La tradición filosófica de Occidente ha girado, principalmente, en torno a la cuestión del “ser”, pero no tanto desde la ontología (estudio del ser), sino desde la metafísica. Este término, que deriva del griego μετὰ φυσική, significa etimológicamente “más allá de la naturaleza” o mejor dicho “más allá de la física”, es decir, pensar sobre aquello que configura el mundo como tal para su comprensión, teniendo su punto de inicio en el “ser” y la pregunta por el “ser” de las cosas, de todo cuanto nos rodea. El concepto de “metafísica” lo creó el filósofo peripatético Andrónico de Rodas para titular un conjunto de escritos de Aristóteles que giran en torno a la cuestión del “ser”. Así, en el libro séptimo (Z) de Metafísica, Aristóteles dice que «la expresión “algo que es” se dice en muchos sentidos […]. De una parte, en efecto, significa el qué-es y algo determinado y, de otra parte, la cualidad, la cantidad o cualquier otra de las cosas que se predican de este modo»[i]. En otras palabras, que del “ser” propiamente no podemos decir qué es, ya que es el “ser” aquello que permite que las cosas sean: el ser es la condición de posibilidad del ser de los demás, estudio de la ontología, pero también de la metafísica, entendida ésta como tradición filosófica de Occidente. Esto no significa que Aristóteles haya sido el inventor de la metafísica, pues otros filósofos anteriores a Aristóteles como Platón ya pensaron en torno a la cuestión del ser. Sin embargo, es Aristóteles el que considera la cuestión del “ser” como la filosofía primera.
De este hecho, a saber, de la cuestión del ser, se pueden concluir, al menos, dos tipos de concepciones. La primera es que el “ser” es la característica más general de las cosas o entidades, es decir, aquello que, a pesar de todo, nunca cambia: el “ser” de las cosas como su “esencia”. Una segunda concepción sería entender el “ser” como aquello que se le puede atribuir a todo, incluso a las cosas mismas, siendo el “ser” aquello que permite distinguir una cosa de las otras. Aunque parezcan muy similares, son distintas en su forma: una cosa es una propiedad (esencia) y otra una atribución (diferencia).
La concepción metafísica del ser entendida como esencia ha sido, en gran parte, la dominadora de toda la tradición filosófica de Occidente. Es por este motivo por el que Nietzsche consideró el platonismo (que no Platón) como el iniciador del pensamiento metafísico de las esencias, así como el responsable de la escisión entre el mundo sensible y el mundo inteligible. En otras palabras, el mundo inteligible correspondería a la esencia (el “ser” en propiedad) de las cosas, las cuales se dan en el mundo sensible, mundo en el que los humanos vivimos. Esto significaría que nunca seríamos capaces de conocer la verdad última de las cosas, sino, como sostendría Kant, sólo sus fenómenos, es decir, las formas de expresarse del “ser” (la esencia) de las cosas. A esto se opuso drásticamente Nietzsche con la intención de invertirlo: no son las “expresiones” de las cosas las que vemos, sino que nosotros los humanos hacemos que las cosas sean lo que son porque les atribuimos las cualidades. Por lo tanto, nosotros construimos discursos que se transforman en verdades, a lo que poco más tarde llegó Heidegger y, sosteniendo la afirmación nietzscheana, dijo que la metafísica de la filosofía tradicional de Occidente había consistido en el olvido del ser.
El filósofo alemán quería dar a entender que toda la tradición filosófica de Occidente posterior a Aristóteles había confundido el “ser” con los “entes” y, por lo tanto, el “ser” acabó siendo olvidado. Este olvido llevó a considerar el “ser” como una entidad más (incluso llegando a confundirlo con Dios) que cosifica, es decir, que se toma al “ser” como una cosa cuando para Heidegger el “ser” es, precisamente, la condición de posibilidad de que las cosas sean lo que son. Es por este motivo que el filósofo alemán tachó a la tradición filosófica de Occidente y, por ende, a la metafísica, como el olvido del ser.
