by Nicolás Aznárez |
A Javier Muguerza
Cuenta el sociólogo vienés Peter L. Berger que en l945, poco después de que las tropas rusas entrasen en Viena, ofrecía la orquesta filarmónica de aquella ciudad una serie de conciertos para abonados. Los asistentes podían oír desde sus butacas el eco de los cañones. Pues bien: la conquista de la ciudad solo logró interrumpir los conciertos durante una semana. Después de ella, todo continuó como estaba previsto. La invasión de la ciudad y el ocaso de todo un imperio —comenta Berger— solo mereció una breve interrupción del programa.
Es posible que algunas personas acudiesen a los conciertos por falta de sensibilidad frente a lo que estaba ocurriendo, pero nada impide que interpretemos este hecho como el triunfo de la creatividad y del sentido sobre la destrucción y la crueldad de la guerra. En definitiva, como el triunfo de la esperanza. Mientras la música triunfe sobre el odio y la guerra quedarán resquicios para la esperanza. Tenía razón Ernst Bloch cuando, con cierto aire triunfal, repetía que la música, como las buenas obras, nos acompañará más allá de la tumba.
La humanidad ha dado suficientes muestras de que, como constataba Spinoza, está dispuesta a durar y, para ello, a no rendirse ante las catástrofes, por dolorosas y amargas que sean. Nadie puede contar las veces que, individual y colectivamente, hemos resurgido de nuestras cenizas. Me contaba un poeta alemán que un día de la II Guerra Mundial, al contemplar la hermosa catedral de su ciudad destruida por los bombardeos, se sentó sobre sus ruinas a escribir versos. Otras manos, con palas y azadas, intentaban poner orden entre los escombros; pero nadie echó en cara a nuestro poeta que no retirara escombros. Y es que, cuando nos golpea la desgracia, los humanos nos hacemos especialmente conscientes de que siempre son necesarias las dos cosas: retirar escombros y alumbrar nuevas constelaciones de sentido, hacer frente a lo perentorio y pensar en futuros más halagüeños y esperanzadores.
En el siglo XX, según Hannah Arendt “el siglo más cruel de la historia conocida”, la esperanza vivió algunos de sus peores momentos. Auschwitz nos dejó sin poesía y sin esperanza. Adorno llegó a calificar la esperanza de “crimen”; no la consideraba compatible con los campos de exterminio. Y, con él, otros muchos testigos de aquella barbarie. Sin embargo, algunas de las más lúcidas reflexiones sobre la esperanza nacieron precisamente entre los escombros de la II Guerra Mundial. Son los años en los que Bloch, a quien alguien ha llamado “catedral laica de la esperanza”, escribió El principio esperanza. Los tres volúmenes de esta obra genial no nacieron al amparo de una cátedra universitaria; fueron, más bien, resultado del esfuerzo y de la precariedad de un emigrante que, huyendo de Hitler, aterrizó, con lo puesto y sin medios de subsistencia, en Nueva York. Fregó platos en los hoteles de aquella ciudad para poder escribir sobre la esperanza. De las mismas fechas es ese alegato en favor de la esperanza que refleja El coraje de existir, de Paul Tillich, otro emigrante alemán que encontró refugio en tierras americanas. Por último: también la Teología de la esperanza (1964), de Jürgen Moltmann, obra de impacto mundial —“documento para siempre”, la llamó nuestro Pedro Laín Entralgo— comenzó a bullir en la mente de un muchacho de 16 años, en un campo de concentración inglés. Hitler lo había movilizado, igual que a tantos otros compañeros de generación como Ratzinger o Habermas. En su mochila de prisionero solo tenía un libro: El Nuevo Testamento. Aquel muchacho comenzó a entrever una “teología entre los escombros”. Consideraba a Dios como “lo único estable” en medio del derrumbe de todo lo que le rodeaba. Con honda emoción narra cómo después de la guerra las aulas de Teología de Alemania se llenaron de estudiantes-soldados que volvían de los frentes de guerra en busca de frentes de esperanza. Querían, casi exigían, que los grandes teólogos del momento les explicaran qué podían esperar después de todo lo que habían perdido y sufrido. Moltmann plasmó la respuesta que ofrecieron sus maestros en su obra El Dios crucificado (1972). El sufrimiento vivido en la guerra era un nuevo Viernes Santo de dimensiones desconocidas. Había que volver a pensar la teología de la cruz.
