Son estas oportunidades en las que los espacios de libre confluencia de una ciudad son usados como mucho más que como escenarios de las simples rutinas. En esos casos aparece radicalmente clara la evidencia de hasta qué punto toda práctica social practica el espacio, lo produce, lo organiza, cuando vemos formarse grandes coaliciones peatonales que funcionan como lo que Erving Goffman (Relaciones en público) llama unidades vehiculares, protagonizando situaciones secuenciadas que generan el contexto en que crean y en que se crean. Emergen entonces unidades de participación, es decir, unidades de interacción gestionadas endógenamente, que suelen presentar rasgos rituales —es decir, repetitivos en relación a ciertas circunstancias—, compuestas por individuos que están ostensiblemente juntos, en la medida en que pueden ser percibidos a partir de una proximidad ecológica que da a entender algún tipo de acuerdo entre los reunidos y dibuja unos límites claros entre el interior y el exterior de la realidad social que se ha conformado en el espacio. Esas unidades son órdenes sociales locales observables, cristalizaciones en el que se registran conductas relativamente pronosticables, que resultan comprensibles o al menos intuibles por quienes las constituyen siempre momentáneamente, fenómenos integrados y contorneables, constelaciones socioculturales acabadas provisionalmente y que pueden ser objeto de explicación socioantropológica y de comprensión histórica.
De aqui la excelente disposición que tiene la antropología social para el análisis cualitativo de la accion colectiva tipificando en tanto que rituales ciertas formas de conducta colectiva, es decir formas de acción en que es posible distinguir protocolos de acción repetitiva en concordancia con ciertas circunstancias, a la manera de una fiesta popular o, como en el caso que aquí nos interesa, de una movilización social. Esto es así incluso cuando se producen violencias aparentemente incontroladas que, atendidas con detalle, advierten cómo su objetivo nunca es exclusivamente dañar, sino hacerlo siguiendo un repertorio de gestualidades codificadas culturalmente y con objetivos que siempre presentan aspectos simbólicos, es decir no meramente instrumentales. De hecho, no olvides que manifestaciones, mítines, motines y otras expresiones análogas han sido recurrentemente tipificadas como rituales políticos, a los que, en consecuencia, cabe aplicarles el utillaje conceptual que la antropología viene empleando para el estudio de los ritos en general i de lo que los antropólogos llamamos eficacia ritual.
La asunción de la actividad fusional por el campo de estudio del ritual tiene, por lo demás, otra implicación importante, por cuanto cabe aplicársele el criterio canónico que en etnología religiosa hace primar la conducta ritual sobre su justificación mitológica, siendo la segunda derivación o mera racionalización de la primera. Ello hace que la interpretación desde tal perspectiva, aplicada a los comportamientos colectivos, coloque en primer término su funcionalidad en orden a promover y reafirmar la cohesión social, siendo su tarea fundamental la de desplegar energías que son circulares y no finalistas en el caso de los fenómenos festivos, y direccionales en el de las movilizaciones de índole cívicopolítica como los que te interesan, con diferentes expresiones graduales intermedias entre unas y otras.
Ese matiz, derivado de la tipificación de la acción colectiva en la calle como de orden ritual, permite distinguir su naturaleza de la de los llamados movimientos sociales tal y como los estudian el análisis de redes, la teoría de la acción racional, la economía de las prácticas o el análisis de los procesos políticos en general. Si para estas miradas, las agregaciones de gente en espacios urbanos serían explicables a partir de los motivos explícitos de convocantes y convocados, para las teorías del ritual constituirían ejemplos de dramas públicos al servicio de la integración interna y la comunicación externa de la identidad conflictual de determinados segmentos sociales -en tu caso la PAH- en los que se escenifican y relatan, más allá de los contenciosos que justifican el encuentro, memorias, fraternidades, proyectos, viejas y nuevas afrentas..., todo aquello que se traduce en fuerza, número y presencia y que concreta procesos simbólicos cuya rentabilidad larvada trasciende de largo las razones conscientes de quienes han acudido a la cita.
En relación a esto último, los abordes etnográficos que han recibido movilizaciones sociales en la calle o incluso lo que se da en llamar alteraciones del orden público, no han tenido que hacer mucho más que aplicar a esos objetos protocolos de investigación —metodológicos, descriptivos, interpretativos, comparativos— que la antropología lleva aplicando desde hace mucho al estudio de las fiestas populares, de las que no dejan de ser una variante: observación participante en su transcurso, conocimiento contextual, preparación, establecimiento de la composición, entrevistas en profundidad a participantes luego... En el nivel del análisis, esta óptica ha permitido trascender las explicaciones provistas por la teoría política o la sociología de los movimientos sociales, que no han sobrepasado en su interpretación las intenciones manifiestas de los intervinientes, reconociendo diversos niveles de interpretación de los hechos a analizar, los más importantes de los cuales no tienen por qué aparecer en la conciencia de quienes los protagonizan o lo hacen de manera difusa.
Manuel Delgado, Sobre la naturaleza ritual de la acción colectiva, El cor de les aparences, 26/03/2015