Cuando
aquel avión de Germanwings se estrelló en marzo en los Alpes franceses, todos los esfuerzos se centraron, como de costumbre, en neutralizar la inquietud de los potenciales pasajeros de las líneas aéreas acerca de la fiabilidad de la tecnología que sustenta estos viajes. Urge descubrir las causas para que, una vez detectadas, se corrijan los fallos y se llenen las lagunas, se paguen las indemnizaciones y se restaure la fe de los usuarios en la máquina, disimulando así el riesgo inherente a cualquier viaje en avión, pues este disimulo es psicológicamente imprescindible para subirse a estos aparatos sin miedo a volar. Así que, durante los primeros momentos, las imágenes de los televisores mostraban a unos equipos de rescate afanados en la búsqueda de esas causas, además de la recogida de los restos humanos que facilitase —según dijeron los psicoterapeutas— el duelo de las familias. Pero desde que el fiscal anunció el contenido de la primera caja negra, aquellas imágenes cambiaron de significado. Ya no se buscaban las causas de un accidente aéreo, sino más bien la razón por la que Andreas Lubitz había estrellado el Airbus en aquel paraje, como si esa misma razón se hubiera hecho pedazos junto con su cuerpo, con los de los demás tripulantes y pasajeros y con la aeronave, y como si ahora se tratase de recoger sus fragmentos dispersos y de reunirlos para recomponerla y así, como quien resuelve un rompecabezas, poder encontrarle un sentido a la catástrofe. Se habría dicho que también era esa razón lo que buscaba la mirada atónita y absorta de los familiares de los fallecidos que viajaron hasta el lugar de los hechos, cuando se perdía entre cerros y picos inaccesibles y finalmente también ella se estrellaba, esta vez contra la nada. Seguramente es un gesto atávico del que no es fácil desprenderse: cuando a alguien se le arranca algo que amaba, levanta los ojos hacia el cielo y busca una razón. Pero, ¿a qué llamamos, en estos casos, “razón”? Lo que así buscamos, ¿tiene en verdad algo que ver con la razón?
Se diría que, más que con la razón, tiene que ver con la búsqueda de un culpable o, en su defecto, de un responsable. Hasta qué punto hemos arrastrado a la razón por el lodo se comprueba al notar que probablemente los resultados de esa búsqueda —cuyo escenario se desplazó enseguida a la vida privada de Lubitz, donde se esperaba encontrar la “caja negra” de su psiquismo— habrían parecido en general más satisfactorios (más “racionales”) si hubiesen apuntado a que Lubitz militaba en las filas del “terrorismo yihadista”. Porque, aunque se trate de una figura insuficientemente definida, es la que en este momento histórico adopta el enemigo de las democracias occidentales. Y los enemigos,como habría dicho
Carl Schmitt (con otras palabras), son gente de fiar: quieren lo mismo que nosotros (el poder económico, militar y político), y por eso los entendemos, aunque lo persigan con fundamentos y medios que juzgamos ilegítimos y equivocados, y por eso los combatimos. Es decir, que estamos dispuestos a admitir como una razón, e incluso una “buena razón” para el asesinato en masa algo tan genuinamente irracional como el fanatismo religioso que sirve de coartada y de combustible a la violencia política. Pero Andreas Lubitz no era un terrorista. Por eso, su crimen, de pronto, se quedó sin razón (al menos sin “buenas razones”). Puede que tuviera un motivo para suicidarse (hay quien lo ha hecho por menos), pero si no era un loco sino una persona “normal”, si no era un enemigo sino un amigo, un ciudadano como nosotros, ¿por qué iba a matar a 149 personas inocentes?
