Tarde de viernes, lluvia y tráfico infernal. Los jóvenes de la recepción, los ecos, las palabras y miradas cruzadas con desconocidos. Después te sientas, te distraes, y vuelves a la música de Vivaldi, de Bach y Telemann... Anotas durante el concierto ideas sobre cualquier otra cosa, mientras los sentidos van y vienen de la escena sonora. Más tarde la barra de la cafetería en el Auditorio, las tapas y los vinos en un bar posterior de las cercanías.
Las bromas entre los que nos conocemos y con algunos curiosos que apenas conocemos, tanto o más alucinantes que nosotros. Los amigos, alguna que otra ironía antigua y pequeños piques familiares. De pronto resuena en alguno de tus órganos una frase que alguien deja caer con su estilo sencillo, así, como si de verdad fuera pacifista y nada importara gran cosa. Me refiero a aquella vieja idea de la conveniencia moral y médica de huir de la
pertenencia, de esta manía nuestra de pertenecer a alguna capilla y vivir amparado por emblemas.
Milagro. Alguien habla de atreverse al desprendimiento, a desprenderse anímicamente de todo (aunque uno haya de tener casa, trabajo e incluso teléfono móvil), de esta cobertura de pertenecer en cuerpo y alma a alguna iglesia, la Derecha, el Atlético de Madrid o Podemos.
Naturalmente, se puede
picar aquí o allá, debe uno incluso comprometerse con alguna causas justa. Eso nadie lo discute. Pero alguien (curiosamente hombre, no mujer) se atreve esa tarde a defender algo así como la
no pertenencia, la tecnología oriental de desprenderse de ataduras y soltar lastre, como un globo que quiere ascender a su firmamento. No hacia un cielo que está en otra parte, arriba, sino el que se encuentra al aceptar la más íntima imperfección, al reconciliarse con su potencial perfección.
Y esto, se entiende que no para ser más individual o narcisista todavía, sino para descender y ser más elemental. Para desprenderse de la prisión individualista del Yo, esa empresa del nombre propio que siempre necesita además un furioso
nosotros nacional, ideológico o profesional. Un nosotros donde el narcisismo de la identidad pueda circular y ser compartido.
Al menos con una mano, este primer desprendimiento de la identificación, de un nosotros compartido que deja fuera al resto, es lo que permite conectar con una humanidad que siempre ha tenido sus manos vacías. Permite exiliarnos (al menos con una mano, con un hemisferio cerebral) del sectarismo globalmente funcional. Por eso es normal que tal desprendimiento produzca en Occidente, la tierra de la identificación y las oposiciones, un cierto
vértigo. El vértigo de la no-pertenencia, a veces sentido como un exilio, a veces como una especie de beatitud.
Es también el vértigo de tener alma. Y claro, aquí hay un problema, eso algo que no está muy bien visto. No está bien visto, ni comprendido, encontrar abrigo en el desamparo, sin buscar culpables.
Indiferentes a eso, se encadenan bromas cómplices sobre lo que a algunos nos cuesta el
no. Tenemos dos manos. Con una debemos ser afectuosos, epicúreos y comunitarios, conectando a ser posible con cualquier escena. Con la otra debemos ser ascéticos, estoicos, afrontando lo trágico de la no pertenencia, la no parcialidad. Y se trata de intentar esto no de una manera típicamente occidental, donde la tragedia se ha de hacer espectacular, mientras se rasga todas las vestiduras. Más bien de una manera pueril y un poco zen, donde lo trágico busca devenir en juego, en una pequeña infancia o una comedia serena. Joyce dice en cierto momento de
Finnegan's wake: "Sonoro, cólmanos de miserias, mas adorna nuestras artes con risas suaves". Es algo así.
De ahí otra bonita palabra de esa noche:
Normópata. No de normativa, sino de normal o común. Vivir pareciendo un imbécil, un idiota cualquiera. Conectado al
vacío de la naturaleza común, ese acontecimiento que hace el vacío y, por tanto, nos relaciona con cualquier cosa.
Kierkegaard, no lejos de esta beatitud sencilla, decía: "El caballero de la fe debe parecerse a un dominguero cualquiera".
Normópata. Bonita palabra que se aplica a pocos. Entre otras, la duda es cómo hacer compatible ese vértigo de la no pertenencia con el juego y la comunidad, con el necesario compromiso de ser parte (al menos pasajeramente) de algo: una situación, una noche, una conversación, una persona. Es una tarea interminable, donde cada día partimos de cero. En todo caso, es también normal que ese tipo de personas elementales tengan un poco difícil conciliar su modo de ser con algunas sagradas instituciones de este planetario democrático. La pareja, los niños y el trabajo, entre otras.
Tal vez por esta razón, cierta sabiduría occidental (de ahí el halo de profecía del errabundo medieval) tiende instintivamente a lo que nosotros consideramos desarraigo o marginalidad. Hasta
Marx, con el nombre bastante despectivo de
lumpen, expulsa del paraíso proletario a los desclasados.
El problema es cómo mantener el imperativo moral de vivir solo (no solo, sino a solas con el misterio del mundo) y estar a la vez con la humanidad, con una comunidad elemental en la que no tenga importancia la pertenencia, la ideología y el partidismo que en general nos defiende de la apertura del mundo. Ese vértigo de ser distinto y, a la vez, sentirse el universo entero. La teología ayudaba antes a tejer esta fractura de extremos. Los que ahora querríamos esta vía sin calzada lo tenemos un poco más difícil. Es el reto de una "santidad" sin atributos ni halo, sin altar ni posible identificación celeste.
En fin, tuvo gracia aquella frase y llamó la atención la forma sencilla de expresarla, tan alejada de nuestro habitual servilismo en el reparto de papeles reconocidos, y también de nuestro excepcional heroísmo wagneriano. Nos recordó la historia no escrita de nuestras vidas, al menos en esta reencarnación, con sus alegrías, su juego y sus angustias.
En resumen,
impertenencia, aunque resulte un poco impertinente. Una tecnología mental y existencial, que tal vez nos falta bastante a todos, para vivir directamente el enigma del mundo. Para sacar una forma de eso que mal llamamos vacío, sin logos ni marcas gregarias de protección, e inventar una buena relación con lo inhumano.
Vivir el desierto como suma total de nuestras posibilidades. Una tecnología que quizás también le faltaba a un tal Andreas Lubitz, que ahora ha dejado una áspera herencia.
Ignacio Castro Rey,
Impertenencia, fronteraD, 28/03/2015