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La frase del título es una variante del famoso cartel que se colocó en la sede de la campaña electoral de Bill Clinton en un tablón de anuncios y que decía “¡la economía, estúpido!”, pretendiendo indicar el eje que debía adoptar esa campaña. Haciendo uso del derecho que nos asiste a todos los ciudadanos de hablar de economía sin ser economistas, similar al que tienen los pacientes de opinar acerca de la atención que reciben sin necesidad de ser médicos, me permito plantear algunas cuestiones acerca del papel de las finanzas en nuestra vida económica, reconociendo la necesidad de opiniones mejor fundadas sobre el tema.
Parece claro que el monopolio por parte del Estado de toda la gestión económica de un país conduce al fracaso, en la medida en que la burocracia, la corrupción y la consiguiente ineficiencia son una consecuencia inevitable de ese exceso de centralización. Aunque algunas actividades económicas exigen la intervención de los poderes públicos –como la energía, los transportes, la sanidad, la educación, etc.- muchas otras funcionan mejor dirigidas por quienes viven de ellas, cuya gestión se vincula directamente con los resultados que obtienen. Y la experiencia de algunos países en los cuales se ha pretendido confiar al Estado hasta los restaurantes de barrio demuestra las consecuencias negativas de aplicar dogmatismos rígidos a la economía.
Esto sucede con la economía productiva, que requiere controles e intervención de los poderes públicos pero no su monopolio. Pero ¿puede extenderse este criterio al manejo de las finanzas, esa enorme burbuja abstracta que ha nacido de la economía productiva pero que ha logrado independizarse de ella y multiplicarse hasta superar varias veces la creación de riqueza de todos los países de la tierra? Mientras la economía productiva está medianamente sujeta a la legislación aprobada por cada país, las finanzas tienen medios para eludir cualquier control de los poderes públicos. No solo por su refugio en los paraísos fiscales, algunos de ellos afincados en la misma Europa, sino por los resultados de una globalización que les permite moverse libremente entre las fronteras. Privilegio, dicho sea de paso, del que no gozan los seres humanos, para los cuales se construyen vallas agresivas y crecientes controles.
La reciente crisis ha demostrado cumplidamente la capacidad del manejo privado de las finanzas para poner en peligro la economía mundial. No hay que olvidar que Lehman Brothers y tantos otros centros financieros que provocaron la crisis no son precisamente de carácter estatal. Y si se pretende descalificar cualquier intento socializante invocando el fracaso de “socialismo real”, con el mismo derecho se podría sacar como conclusión de esta crisis que la gestión privada de las finanzas conduce al desastre.
¿No habrá llegado el momento de confiar a los poderes públicos esa gestión? