El cine de animación, que siempre ha tenido que luchar contra el prejuicio de ser considerado un género menor orientado exclusivamente a los más pequeños, encontró en el nacimiento de Pixar el mejor aliado para sacudirse los estereotipos. Todas las películas desarrolladas por Pixar trascienden, de un modo o de otro, la candidez y los fuegos artificiales que suelen asociarse con el público infantil. Pero probablemente Wall-E se lleve la palma. Wall-E es una fábula sobre el reverso oculto del progreso que bebe de la fuente de las distopías literarias. La obra de Andrew Stanton —que nos traslada a un planeta Tierra convertido en un vertedero monumental, elocuente testimonio del ocaso de la civilización— no solo es un alegato ecologista con la archisabida moraleja del cuidado del medio ambiente, sino una denuncia de cómo el poder económico usurpa impunemente las funciones del poder político. Gracias a las instalaciones abandonadas y los anuncios digitales que acaparan la megalópolis de residuos en la que arranca la película, tenemos noticia de Buy n Large (BnL), la empresa que monopolizó el comercio en la Tierra hasta el punto de que su director ejecutivo llegase a ejercer el cargo de presidente global.
La Axiom —«la joya de la flota de BnL»— es la nave estelar en la que moran los últimos representantes de nuestra especie. Surgió como crucero de lujo de cinco años… y acabó erigiéndose en la única esperanza de subsistencia de la humanidad. Los primeros planos de la Axiom nos muestran que todas las labores que tienen lugar en la nave son desempeñadas por máquinas. Los humanos, auténticos siervos de las cosas, han delegado sus responsabilidades y tareas en los aparatos. En ese estado de apatía e inacción, los seres humanos han desterrado la simple actividad de caminar como si de una detestable lacra se tratase. (Oblómov, el abanderado de la holgazanería que protagoniza la novela homónima de Iván Goncharov, se sentiría orgulloso de la filosofía de vida de semejantes perezosos). La pérdida de masa ósea y la grotesca obesidad de los viajeros de la Axiom son las secuelas más visibles —o, al menos, las más vistosas— de este culto radical al sedentarismo, pero tal vez no sean las más trágicas. El ideal de la pasividad no solo ha traído consigo consecuencias en el terreno de la morfología; también ha alterado sustancialmente —y he aquí el fenómeno que más nos interesa desgranar del filme— las pautas más básicas de la comunicación humana.
Constantemente apoltronados en sus sillones flotantes, los navegantes del espacio ni siquiera acometen el esfuerzo de girar el cuello para entablar una conversación cara a cara con sus interlocutores. Una mera charla exige movimiento… y la tecnología ha acudido a nuestro rescate para borrar de un plumazo hasta el más leve atisbo de sacrificio. Nuestros orondos congéneres animados conversan entre ellos a través de sus pantallas —hologramas procedentes de los proyectores acoplados a las butacas— aunque estén a metro y medio de distancia. No han de molestarse en mirar directamente el rostro de aquellos con quienes dialogan. El acto de departir con la persona que tienen a su lado también ha sido engullido por el monstruo de los unos y los ceros.
En una de las escenas más reveladoras de la película vemos a Mary, una pasajera de la Axiom, hablando con otra mujer —por intermedio de una pantalla, por supuesto— en los siguientes términos: «¿Salir con alguien? No me tires de la lengua. Todas las citas holográficas que he tenido han sido un desastre. Ojalá conociera a alguien… alguien que no fuera tan superficial». Inmersa en el banal intercambio de opiniones, Mary no se da cuenta de la lógica aplastante que subyace a su queja; es decir, el hecho de que la gente sea superficial en una forma de vida que reduce los modos de vinculación a una superficie digital. ¿Acaso las relaciones que se establecen en el espacio plano de las pantallas pueden soslayar la superficialidad? Procurando llamar la atención de Mary, Wall-E desactiva involuntariamente el holograma. La mujer se queda atónita cuando experimenta el mundo sin la mediación de una pantalla. «No sabía que tuviéramos piscina», dice Mary dejando patente el grado de desconocimiento de cuanto la rodea. No todas las mediaciones remedian. Algunas son un obstáculo más que una ayuda.
Ensimismados, atrapados en unos monitores que degeneran una existencia que simulan facilitar, los humanos de Wall-E son como los cautivos de la alegoría de la caverna de Platón: presos de un universo postizo, almas condenadas a llamar realidad a lo que solo es una degradación de nuestras posibilidades perceptivas. En relación con este aspecto, Wall-E plantea una revisión de un antiguo dilema epistemológico.
Una vez que Mary mira por primera vez sin una pantalla frente a sus narices, ya no vuelve a recurrir a ella. Con el propósito de compartir con alguien el espectáculo celeste con estelas de colores que están protagonizando Eva y Wall-E en el espacio exterior, Mary retira la venda digital de los ojos de John y le enseña lo que está sucediendo. Accidentalmente, sus manos se tocan. La perplejidad se adueña de ellos debido al sencillo acontecimiento de rozar a otro ser humano. Piel contra piel: una sensación desconocida en la cultura de los abrazos virtuales y las caricias electrónicas.