La solución que encontró Heidegger para reinventar la tradición filosófica de Occidente parte de la metáfora nietzscheana de la filosofía del martillo, es decir, de invertir los valores. Para ello, es preciso una “destrucción” de la misma tradición para volver a repensarla. En tanto que la metafísica tradicional había confundido al “ser” con la entidad de las cosas, había quitado toda temporalidad a las cosas haciéndolas “eternas” en el tiempo evitando así todo cambio. En última instancia, la metafísica occidental había evitado la diferencia como modo de pensamiento para establecer la mismidad. Así, para Heidegger la destrucción conduce al concepto de tiempo, es decir, en introducir la temporalidad, no sólo a las cosas, sino a la concepción de las cosas. De alguna forma, la experiencia del tiempo ha sido recubierta por la metafísica haciendo olvidar el sentido originario del ser como ser temporal, donde la filosofía actual debe velar por una nueva etapa del pensamiento filosófico occidental. Entonces, podemos decir que Heidegger ve en el olvido del ser el olvido de la temporalidad del ser.
Parecía que el problema de la filosofía occidental había sido resuelto, pero lejos de ello, Derrida encontró un problema en la filosofía heideggeriana: a pesar de que Heidegger había sabido encontrar que el problema de la tradición filosófica de Occidente había sido, no tanto el olvido del ser, sino el olvido del tiempo en el ser, Heidegger seguía buscando una respuesta última a las cosas, otorgándole un carácter trascendental al “ser”. Las sombras de la muerte de Dios que Nietzsche había sentenciado seguían extendiéndose a lo largo de la filosofía heideggeriana. Es por este motivo que Derrida, siguiendo en cierto modo la línea heideggeriana, propone un modelo distinto a la destrucción: Derrida propone la “deconstrucción”.
La “deconstrucción” consiste en mostrar cómo se ha construido un concepto cualquiera a partir de procesos históricos y acumulaciones metafóricas, mostrando que lo claro y evidente dista de serlo, puesto que los útiles de la conciencia en que lo verdadero en sí ha de darse, son históricos, relativos y sometidos a las paradojas de las figuras retóricas de la metáfora y la metonimia, en definitiva, de los discursos creados. Así, la “deconstrucción” se configura como una estrategia, una nueva práctica de lectura ya que investiga las condiciones de posibilidad de los sistemas conceptuales de la filosofía. No obstante, no debe ser confundida con una búsqueda de las condiciones trascendentales de la posibilidad del conocimiento, porque de lo contrario estaríamos realizando el error de la misma tradición filosófica: encontrar la respuesta última y atemporal (y por lógica tradicional, verdadera) de las cosas. Por lo tanto, la “deconstrucción” tiene la capacidad de hacer revisar y disolver el canon en una negación absoluta de significado pero no propone un modelo orgánico alternativo.
Una de las formas de crear un nuevo pensamiento desde la estrategia de la “deconstrucción” la va encontrar Derrida en el filósofo Levinas. Para Derrida el pensamiento levinasiano muestra cómo la fenomenología husserliana estaba condenada a predeterminar el ser como objeto, entendiendo el “ser” de forma cosificada (como ya hizo la tradición) de modo que se cierra toda posibilidad del ser como “salida de sí” hacia “lo otro”. Dentro de esta problemática, va a ser precisamente el reconocimiento de la “experiencia del otro”, en tanto que irreductible al ego, la cuestión que introduzca la ausencia en tanto que ausencia de lo que no está en el mundo del sujeto que conoce, precisamente porque está en el mundo del “otro”, y por tanto como anterior a la presencia del mundo del sujeto para sí mismo, puesto que el otro es parte con-figurante del propio mundo del sujeto. En otras palabras, puesto que la otredad del otro consiste en ser origen de un mundo fuera del mío, pero que a la vez co-constituye el mío, la otredad de mi propio mundo es previa a mi concepción del mundo, marcando de esta forma una ausencia originaria del mundo desde el “yo”. Es por esto mismo que Derrida afirma que lo otro «sólo puede manifestarse como lo que es, antes de la verdad común, en una cierta no manifestación y en una cierta ausencia (…) su fenómeno es una cierta no fenomenalidad, que su presencia (es) una cierta ausencia»[ii]. La alteridad, pues, se postraría como la condición de posibilidad del “yo” y, por lo tanto, del propio mundo, invirtiendo así la tradición filosófica de Occidente en la medida en que el “ser” dejaría de ser la cuestión primera para serlo, ahora, lo “otro”: lo importante no es conocer dogmáticamente la verdad hegemónica, sino todas las “otras” verdades que, eclipsadas por la verdad hegemónica la constituyen.
