Porque lo que está en juego no es si Dios existe o no existe, sino si somos libres o no. Si los miles de millones de neuronas que por lo visto vibran en nuestro cerebro deciden nuestros afectos y defectos, nuestras virtudes y vicios, no lo somos; aparentamos una libertad que no tenemos, pues nuestra conducta está dirigida fatídicamente por aquellos microscópicos organismos que pululan por nuestro cuerpo. No nos conviene que así sea, aunque lo fuera. La libertad, aunque parezca que la minamos, termina por emanciparse a sí misma de toda forma de conductismo, y, aunque dicho así resulte una cacofonía, practicándola nos hace libres. ¿La larga historia de la humanidad no es, acaso, una testaruda lucha por escapar a esos condicionamientos físicos, naturales, en que han quedado atrapados los animales y de los que los seres humanos hemos ido liberándonos luego de innumerables aventuras, caídas y levantadas?
Mario Vargas Llosa, La piedad de los murciélagos, El País, 22/03/2015 [elpais.com]