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El campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, en Polonia. / KACPER PEMPEL (REUTERS) |
Los historiadores lo han advertido y demostrado en diferentes ocasiones: en la amplia literatura sobre el Holocausto no hay ningún tema tan debatido –y tan sometido a falsedades y prejuicios raciales- como las relaciones entre los judíos y los polacos durante la Segunda Guerra Mundial.
Desde la disolución de las dinastías de los Habsburgo y Hohenzollern en 1918, las viejas élites y nuevas fuerzas sociales de Europa del este demostraron, con ideas y acciones, un enérgico antibolchevismo pero, sobre todo, instigadas por los partidos fascistas, un profundo y radical antisemitismo, puesto que asociaban a los judíos con todo lo que odiaban: el bolchevismo, el viejo orden y el dominio extranjero.
La crisis económica de los años 30 aumentó todos esos sentimientos, pero lo que causó un cataclismo en esos países fue el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Los hechos son bien conocidos. Hasta el inicio de la guerra en 1939, sólo unos cuantos centenares de judíos habían sido asesinados en Alemania, pese a que los nazis habían comenzado a acosar y perseguir con leyes y actos violentos a la población judía desde su llegada al poder en 1933. La matanza masiva empezó con los judíos que los alemanes capturaban en las zonas conquistadas de la Unión Soviética en el verano de 1941, y en menos de cuatro años la "solución final" segó las vidas de más de cinco millones de hombres, mujeres y niños, casi la mitad de ellos en Polonia. Los nazis causaron esa destrucción y la Segunda Guerra Mundial fue el escenario apropiado en el que se expandió esa brutalidad. Para que todo eso fuera posible, no obstante, tenía que haber mucha gente dispuesta a identificar a otros como sus enemigos o a considerar aceptable el exterminio.
Si se dejan de lado las opiniones de esos que defienden que el Holocausto nunca tuvo lugar, o de quienes tratan de minimizarlo con comparaciones con otras manifestaciones de genocidio provocadas por los aliados, lo que los historiadores debatieron y sacaron a la luz en primer lugar fue quién decidió proceder con esa "solución final", cuándo y por qué se hizo así, y qué es lo que se perseguía con ella.
Lo más significativo de las dos últimas décadas, sin embargo, es que comenzaron a aparecer investigaciones, poco conocidas hasta entonces, sobre la colaboración de la policía, de las administraciones locales y de las poblaciones de otros países invadidos por el Ejército y las fuerzas de seguridad alemanes. Aunque el número de personas implicadas y la complejidad de sus motivos impedía cualquier explicación simple, lo que quedó al descubierto fue no sólo el círculo de responsables y altos cargos nazis que organizaban las deportaciones, desde Himmler a Eichmann, pasando por Heydrich, sino también la amplia red de informantes y delatores que vieron necesario ese castigo mortal, por no mencionar a los británicos y norteamericanos que, desde el otro lado de la historia, abandonaron a los judíos. Los judíos fueron asesinados por los nazis alemanes y los fascistas de Europa del este, no por toda la población, pero ya nadie podía negar la complicidad “popular” en muchos de esos países.
El problema se complica cuando a esa historia ya compleja y muy debatida entre auténticos especialistas, se suman las declaraciones de políticos o de gente como James Comey, el director del FBI, con sentencias fáciles y acusatorias, muy alejadas de los análisis y narraciones que interpretan aquellos acontecimientos, el “incomprensible” Holocausto, como lo definió Arno Mayer, a la luz de las fuentes disponibles.
Una buena parte de la clase política en Polonia y Hungría deforman aquella historia traumática para adaptarla a sus propios fines y justificar el presente. En el caso de Polonia, ya en 1990, un libro editado por Antony Polonsky,
My Brother’s Keeper?: Recent Polish Debates on the Holocaust, levantó polvareda y protestas porque incluía polémicas entre intelectuales polacos y judíos polacos sobre el antisemitismo y sobre lo que muchos polacos hicieron o dejaron de hacer durante el período de eliminación sistemática de judíos.
En el caso de Hungría, el largo período de gobierno autoritario y ultranacionalista del almirante Miklós Horthy, mantenido sin demasiados problemas durante sus primeros veinte años, dio un cambio radical con su decisión de meter a Hungría en la Segunda Guerra Mundial al lado de la Alemania nazi en abril de 1941. Horthy, mediante sucesivas “Leyes Judias”, en 1938, 1939 y 1941, había ido recortando los derechos de los súbditos húngaros de religión judía y hubo matanzas de judíos en el frente ruso protagonizadas por las SS, asistidas por tropas húngaras. Pero con la invasión nazi, en marzo de 1944, de las restricciones se pasó a la persecución abierta y se metió a Hungría de lleno en la solución final.
Viktor Orbán y la derecha húngara hace tiempo que están empeñados en demostrar que había una tradición conservadora, rota por dos ocupaciones extranjeras de Hungría, la nazi y la soviética, protagonizadas por dos ideologías totalitarias ajenas la verdadera historia del país. Solo así se explica el fracaso del liberalismo y de la democracia, la radicalización de la política, el patriotismo de Horthy, atrapada como quedó la nación, luchando por su independencia y soberanía, entre dos terribles y violentos superpoderes totalitarios. Y fue, por supuesto, un factor externo, la ocupación nazi, el que justifica la parte de la historia más complicada de explicar para los conservadores: la persecución de los judíos, iniciada ya con Horthy, y el desarrollo fatídico de los hechos que llevó a la conquista del poder de los fascistas húngaros de la Cruz Flechada en octubre de 1944.
Las declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente difundidas y manipuladas por medios de comunicación de diferente signo, contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles.
El Holocausto es la cara más cruel de un siglo que conoció guerras, genocidios, violencias de Estado y revolucionaria sin precedentes. Pero ese siglo presenció también, gracias entre otras cosas al impacto del Holocausto, la creación de tribunales internacionales, la persecución de criminales de guerra, la formación de comisiones de la verdad. Y muchos hombres y mujeres, especialmente en los últimos años, protegidos por el paso del tiempo, necesitados de liberar sus terribles pesadillas, se han atrevido a contarlo, a documentar sus vidas, a la vez que contribuían a documentar la de todos, a denunciar la traición y cobardía de algunas de sus patrias y ciudadanías. Esa es la cara de la esperanza, la que invita a vigilar y cuidar la frágil democracia, a recordárselo a los responsables políticos, a perseguir la intolerancia, a extraer lecciones de la historia, a educar en la libertad.
Julián Casanova,
A vueltas con el Holocausto, El País, 22/04/2015
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