Por ello queremos decir que el ser, o aquello que hace que las cosas sean, no se da tanto por el mero hecho de las cosas tengan una esencia o se les atribuya unas características, sino que es sólo a partir de una relación con los otros que el ser se dan en la medida en que es en dicha relación en la que el “ser” como tal empieza tener sentido. Y decimos sentido porque sin esa relación entre diferentes individuos, por ejemplo, el “ser” no podría ni entenderse como esencia ni tampoco como atribución. Así, la inversión del platonismo que Nietzsche proponía no se da tanto por entender a Platón desde otro modo de entender el “ser”, como intentó Heidegger (de la atemporalidad de la esencia a la temporalidad del devenir), sino desde la alteridad como condición de posibilidad de todo “ser”.
Una vez llegados a este punto es importante subrayar que de ningún modo hay que confundir la deconstrucción derrideana con la “retirada del ser” heideggeriana, cosa que el mismo Derrida se encarga de hacer notar. Para Derrida, la “deconstrucción” trata en última instancia, no tanto de la retirada del “ser”, sino de la retirada de la metáfora, o de la metáfora de “la retirada de la metáfora”. Dado que el ser no es un ente, la “retirada del ser” es la retirada de la estructura metafórica misma del “ser” que sería la base de la posibilidad conceptual de la “retirada del ser”. Siendo más precisos, la argumentación última radica en que como «el ser no es nada, como no es un ente, no podrá decirse o nombrarse more metaphorico»[iii]. Del ser se hablará siempre quasi-metafóricamente, según una “metáfora de metáfora”.
Si resumimos los puntos, podemos decir que lo que Heidegger llama la “metafísica” corresponde a una “retirada del ser” entendiendo esta retirada del “ser” como un “ser” desde el devenir de la temporalidad. Así, la misma “metafísica” de la tradición se transformaría en una metáfora porque sólo hablaría del “ser” como si fuera entendido de manera atemporal y esencialista. En consecuencia, la metáfora en cuanto concepto llamado “metafísico” corresponde a una retirada del ser y, por lo tanto, el discurso metafísico no puede ser desbordado a menos que lo sea conforme a una retirada de la metáfora en cuanto que concepto metafísico, conforme a una retirada de lo metafísico, una retirada de la retirada del ser. Así pues, hay que deconstruir la misma metafísica y empezar a pensar que el “ser” no se da así mismo como tal (lo cual ya sería una metáfora), sino que el “ser” es la consecuencia de algo previo. En este caso, y para nosotros, el “ser” es consecuencia de la alteridad: lo “otro” es condición de posibilidad del “ser”.
En numerosas ocasiones y entrevistas, Jacques Derrida ha afirmado que la deconstrucción, «si la hay, tiene lugar como experiencia de lo imposible»[iv]. Esto, grosso modo, viene a decir que la posibilidad de otros mundos pasa por lo que de pronto parece imposible, y estos imposibles son aquellas alteridades que han quedado ocultas en los discursos que, empleando al ser, han atribuido o dado la propiedad a ciertas cosas y/o hechos que, por hacerlo, no sólo han vuelto invisible su reverso, sino que además hacen difícil su revelación y visibilidad y, por lo tanto, la posibilidad de una crítica a la actualidad y la posibilidad de crear nuevos mundos otros que éste. De ahí que la deconstrucción pueda ser empleada, no sólo filosóficamente, sino también en la vida cotidiana. Y es que, en tanto que la “deconstrucción” se postra como la posibilidad de una nueva lectura intencionalmente dirigida a buscar dentro de un texto, de un objeto, de un hecho, de cualquier cosa todos los sentidos y posibilidades presentes y no seguidas por la interpretación hegemónica que se le ha dado, ya que este sentido hegemónico, entendido como su “sentido propio”, ha expulsado fuera de su unidad toda multiplicidad, diferencia, toda otredad de sí mismo para poder constituirse como tal, la “deconstrucción” permite hacer ver que la “unidad” de todas las cosas late en su fondo como posibilidad misma de toda “deconstrucción”. Ya desde este primer momento vemos cómo la diferencia y la multiplicidad son condición de posibilidad de la unidad, que la alteridad es condición de posibilidad del “ser”, y que la unidad únicamente puede constituirse como tal si violentamente se impone sobre la diferencia que de por sí cualquier cosa puede crear.
Dicho esto, podemos decir que la “deconstrucción” derridiana nos da la posibilidad de re-mirar nuestro mundo, nuestra actualidad, nuestro presente y derredor para, no sólo re-interpretarlo, sino para hacer visible lo que los discursos hegemónicos vuelven invisibles. Los ídolos, los iconos, todas las expresiones metafóricas de los discursos hegemónicos vuelven invisibles sus multiplicidades, sus alteridades, las otras posibilidades que han quedado tapadas. Así, por ejemplo la Estatua de la Libertad es el icono de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la proclama de un país nuevo de aquellos que vienen de lejos (Give me your tired, your poor, Your huddled masses yearning to breathe free, the wretched refuse of your teeming shore. Send these, the homeless, tempest-tossed to me)[v] a la vez que durante tanto y tanto tiempo los mismos inmigrantes han sido parados en Ellis Island mientras veían la Estatua de la Libertad. Qué decir de la Sagrada Familia de Barcelona como símbolo del modernismo e icono turístico de la ciudad, discurso que vuelve invisible el ahogo de una ciudad que sufre, a causa de su propia fama, una muerte vecinal anunciada y un devenir ilusorio de escaparate. Wall Street es la calle del dinero, pero a la vez se ha vuelto también en un símbolo del empobrecimiento de otras tantas culturas: menos de una milla (1,6 kilómetros) entre Broadway y el río East, enclaustrada en buena parte por los rascacielos que conforman el distrito financiero al sur de la ciudad de Nueva York, pero que a la vez las decisiones que allí se toman pueden, no sólo hacer virar el mundo, sino volver invisible el sufrimiento y las necesidades de tanta y tanta gente.
Pero no sólo edificios y monumentos pueden estar en manos de la “deconstrucción” y hacer des-velar la alteridad que también las hace ser, sino otros ídolos e iconos como, por ejemplo los bíblicos que antaño cambiaron la concepción moral del mundo, hoy son desprestigiados a pesar de que tantas y tantas luchas por la justicia sean tan parecidas a las actuales pero que sólo cambian a Dios por la Democracia. Así mismo la lectura occidentalista que apenas se hace de otras religiones nos las mostramos contrarios a lo que rezan. Por ejemplo, la carta titulada Achtiname en la que el profeta del islam Abu l-Qāsim Muḥammad ibn ʿAbd Allāh al-Hāšimī al-Qurayšī sentencia que no se obligará a ningún cristiano a convertirse a la religión del islam, ni se le discutirá su creencia, debiendo ser tratados con misericordia y cariño, protegiéndolos contra toda lesión o prejuicio, así como tampoco se obligará a una cristiana a casarse con un musulmán, por ser indispensable su previo consentimiento. Y es que, como acaba sentenciando el profeta, todo acto contrario a estos postulados estará violando la promesa de Dios y la palabra de su Profeta, y que por medio de esta promesa les concede a los cristianos las mismas garantías de que gozan los musulmanes, asumiendo la obligación de protegerlos contra todo inconveniente.
Encontraríamos una cantidad casi infinita de otros discursos y realidades dentro de las que nos hayamos, de verdades ocultas, veladas y eclipsadas por otros discursos que, erigiéndose hegemónicamente, vuelven invisibles otras posibilidades, cuando éstas mismas configuran la realidad de la misma unidad de la que se habla. Como decíamos al principio, no es que las cosas en sí tengan una unidad, una esencia, sino que si poseen una esencia es porque se la hemos otorgado y, a la vez, porque hemos despreciado y olvidado otras realidades que las constituyen al quedar tapadas por otros discursos que se erigen como únicos, convirtiendo así los ídolos, los iconos y los símbolos que representan las verdades de las cosas. La diferencia de la alteridad que configura todo cuanto existe es la condición de posibilidad de toda unidad, de todo discurso y verdad hegemónica, pero eso no significa que dicha verdad o discurso no posea otras verdades y discursos en sí mismo que lo constituyan. Lo que sucede es que, eclipsadas, no se ven y, por lo tanto, no parecen estar: nuestra libertad empieza por des-velarlas.
