eterno, sin principio ni fin. Bondi defendía que el universo aparecía él mismo en cualquier dirección que mirásemos y para cualquier observador de cualquier tiempo. La prueba final y definitiva de que el universo tenía una edad finita llegó en 1965 con el descubrimiento de la radiación cósmica del fondo de microondas, fotones que se generaron en el cosmos joven.
Los cosmólogos se percataron de la existencia de sorprendentes coincidencias en el valor de constantes físicas fundamentales. Algunas combinaciones de esos números producían unas relaciones inesperadas, que propiciaban la aparición de vida inteligente, como si hubiera una conexión singular entre nuestra presencia y las propiedades físicas actuales del cosmos. A esa vinculación, Brandon Carter la llamó en 1973 principio antrópico. No es fácil acotar las características que revisten mayor interés para la aparición de la vida. Bernard Carr y Martin Rees incoaron un primer esbozo matemático en 1979, que Rees reelaboró en 1999 al reducir a seis números el elenco de exigencias; entre otras, la razón entre la intensidad de la fuerza de la gravedad y la intensidad de la fuerza electromagnética, la densidad total de materia normal del cosmos o el número real de dimensiones espaciales del universo.
Luis Alonso, Copernicanismo, Investigación y Ciencia, marzo 2015