La filosofía es tendencia, pero en su vertiente más práctica. No se trata de pensar en el origen del cosmos, de dónde venimos o a dónde vamos, sino de que esta disciplina nos sirva de ayuda para hacernos el día a día más soportable, y hasta grato. Ya hay coaches filosóficos que actúan a la manera de psicólogos, a los que se puede acudir cuando se ha perdido el rumbo, y tertulias en cafés y lugares públicos, en las que se habla del alma, la angustia, la felicidad, la esperanza, la tristeza, el sentido de la vida… Todas esas cosas intangibles, que no se ven, no cotizan en bolsa, no producen ganancias contables, ni salen en los telediarios, pero que son las que nos mantienen en pie o nos hunden en la más profunda de las depresiones.
El francés Roger-Pol Droit es uno de esos nuevos filósofos que reniega de los intelectuales; prefiere, en muchos casos, sentir a pensar; se apoya a menudo en el humor y propone una serie de ejercicios filosóficos que induzcan a la reflexión. Así como uno va al gimnasio a trabajar sus músculos y mantener en buena forma sus articulaciones; uno debería también hacer cierto entrenamiento filosófico para no caer en la desesperanza, en el sinsentido o el hastío. En 101 Experiencias de filosofía cotidiana (Blackie Books), Droit propone pequeñas tareas para llevar a cabo. Algunas, en principio tan absurdas como beber y mear al mismo tiempo, llamarse a sí mismo –no por teléfono, muchos ni siquiera se contestarían, sino de viva voz o a gritos– o mondar una manzana con la imaginación. Pero el absurdo siempre encierra mucho de verdad y más de una lección por aprender. Según expone el autor en la introducción del libro, “hay situaciones triviales, gestos cotidianos y acciones que realizamos continuamente que pueden convertirse en puntos de partida para ese asombro del que nace la filosofía” (…) “se trata de crear microscópicos acontecimientos detonantes, impulsos mínimos. En el día a día, jugando”. El último libro de este filósofo se titula Si solo me quedara una hora de vida (Paidós), y en él reflexiona a fondo sobre este ejercicio, que ya había apuntado en 101 Experiencias, donde propone “imaginar que nos morimos”.
Antes de embarcarme en estas morbosas elucubraciones sobre mi muerte, empiezo con algunos ejercicios que propone este autor, más fáciles. Por ejemplo, telefonear al azar, que consiste en marcar un número cualquiera y esperar el resultado, lo que Droit califica como “microaventura”, y donde lo más importante es que el que está al otro lado de la línea entienda que no se trata de una broma. “Hola”, contesto, “estoy llevando a cabo un experimento filosófico”. “¿Un quééééééé?”, “no gracias, no contesto encuestas por teléfono”, o que te cuelguen, directamente, son las respuestas más comunes. Aunque alguien se interesa por saber qué es eso, la mayoría dispone de poco tiempo para “tonterías”.
Me doy cuenta que algunos de los ejercicios que propone el libro los hemos hecho todos en algún momento de nuestras vidas, sin saber que tenían esa conexión con la disciplina de Platón. Seguir el movimiento de las hormigas, hacer caligrafía, quitar el sonido a la tele, ayunar unos días, imitar a algún animal, intentar no pensar. Luego vienen los menos comunes, como correr por un cementerio o inventarse otras vidas que, curiosamente, también he realizado. El primero, contra mi voluntad, durante mi estancia en Londres. Después del trabajo debía elegir entre cruzar un cementerio de noche o rodearlo, con lo que el trayecto para llegar a casa se duplicaba. El cansancio y el hecho de que los gallegos estemos familiarizados con los espíritus, me hizo escoger la primera opción, que al principio hice corriendo, para luego, poco a poco, empezar a disfrutar del paseo. Inventarse otras vidas fue también la consecuencia lógica a mi aspecto de extranjera. Si digo que soy española no me cree nadie y piensan que soy una inmigrante ilegal haciéndose pasar por compatriota. Una impostora. Un día probé con un tipo que pretendía ligar en un bar. Me inventé una historia fascinante: era medio danesa medio española. Mi padre había sido embajador, viví en países diferentes y sabía varios idiomas. El chico quedó encantado, no me vio como una farsante sino como una mujer interesante y aventurera, y su capacidad de intuición quedó gratamente confirmada, ya que él se olía que no era alguien normal y corriente.