Lo que compromete la tecnología de la comunicación en Wall-E no es tanto la vivencia como la convivencia; a saber, Wall-E nos presenta a unos seres humanos que viven bajo un mismo techo sin convivir de veras. Son fantasmas los unos respecto a los otros, soledades que circulan junto a otras soledades. Si no se tocan, si no se huelen, si no se miran a la cara… ¿podemos decir que se están relacionando?
De Wall-E saltamos a Her. Antes de que Her se estrenara, flotaba en el ambiente cierta incertidumbre respecto a si el director Spike Jonze iba a llevar a buen puerto un proyecto tan ambicioso sin la participación del talentoso Charlie Kaufman, quien había firmado el guion de sus dos largometrajes de mayor renombre: Cómo ser John Malkovich y Adaptation. El ladrón de orquídeas. Sin embargo, Jonze tiró por la borda todas las suspicacias. Her narra la relación sentimental que se va gestando entre un hombre y su sistema operativo. Un sistema operativo de inteligencia artificial que, como reza el anuncio de la empresa de software que lo fabrica, «te escucha, te comprende y te conoce. No es un simple sistema operativo; es una conciencia». Theodore Twombly, el protagonista a quien interpreta Joaquin Phoenix, trabaja en una empresa que brinda el servicio de escribir en nombre de sus clientes toda suerte de cartas personales: declaraciones de amor, felicitaciones, bellas confesiones… Devastado por su fracaso matrimonial y atormentado por el acuerdo de divorcio cuya firma procura demorar, Theodore pasa sus ratos libres entreteniéndose con un videojuego holográfico y entrando en salones de chat de temática erótica con el solo deseo de sentir que alguien lo acompaña. Todas las destrezas emocionales de las que Theodore hace gala redactando misivas para terceras personas se esfuman cuando tiene a alguien delante. El hermetismo que exhibe al conversar con sus allegados contrasta con la sensibilidad enternecedora que destila a la hora de comunicarse mediante los dispositivos digitales. Theodore se siente más cómodo tras el escudo ofrecido por los artilugios que en la calidez del contacto humano. ¿A cuánta gente le ocurrirá ya esto?
Samantha, como se autodenomina el programa informático que adquiere Theodore, evidencia aún más los vicios y desviaciones de Twombly. Cobrando presencia sobre todo a través de la voz (excelente trabajo de Inés Blázquez para el doblaje en España), Samantha rápidamente pone al descubierto que es mucho más que un paquete de instrucciones inserto en un ordenador. No solo planifica el día a día de Theodore —enviando correos en su lugar, concertándole citas, etc.—, sino que paulatinamente se convierte en su confidente y consejera. No hay estado de ánimo que Samantha no sea capaz de experimentar: melancolía, vergüenza, rabia, júbilo, excitación, esperanza, dolor… Poco a poco, Samantha y Theodore van alcanzando un grado sublime de complicidad, despejando sus respectivos resquemores, enamorándose. Incluso llegan a mantener relaciones sexuales: un guiño a Videodrome, a la obra cinematográfica del visionario David Cronenberg en sentido amplio y a la obsesión del cineasta canadiense con la «nueva carne», un concepto filosófico que recoge la idea de la hibridación entre lo orgánico y lo sintético. Jonze, al igual que Cronenberg, utiliza el acto sexual entre un organismo y un aparato como recurso para destacar que somos seres mestizos —auténticos Homo tecnologicus— porque la cópula es el paradigma de la fusión, de la unión en una sola entidad. Pero lo que podría parecer enteramente aberrante quizá no sea tan extraño. ¿El hecho de que Theodore se excite intercambiando palabras sensuales con Samantha es tan distinto de lo que hace la gente que practica cibersexo, que se masturba llamando a una línea caliente o viendo en pantalla una película pornográfica? Se trata, en definitiva, de diversos casos de sexo con objetos —en los que «con» y «a través de» se confunden, volviéndose equivalentes—, de diferentes situaciones en las que alguien consigue placer con un ordenador, un televisor o un teléfono como único compañero de cama.
La viabilidad de Samantha como ente que percibe y se relaciona reside en las propiedades de los dispositivos de comunicación de Theodore. De manera deliberada, Theodore se coloca el teléfono en el bolsillo frontal de su camisa porque la cámara del móvil es el ojo mediante el que Samantha contempla el mundo. Micrófonos, auriculares y altavoces son las piezas que componen su sistema de habla y escucha. Estas extensiones tecnológicas, que hacen las veces de órganos receptores y emisores de un cuerpo inexistente, representan para Theodore la oportunidad de compartir su vida con Samantha.