Es curioso observar que, ante estas perplejidades, suelen acudir al rescate los que, en el terreno de la infatigable búsqueda “cultural” de razones (o sea de culpables), desempeñan un papel análogo al de las aves carroñeras en la naturaleza: sólo aparecen cuando los grandes depredadores ya se han llevado su parte. Como hace el escorpión cuando, desesperado, vuelve su aguijón hacia sí mismo al no poder derrotar a su enemigo, así también, cuando no es posible encontrar un culpable “externo”, el dedo acusador de los diagnosticadores se vuelve contra la mano que lo empuña: ¿no será culpable la “cultura occidental”, el modo de vida de la “civilización industrial” o del “capitalismo”, al que se señala como raíz de la tragedia precisamente porque no tiene enemigos exteriores y genera desde el interior su propio veneno, sus impulsos suicidas? Por este acto de prestidigitación, las víctimas dejan de ser inocentes, al tener que asumir su cuota en la responsabilidad colectiva por el nihilismo generalizado de la vida moderna, especialmente el de la despiadada austeridad prusiana.
¿Y en qué consiste este nihilismo? ¿Por qué produciría “crímenes de gente normal” como los que vemos en
Breaking Bad, Mentes criminales o
CSI? Pues justamente, según los fustigadores de las costumbres, porque ha privado a los individuos de un argumento histórico colectivo, de una razón para vivir o de un discurso que fundamente y articule su existencia dándole un sentido seguro y firme. Algo que, en opinión de
Boris Groys, desapareció de la cultura occidental definitivamente con la caída de la URSS: “Tras el final del comunismo (…) la desideologización (...) ha postergado el valor simbólico de la cultura en su totalidad (...), porque a efectos prácticos sólo tiene el significado de una mercancía y circula como tal: como entretenimiento de la clase culta. No tiene ninguna relevancia fundamental porque ya no sostiene los fundamentos de la sociedad sobre un discurso, como en la Edad Media o en el comunismo” (
La razón al poder, Pre-Textos). Vemos, de nuevo, que tenemos un concepto tan vil de “la razón” que lo que echan de menos sus nostálgicos es aquello que les permitía siempre “tener razón” a los señores feudales o a los comisarios políticos soviéticos, que por cierto sostenían sus sociedades sobre algo más que discursos, por ejemplo fusilamientos, quemas de herejes y campos de concentración (¡qué fácilmente fundan sociedades algunos, sobre todo cuando no tienen que vivir en ellas!). Pues claro está que no se les puede proporcionar a los hombres una razón para vivir sin darles también una para morir, evitando así que tengan que hacerlo sin sentido alguno, de una manera obscena, asocial y “biológica”. Y una vez que se les da una razón para morir se les ha dado también una para matar.
El lector ya habrá adivinado quién ha de venir a rescatarnos del nihilismo: la religión. Sigue
Groys: “La muerte se ha convertido hoy en un asunto privado (…) cuando los hombres mueren, mueren una muerte puramente biológica (…): se podría caracterizar el surgimiento de las religiones como colectivización o socialización de la muerte (...). Lo que nosotros interpretamos como un terror inspirado en la religión (...) son, a menudo, intentos de devolver a la muerte su dignidad y relevancia (...) en la vida social”. ¿Quizá piensa
Groys que las víctimas del Estado Islámico deben estar agradecidas a sus verdugos por la inyección de sentido que permitirá a sus familias celebrar las fiestas más unidas mientras miran el vídeo en el que se degüella o quema vivo a su pariente por buenas razones? Quiero decir que esa “nostalgia de la razón” es en sí misma una patología al menos tan morbosa como el irredento nihilismo postindustrial, y que desde luego el terrorista que se suicida en un mercado abarrotado de gente no tiene más ni mejores razones que las de un nórdico anómico y descreído, aunque a éste se le note más esta orfandad. Y aunque sea a veces muy doloroso experimentar que nuestra vida y nuestra muerte andan muy escasas de sentido, sería a todos los efectos muchísimo peor, como saben todas las víctimas de la violencia política y religiosa, que nuestro dolor fuese justificado en nombre de alguna causa más alta, aunque se la llamase sarcásticamente “razón”. Por eso los seres humanos no tenemos caja negra.
José Luis Pardo,
La caja negra del ser humano, El País, 26/04/2015