Tengo la sospecha de que el origen de las religiones está en la experiencia de los sueños. No de cualquier sueño, claro. Están los sueños previsibles, que nacen del cansancio de la vida diaria, del trabajo, que bien pueden ser lo que los neurocientíficos describen como un reseteo de la mente, desbordada de información y emociones por las tensiones del día. Pero están también los sueños extraordinarios. Me refiero a sueños que ocurren en momentos especiales. Quizá cuando el reposo es profundo, en la fase REM de ciertas noches. Son sueños en los que te visitan aquellas personas que han determinado tu identidad. Quizá tus seres queridos ya muertos. Quizá vivos y lejanos. Quizá vivos y cercanos pero ausentes. Quizá los de al lado bajo formas augurales.
Freud consideraba que en los sueños se destapa un poco la represión y los deseos surgen a borbotones, desplazándose y mezclando, produciendo esas narrativas que tanto nos intrigan en los breves momentos en que nuestra memoria de entreluces los confunde con la realidad. En los sueños ordinarios se desplazan las superficies de la identidad. En los extraordinarios, los estratos profundos que señalan las bifurcaciones de nuestras sendas constitutivas. No es casual que en ellos ocurran, para quienes los tenemos, nuestros familiares o amigos muertos. De ahí mi sospecha sobre el origen de las religiones.
Juan Luis Arsuaga sostiene que la evidencia de la muerte es característica de los seres humanos, pero tal vez lo sea la remembranza de la muerte, de los muertos. Aparecen como vivos. Nos encontramos frente a ellos con nuestra identidad actual, aunque deberíamos tener otra edad o condición. Nos comportamos con ellos con la misma familiaridad que siempre tuvimos, aunque sabemos que nuestra edad no permite esas relaciones.
De ahí el carácter oracular de ciertos sueños. En muchas culturas son sucesos normativos que el sujeto entiende como evidencias de un mensaje profundo que debe ser interpretado. Confieso estar de acuerdo con las mentes primitivas. Ciertos sueños son algo más que sueños. Son síntomas o avisos. ¿De quién? Claro, no de ellos y ellas sino de uno mismo. De los estratos más ocultos del yo (iba a decir, del "yo auténtico", pero me he corregido a tiempo. No hay tal cosa) que se corporeizan en las formas más cargadas afectivamente de nuestra memoria.
Pido perdón si todo esto suena a rollo new wave o irracionalista. Todo lo contrario. Me parece que los sueños extraordinarios traen mensajes que nos devuelven al sentido común. Como si los yoes de abajo se rebelasen contra las máscaras que nos han ido maquillando en los últimos tiempos y nos recordasen qué es lo que vale todavía.
La reivindicación del sentido común tiene una fase onírica y una fase consciente. Durante mucho tiempo fue una de mis expresiones auto-prohibidas. Había empezado a usarla con
Descartes, tan avisado sobre los usos del sentido común. Pero muchas ocurrencias en las conversaciones cotidianas me distanciaron. Recuerdo que mi profesor de Ética, que nos recordaba múltiples veces que había tenido carnet de la CNT pero supimos más tarde que después fue uno de los censores culturales del franquismo, y entonces representaba el
aggiornamiento, sostenía, también, con asiduidad, "quien a los veinte años no es de izquierdas es que no tiene corazón, quien a los cuarenta años lo sigue siendo lo que no tiene es cabeza". Me rebelaba entonces y lo hago ahora, cuando dejé atrás hace tanto los cuarenta. Sospechaba de que la expresión "sentido común" era una expresión de batalla, contra quienes se situaban en el altervitalismo. Más tarde, allá por los años duros de la violencia en la transición, conversaba con un conocido muy introducido en los entresijos del abertzalismo, incluso de la parte más siniestra. Le pregunté sobre cuáles eran las ideas políticas de ETA y de cómo era capaz, con los medios que uno sospechaba, resistir al estado y a sus múltiples medios. Me respondió a las dos preguntas: "no saben mucho de política, pero tienen mucho sentido común". Me reafirmé en otro sentido en la sospecha contra la expresión.
He tardado años en reconciliarme con ella. Me había costado la sospecha sobre la expresión "lo cotidiano" y tuve que leer a
Stanley Cavell para recuperarla. Y a
Gramsci, para entender la cantidad de estratos que constituyen nuestra vida cotidiana y el complejo de fuerzas que ocurren en nuestras expresiones. Ahora sé que los dos tenían razón. Que lo común es común, lo que ocurre es que es tenso y dramático. Que en lo que consiste nuestra vida cotidiana es en la confusa interrelación de lo que aparentemente son intuiciones pero realmente son construcciones ideológicas.
Cuando las voces y formas más cercanas se aparecen en los sueños lo hacen como oráculos del sentido común. Nos señalan lo que son los centros de la vida, las sendas en el bosque de la existencia. Nos dicen que lo superficial puede ser demasiado contingente y que recordemos siempre la voz de lo común.
Hace poco un compañero nos dio una aclaración a una pregunta no formulada. Discutíamos sobre qué hacer o decir. Su consejo fue: "cuando no lo tengas claro, pregúntate qué diría tu abuela". Era, es, perfecto. Quizá su juventud le hizo referirse a otras abuelas que las que yo podría tener en la cabeza, pero aún así, me parece que coincidió con ese mensaje que a veces nos traen los oráculos no buscados y que nos buscan en el sueño.
Fernando Broncano,
Oráculos no buscados, El laberinto de la identidad, 02/04/2015