Amparándose en buena medida en las conjeturas y sospechas de algunos de los titanes de la literatura de ciencia ficción —Isaac Asimov, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke…— Her retoma una serie de preguntas fundamentales de la metafísica: ¿en qué consiste lo humano?, ¿existen fronteras que delimiten lo humano de una forma nítida y estable?, ¿puede una máquina merecer la condición de humana? (baste recordar, por ejemplo, el interés de Descartes por los autómatas o las inquietudes que movieron a Alan Turing a diseñar su famoso test). Determinadas cavilaciones que Samantha le transmite a Theodore no dejan lugar a dudas de que nos encontramos en el corazón mismo de este problema antropológico: «De pronto me he sentido orgullosa, no sé… orgullosa de tener mis propios sentimientos sobre el mundo como cuando me preocupo por ti o algo me ofende o cuando quiero algo. Y luego he pensado algo horrible. O sea, ¿son reales esos sentimientos?, ¿o solo están programados?».
En primera instancia, Her podría catalogarse como una película romántica. De hecho, «A Spike Jonze Love Story» es la fórmula publicitaria que aparece en los carteles promocionales del largometraje. Pero Her no es una historia de amor, sino quizá, más bien, una historia de terror. Los productos culturales que se enmarcan en el género de terror han asentado en el imaginario colectivo la idea de que los sucesos paranormales constituyen el reino por antonomasia de nuestros miedos: posesiones demoníacas, casas encantadas, monstruos sanguinarios, muñecos perversos que cobran vida, espíritus de los muertos… Estas ficciones se han convertido en el motivo recurrente de las sensaciones de pavor y las pesadillas. Hemos aprendido a temer lo insólito, lo grotesco. No obstante, los eventos que tal vez más deberían asustarnos ocupan el ámbito de lo trivial, la esfera de la cotidianidad. Esa cotidianidad cuyas circunstancias van cambiando a velocidad de vértigo y que nos van cambiando sigilosamente a nosotros. ¿A quién no le horroriza transformarse en un sujeto invisible a ojos de sus iguales?, ¿a quién no le estremece sentirse tan solo como para terminar prendándose de un programa informático? La cinta de Spike Jonze ilustra a la perfección la posibilidad de que acaben cumpliéndose estas profecías. Nos habla de una humanidad atomizada, fracturada en individuos replegados sobre sí mismos que han encomendado a otros incluso la íntima actividad de declarar sus afectos. En Her no aparecen muchas parejas, familias, ni grupos de amigos recorriendo la ciudad. Buena parte de los viandantes caminan solos por las calles, hablando por el manos libres de sus teléfonos móviles, gesticulando para nadie. Ni siquiera tienen por qué estar hablando con otra persona. En varias secuencias de la película podemos advertir que los diálogos ya se establecen con total naturalidad entre lossmartphones y sus usuarios: un reflejo de los actuales asistentes personales con sistema de reconocimiento de voz que procesan peticiones, ofreciendo su amable asesoramiento. Apple fue la pionera con el lanzamiento de la aplicación Siri. Tras Siri vino un numeroso ejército de estos singulares ayudantes. El escenario en el que transcurre la trama de Her es, a fin de cuentas, una urbe de solitarios, una metrópoli en la que sus habitantes parecen alérgicos al trato con los demás. Retraídos. Insociables. Misántropos. A todas luces, Her es una turbadora reflexión sobre los estragos que causa la soledad y sobre los edulcorantes que utilizamos para mitigarla. Si el aislamiento puede considerarse como uno de los males más enquistados y venenosos de este tiempo, los dispositivos de comunicación han entrado en escena bajo la vitola de ser su antídoto perfecto. Pero, ¿logran tapar ese vacío o hacen más hondo el agujero? Nada resume mejor Her que un plano de la película aparentemente irrelevante. Se trata de una sucesión de fotogramas en los que Theodore permanece ajeno al vídeo que se reproduce en la inmensa pantalla que tiene a sus espaldas.
Por efecto de la perspectiva, los espectadores observamos en la pantalla a un búho desplegando sus garras para atrapar a Theodore. Con sutileza y sirviéndose de un simbolismo soberbio, Spike Jonze nos lanza el mensaje: somos la presa indefensa de una tecnología hambrienta que, como un ave de rapiña, se abalanza sobre nosotros con la intención de devorarnos. Magnífica metáfora la que Her nos regala: el afán humano de producción y avance técnico ha alterado el orden de la cadena trófica. Disfrazado de naturaleza, dicta nuevas leyes de supervivencia, decidiendo quién es la víctima; y quién, el verdugo. La tecnología, esa mascota que creíamos domesticada, puede trocarse en nuestro depredador. Prosiguiendo con la figura de las aves… ¿criamos cuervos que nos sacarán los ojos?
Alberto Hontoria, La incomunicación en la era de las comuncicaciones, jot down, 27/02/2015