Ulrich Beck, cuyo reciente fallecimiento lloramos en el mundo, nos dejó una obra maestra de la sociología,
La sociedad del riesgo (1992). Mostró cómo la complejidad de las sociedades modernas, organizando de forma sistemática todos los actos de nuestra vida, ha incrementado la incertidumbre. Porque los sistemas tecnológicos y organizativos de los que dependemos han transformado nuestra existencia en procedimientos cuyo funcionamiento se asume como normalidad. Cuando alguna conexión falla, la repercusión en cadena de ese engranaje en todos los reguladores de la cotidianidad amplifica las consecuencias de un fallo puntual para todo el sistema. Y como la regulación perfecta es inverosímil, estamos expuestos a lo imprevisible, al riesgo de que ocurra cualquier cosa. Por eso plantea
Beck que la capacidad institucional y personal de gestionar el riesgo de lo imprevisto es la clave para un manejo de la vida en el tipo de modernidad en que vivimos. Profunda reflexión que ilumina los angustiados debates que surgen a partir de la tragedia de Germanwings.
Nos damos cuenta de que el sistema no depende de máquinas, sino de la interacción entre máquinas y humanos. Y que lo más imprevisible somos nosotros. En la medida en que lo que haga un individuo tiene efectos en colectivos muy amplios, tanto en el instante como en el largo plazo, la potencia tecnológica que hemos acumulado puede tener consecuencias catastróficas a partir de actos humanos no controlables.
Se acumulan las informaciones sobre la perturbación mental de Andreas Lubitz el día en que se convirtió en homicida suicida aprovechando su control de la cabina de vuelo. Su depresión estaba diagnosticada pero no controlada por su empresa ni revelada en su contexto laboral, aunque sí en el personal. Y también aparece un vínculo entre su estado mental y el miedo a perder su sentido de vida: volar. Las reacciones de industria y gobiernos para evitar futuros desastres pasan por reforzar los mecanismos de control del uso de las máquinas por los humanos. Por un lado, no dejar nunca a un piloto solo en la cabina. Por otro lado, controlar el estado psíquico de los pilotos. Es decir, se rompe la confianza en quienes nos transportan de un lugar a otro. Y se hace aún más complejo, y por tanto menos previsible, el sistema de control. Porque aunque haya otra persona en la cabina, ¿quién impide al posible homicida neutralizar a su controlador? ¿Tendrá que ser un robusto agente armado el que vigile las salidas al baño? ¿Y si es el agente el que es maniaco-depresivo? Lo cual remite al control psiquiátrico previo de pilotos y sus controladores. Un control que no se hace rigurosamente porque es profesionalmente imposible. Las pruebas psicológicas son simples respuestas del sujeto analizado en un momento dado y su historial pocas veces permite predecir futuras reacciones imprevisibles. Así pues, habría que proceder a un verdadero análisis psiquiátrico con seguimiento continuado desde los cursillos de formación y a lo largo de la carrera profesional. Pero si eso se hace con los pilotos, ¿por qué no con los conductores de tren, autobús y barco? ¿O con los policías? ¿O con el personal médico que tiene derecho profesional de vida y muerte sobre nuestros cuerpos? Y puestos a controlar irresponsables, ¿por qué no empezar con aquellos financieros que colapsaron la economía mundial destruyendo millones de vidas? ¿O con los políticos profesionales, para asegurarnos de que no son cleptómanos? De hecho, en Argentina tras el corralito, se debatió un proyecto de ley para someter a los diputados a una evaluación psicológica.
Es decir, en múltiples dimensiones de nuestra vida quienes controlan los mecanismos de los que dependemos pueden, potencialmente, destruirnos a partir de comportamientos derivados de trastornos mentales. ¿Pero qué trastornos? Si hablamos de depresión, se estima que un 20% de los europeos (10% en España) sufre depresión clínica. A ellos se añaden otras enfermedades mentales. En el mundo, de las diez enfermedades graves más difundidas, cinco son mentales. En Estados Unidos el 60% de las mujeres están medicadas con antidepresivos. ¿Vamos a estigmatizar a cualquiera que haya tenido una condición mental problemática? ¿Crear un panóptico distribuido? Si la inestabilidad mental conlleva un alto riesgo, estaríamos en una sociedad de locos en la que tendríamos que estar todos vigilados, incluidos enseñantes capaces de neurotizar a los niños y hasta abusar de ellos. Por no hablar de los curas. ¿O la pederastia no es patológica? ¿Y traumatizar a miles de niños no es tan crimen como estrellar un avión? Pero aquí llegamos al quid de la cuestión: si nos controlan los psiquiatras, ¿quién controla a los psiquiatras? ¿O es que ellos forman parte de un sacerdocio sin problemas mentales?
Visto desde esta perspectiva, no hay controles que valgan. Lo más imprevisible es el ser humano. Y lo que ha cambiado es que muchos humanos tienen acceso a mecanismos automáticos de los que dependen muchas vidas. Mientras nuestras sociedades nos vuelvan locos por motivos múltiples estaremos viviendo entre locos. Los sistemas que inventamos para protegernos acaban condenándonos, como es el caso de las cabinas de avión que no se pueden abrir desde fuera como respuesta al peligro del atacante externo que apareció el 11-S. Claro que la inmensa mayoría de nosotros estamos cuerdos. Hasta que un día dejamos de estarlo. Y acuchillamos a la pareja o bebemos y nos estrellamos con el coche, familia incluida. Por eso
Beck planteó un dilema fundamental. No podemos controlar el riesgo creciente de vivir pendientes de sistemas automáticos automatizando y regulando todavía más. Tenemos que generar humanos capaces de asumir el riesgo desde la libertad. Y encontrar formas solidarias de vida, que están enraizadas en nuestras almas, a partir de las cuales reconstruir una modernidad enloquecida.
Manuel Castells,
La sociedad del riesgo humano, La Vanguardia, 03/04/2015