El nivel superior llega con pruebas más complicadas, aunque la mayor de todas es desprenderse de una emoción. Como cuenta Droit, “hemos olvidado que durante mucho tiempo el ideal para los hombres que aspiraban a la perfección fue desprenderse de las emociones”. Imagino a muchos haciéndose cruces e imaginando un mundo de robots insensibles. No se trata de eso, pero si consiguiéramos manejar un poco esta habilidad, podríamos prescindir de los sentimientos negativos y nos ahorraríamos muchos disgustos. Se trata de ver la emoción como una película, algo ajeno que pasa ante nuestros ojos y que no nos penetra. Realmente difícil. Por el momento y para mí, imposible.
¿Qué hacer si sólo me quedara una hora de vida? Es realmente un problema, porque esta pregunta atañe a uno de los mayores tabúes de nuestra sociedad. Vivimos de espaldas a la muerte y yo creo que si mantuviéramos una relación más próxima con ella, tal vez nos enseñara como vivir mejor nuestras vidas. Tengo un amigo escritor que siempre comenta que deberíamos saber la fecha y hora exacta de nuestra muerte, para así poder organizarnos mejor. Incluso podríamos preguntarle a alguien cuándo va a morir y, si coincidimos y queremos, hacerlo juntos. O inventarnos alguna excusa, si el conocido que se va al otro barrio a la misma hora que nosotros, nos cae gordo.Resulta curioso como pasamos nuestras vidas intentando conseguir cosas materiales (casa, coche, vacaciones, trabajo, titulación universitaria, pensión para la vejez); mientras los que van a morir, lo que echan de menos, son casi siempre, bienes imposibles de tasar. Abundan los testimonios de personas con una enfermedad terminal y con los días contados, que cuentan que lo que más les hacía disfrutar eran cosas gratuitas: estar con los amigos, jugar con sus hijos o su perro, hacer el amor, ver la puesta de sol, bañarse en el mar, subir una montaña… Lo que nos deja siempre la sensación de que quizás estemos haciendo todo al revés. Recuerdo que el dominical de un periódico inglés cerraba siempre con la sección Today is your funeral, en la que un famoso relataba, pormenorizadamente, cómo quería que fuera su despedida –sorprendentemente, algunos sabían ya la música que querían que se escuchara en su último evento o el epitafio que se leería en su lápida-.
Escribir el último mensaje, para que quedé grabado en la tumba, puede ser un ejercicio que resuma nuestras vidas en una sola frase. Un tweet para la eternidad en forma de grito, pensamiento, frase de amor o carcajada. “Pierda peso. Pregúnteme cómo” fue el epitafio de Miguel Collantes. “Ya decía yo que ese médico no valía mucho”, dice Miguel Mihura desde el más allá; mientras otros, en tono irónico, dejan entrever que nunca sufrieron de baja autoestima. “No es que yo fuera superior, es que los demás eran inferiores”, dice la lápida de Orson Welles; mientras que la de Winston Churchill se pregunta, “Estoy listo para encontrarme con mi creador. Si mi creador está listo para encontrarse conmigo es otra cosa”. La idea de dejar una frase para la eternidad tienen su gracia, pero me temo que muy pronto habrá tan poco sitio en el planeta que los cementerios y los nichos serán artículos de lujo. A la mayoría nos incinerarán, por lo que el epitafio pierde ya su sentido. ¿Dónde poner esa frase, en la vasija con las cenizas? Lo veo un poco ridículo y, además, no quiero perder mi última hora en seguir dándole a la cabeza. Mi idea es hacer algo más corporal.
Si lo que se quiere es utilizar por última vez nuestra envoltura de carne y hueso, lo mejor sin duda es el sexo. De hecho, la proximidad de la muerte, a no ser que uno esté muy mayor o muy deteriorado físicamente, siempre ha aumentado el deseo y es uno de los mejores afrodisíacos. Es el mecanismo que se activaba con los bombardeos alemanes sobre Londres, durante la Segunda Guerra Mundial y que disparó la tasa de natalidad. Los londinenses pensaban que podían morir en cualquier momento y eso les abría el apetito. Omri Gillath psicólogo social y profesor en la University of Kansas, comprobó que después de exponer a hombres a imágenes que hacían referencia a su mortalidad, éstos respondían mejor a estímulos sexuales. Hace algunos años acudí al funeral del padre de un amigo y me pregunté a misma qué echaría de menos si, de repente, llegara mi hora. Lo primero que me vino a la cabeza fue el sexo, y desde entonces traté de poner remedio al problema. Así que creo que si tuviera una hora de vida, querría compartirla con más de una, dos o tres personas.
Rita Abundancia, Qué haría si me quedara una hora de vida, Banco de pruebas. SModa, 23/03/2015