Dice
Andrew Solomon que la depresión es un demonio pero leyendo su (monumental) libro uno tiene la impresión de que es también un fantasma, uno de los que te obliga a arrastrar sus cadenas en total y absoluto silencio. El profesor de psiquiatría ha hecho un manual, una biblia, que ataca esta plaga (afectara a uno de cada cuatro seres del planeta a lo largo de su vida, y me temo que se trata de una cifra terriblemente optimista) desde tantos frentes que al final de la lectura parece que sea ella (y no el lector) la que ha estado tendida en el diván.
La depresión, al contrario que otras enfermedades, parece condenada a residir en algún lugar desconocido, como si fuera un testigo protegido. «No hables de ella, no la menciones» parecen decir (muchos de) los asustados amigos y conocidos de los enfermos, como si también ellos temieran verse arrastrados al purgatorio.
Es curioso, porque hasta el momento nadie ha demostrado que fuese contagiosa, pero si juzgamos a los que divagan sobre ella (y estos días, en las tertulias, y a cuenta del terrible accidente del avión de Germanwings, todos parecen ser grandes expertos en el arte de estar deprimido) habrá que encerrar a los afectados en algún sitio, y aquellos/as que arranquen alguna vez a llorar porque algo les preocupa habrá que aislarlos también. «Tuvo una depresión en 2009» se ha oído decir del piloto que estrelló el avión en los Alpes, como si aquello fuera el revólver humeante que prueba el delito.
¿El piloto tuvo depresión? Efectivamente, y no fue el único , yo también sufrí una depresión en 2009 por la que tomé medicación, seguí trabajando, no asesiné a nadie, no obligué al conductor del autobús a tirarse por un acantilado, ni dejé de vivir (aunque viviera un poco peor). También conozco a varias personas que en 2010, 2011, 2012, 2013, 2014 e incluso este año sufrieron depresiones. Ninguna de ellas hizo nada a nadie, más allá de transmitir la sensación (y ni siquiera siempre) de que no se encontraba en su mejor momento. La depresión no es delito, ni siquiera la severa. No lo era en 2009 y no lo es en 2015.
La depresión es nuestra propia versión (moderna y prohibida) de la lepra, la demostración cristalina de que no solo el sexo, la religión y los suicidios son tabúes, también lo es una enfermedad que te encierra en un lugar oscuro en el que llegas a pensar que no hay nada ahí fuera por lo que merezca la pena respirar. Como los delfines, capaces de acabar con su vida a voluntad, los seres humanos también somos capaces de hacerlo, pero nos tomamos nuestro tiempo y podemos movernos entre el gentío sin que nadie nos pueda acusar con el dedo. «Eso sales a la calle y con los amigos y se te pasa», cuentan en los círculos más cultos de nuestra sociedad. Como esos consejos que puedes leer en el Reader’s digest.
Hace poco, con la misma sensación que tuve en 2009 de que se me torcía el gesto, busqué la ayuda de un experto y alguien me recomendó a alguien. Cuando eché un vistazo a la web, y hacia el final de un larguísimo texto que —entre otras cosas— me decía que era obligatorio acudir a la consulta con un árbol genealógico y una lista de secretos de familia, ponía que cuando la terapia acabara yo trabajaría «en directa conexión con el Espíritu Santo».
El demonio de la depresión de
Andrew Solomon, es para aquellos que no buscan milagros, ni remedios mágicos (y que, sinceramente, preferirían no tener que trabajar con el Espíritu Santo). De hecho, es un libro duro porque a veces funciona como un espejo para cualquiera que alguna vez (aunque sea una sola vez) ha sentido el peso del piano de cola en la espalda y ha pensado para sí mismo que arrastrará ese peso el resto de su vida. La capacidad de
Solomon para situar al espectador y al paciente en planos separados es simplemente abrumadora. Ese —puede que ingenuo mantra— «ahora hablas tú, pero ahora habla ella» que te enseña que puede que no todo el palabreo que ocupa tu cabeza sea estrictamente tuyo es en cierto modo tonificante. Al principio del libro, cuando el autor confiesa su propio paso (en repetidas ocasiones) por la ciénaga en la que te hunde esta enfermedad, recuerda un viaje al lugar donde pasó su niñez. Allí había un roble centenario, que ahora soportaba el abrazo de una enredadera. Una enredadera que había ahogado al árbol, estrangulado sus hojas hasta tal punto que era difícil decir si seguía siendo un roble.