Este des-velar las otras verdades consiste, en última instancia, en sustituir la violencia o la fuerza de la ley del poder por la otredad del otro ya que mantendría la diferencia y disimetría de toda alteridad en la que, de siempre, convivimos. Una exigencia de mantenimiento de la diferencia que, en palabras de Derrida, implica una «revolución permanente [que] supone la ruptura de lo que liga la permanencia a la presencia sustancial»[vi], es decir, el fin de toda trascendentalidad de la apariencia, abriendo paso a la posibilidad de nuevos mundos ocultos tras los discursos y opiniones que, inscritos en las cosas, nos hacen verlas de unas determinadas maneras u otras: los iconos e ídolos que construimos no son más que el resultado de una batalla ganada que niegan la alteridad que ellos mismos contienen, dotándolos de un sentido que acaba hegemonizándose, pero que al rascar y deconstruir, otros sentidos ocultos se exteriorizan. Así, Derrida mantiene que desde la exigencia de la responsabilidad radical por el acontecimiento del otro en tanto que otro, surge la necesidad de una nueva ética de la hospitalidad sin restricciones en tanto que experiencia originaria del vínculo social.
Si llevamos esta práctica al extremo, se debería deconstruir plenamente el actual Derecho Internacional articulado como cálculo y control de una deuda, siendo ésta la condición de posibilidad de un nuevo mundo social, pero a la vez, el inicio de una deconstrucción de nuestra propia cultura y, por lo tanto, una des-velación de nuestras propias leyes. Si, por ejemplo, deconstruyeramos la misma Declaración de los Derechos del Hombre para des-velar y des-ocultar aquellas partes que la racionalidad occidental ha velado, empezaríamos a desmontar parte de nuestra misma sociedad y podríamos dar pie al inicio de una nueva sociedad que, sin ser contraria a la actual, tampoco sería igual a la misma, en la medida en que empezaríamos a construir una hospitalidad que daría lugar a una “nueva internacional” más allá del mero cosmopolitismo y de la fraternidad entre naciones como base para un nuevo concepto de “humanidad”. En última instancia, se trataría de deconstruir el sentido de política, sociedad, legalidad, historia, etc. para abrir nuevos horizontes que, ocultos tras los discursos y sus representatividades, permitirían empezar a dar voz a los que han quedado abnegados incluso por la libertad. Desde la misma acción cotidiana, desde el des-velar de los discursos y verdades eclipsadas de las pequeñas cosas empezaríamos a cambiar, no sólo el mundo, sino la misma tarea filosófica, la cual ha sido durante mucho tiempo, transformar el pensamiento occidental excluyente y negativo de la esencialidad del “ser” a la apertura y posibilitadora de otras verdades de la alteridad. Como ya dijo Simone de Beauvoir “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos“: los discursos hegemónicos no serían tan fuertes si no tuviesen quien los reprodujera, si verdades eclipsadas fueran más visibles. Y es que los discursos que se erigen como verdades hegemónicas se asientan sobre el silencio de los eclipsados, pero otras realidades están siempre en construcción.
Juan Carlos González Caldito, El silencio de los eclipsados, Mito. Revista Cultural, 20/03/2015
[i] Aristóteles: Metafísica. Libro séptimo. Editorial Gredos. Madrid, 1982. Pág.: 231.
[ii] Derrida, Jacques: La escritura y la diferencia, Editorial Anthropos, Barcelona 1989. Pág.: 123.
[iii] Derrida, Jacques: La deconstrucción en las fronteras de la filosofía, Ediciones Paidós, Barcelona 1989. Pág.: 57.
[iv] Derrida, Jacques: Resistencias del psicoanálisis, Ediciones Paidós, Buenos Aires 1997. Pág.: 82.
[v] “Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad, el desamparado desecho de vuestras rebosantes playas. Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades a mí”. Parte del poema de Emma Lazarus, titulado The New Colossus (1883) que se encuentra en la base de la Estatua de la Libertad.
[vi] Derrida, Jacques: Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo, y la nueva internacional, Editorial Trotta, Barcelona 2003. Pág.: 46.