Acabo de mencionar a Laín Entralgo. Sería injusto no dedicar un recuerdo a su libro La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano (1957) que también se gestó en días de penuria nacional. Como médico, y como testigo de una época “incivil” de nuestro reciente pasado, conocía la tragedia y la desesperación; sin embargo, su biografía está estrechamente vinculada al término “esperanza”. “Dispensador de esperanza” llamaba Laín al médico. Era consciente de que existen pocos escenarios tan elocuentes como la enfermedad para evocar la esperanza. Una esperanza elemental —la de la salud—, inicio y sostén de toda otra esperanza. Consideraba, además, que el tema de la esperanza es muy propio de las tierras y de las gentes de España. Recuerda “la visión esperanzosa de otra vida”, de Unamuno. Tampoco olvida el lema de Quevedo: “Y solo en la esperanza me confío”. Laín no concibe una ética que no tenga su nervio en la esperanza. También su amigo José Luis López Aranguren evocó las “esperanzas españolas” y vinculó la ética con la esperanza. Ambos miraban, agradecidos, a Xavier Zubiri, su maestro e inspirador también en temas de esperanza. Decididamente, la esperanza ha encontrado buena acogida en nuestra tierra.
Estamos evocando una esperanza con minúscula y prevalentemente laica. La otra esperanza, la religiosa, la escrita con grandes caracteres, recorre estos días de Semana Santa nuestras calles y plazas. Pero tal vez no convenga ser muy severos al separarlas. Bloch, marxista y ateo, se negaba “por dignidad personal” a “acabar como el ganado”. Si en vida hemos sido diferentes de los animales, tampoco la muerte debería igualarnos a ellos. Es todo un guiño a la esperanza religiosa de resurrección, es decir, todo un canto a las mayúsculas, emitido por un apasionado de las minúsculas. Bloch se pasó la vida dándole vueltas al “qué puedo esperar”, de Kant. Más de 1.000 personas escucharon expectantes su lección inaugural en la Universidad de Tubinga; les había fascinado el título: ¿Puede frustrarse la esperanza? La respuesta de aquel Bloch, ya anciano, fue decididamente afirmativa; es incluso lo grande de la esperanza: que sabe de frustraciones. De ahí que la esperanza de Bloch sea una “esperanza enlutada”. Con frecuencia repite el refrán alemán: “El último hábito no tiene bolsillos”, aludiendo a nuestra total indefensión frente a la muerte. Pocas veces se habrá evocado la muerte —“hacha de la nada” la llamó— con tanto coraje y acierto como en las páginas de Bloch.
La esperanza nos acompaña fielmente hasta el final. De hecho, nos morimos esperando no morirnos. Se ha dicho que la esperanza es tan esencial al ser humano que entró con los judíos en las cámaras de gas. De ahí que, en un conocido reparto de tareas, se asigne al judaísmo el territorio de la esperanza (el cristianismo gestionaría el amor y el islam la fe). Se trata, obviamente, de un tema de prevalencias.
Finalmente, dejó escrito Albert Camus: “Lo importante es pensar con claridad y abandonar toda esperanza”. Obviamente, no es la tesis de estas líneas. Proponemos, más bien, continuar “a vueltas con la esperanza”. La esperanza con minúsculas tiene larga vida asegurada; sin ella todo se seca, la vida se torna lánguida e imposible. La otra esperanza, la de las religiones, la que promete el final de la hegemonía maldita de la muerte como último destino de los seres humanos, está al borde de lo desorbitado, pero no es imposible adherirse a ella. De hecho, millones de cristianos lo hacen estos días, con la mirada puesta en el destino de Jesús de Nazaret.
Manuel Fraijó, A vueltas con la esperanza, El País, 02/04/2015