Solomon habla de ello como si él mismo fuera ese árbol, incapaz de respirar, colonizado por otra fuerza mucho mayor y más fuerte, que le controlaba y le impedía seguir siendo lo que era cien años atrás.
Solomon, considerada una de las máximas autoridades mundiales de esta disciplina que trata de descifrar por qué a veces los seres humanos somos capaces de autodestruirnos sin ni siquiera tener que apretar ningún botón y es capaz de leer cada pieza del puzle con una virulencia a veces descarnada (y son seiscientas páginas de lenguaje a veces enrevesado y a veces endemoniadamente transparente). El profesor no ofrece soluciones pero sí instrumentos, herramientas, trucos (si se quiere) para desconcertar a la maldita depresión y hacerla menos espesa, menos vírica, menos omnipresente. El conocimiento, el papel del «que te jodan» que uno debe exhibir ante una enfermedad que trata de anular todos esos instrumentos que permiten al ser humano amar y ser amado, y que sepulta su confianza hasta obligarle a creer que no solo no puede ver la luz sino que esa luz no existe.
Hay honradez (dolorosa, no es este un libro para el que pretenda encontrar la magia para salir del hoyo) en el reconocimiento de que sabemos muy poco de la depresión, de que las estadísticas no son fiables y de que incluso los mejores medicamentos pueden no funcionar igual para todo el mundo. También hay en
El demonio de la depresión una profundísima reflexión sobre nuestra relación con el sufrimiento y con esa obsesión por evitarlo a toda costa. Para
Solomon, sufrir es parte de la vida tanto como respirar o alimentarse: algo que debemos aprender a asumir de forma natural y cuya importancia reside en el hecho de que nadie es feliz todo el tiempo («acabaríamos siendo idiotas» mantiene
Solomon, siendo difícil llevarle la contraria) y esos momentos en que lidiamos con el dolor deben utilizarse para calibrar nuestro carácter, nuestra conciencia, si deseamos llamarlo así, de forma que afrontarlo se convierta en algo casi habitual y el dolor (y sus consecuencias) se atenúen continuamente.
De hecho, sabemos tan poco de la depresión que nadie ha sido capaz de aislar las causas, ni de averiguar por qué determinados desequilibrios químicos afectan a los seres humanos de formas completamente distintas. Del mismo modo, nadie sabe exactamente qué causa el paso de la depresión leve a la severa o por qué alguien puede llegar al punto de desprenderse de su propia vida. Hasta en este punto nadie es capaz de aportar cifras concluyentes; cada uno utiliza sus propios factores analíticos y para unos el 2 % de los afectados por depresiones severas acaba suicidándose; para otros es el 5 %. «Cada uno utiliza los números para probar sus propias teorías», dice el psiquiatra.
El estadounidense, un humanista de pies a cabeza (y un tipo brillantísimo, huelga decirlo) propone algo tan simple (a primera vista) como aceptarnos en plenitud, gustarnos aunque estemos bien jodidos, encontrar la manera de molestar a la enredadera con la actitud de cantante de rock que ya ha ganado demasiado dinero y al que todo le importa tres pitos. Pero que nadie se confunda,
Solomon no es un gurú de la autoayuda ni nada parecido, y uno puede intuir que las ha pasado canutas y que el demonio también le ha mirado a él más de una vez. Lo que intenta este profesor de psiquiatría es que aprendamos a reconocer al villano a simple vista, que sepamos cuándo es él quien toma las decisiones y cuándo somos nosotros los que mandamos (la depresión tiende a la dictadura, eso también queda claro leyendo a
Solomon), y que consigamos atajar la enfermedad con la correcta combinación de corazón y cabeza (y sí, eso incluye medicinas y químicas varias en diversas ocasiones, no hay deshonor o vergüenza en ello, como no la hay en sufrir de ansiedad o sentir que nos falta el aire). Y
Solomon, un señor extremadamente honesto, propone salir del armario, no tener miedo de hablar de lo que nos sucede, no esconder que estamos de barro hasta el cuello. Porque como decía el doctor Seuss: «Be who you are and say what you feel, because those who mind don’t matter and those who matter don’t mind».
Toni García Ramón,
¿La depresión es delito?, jot down, 06/04/2015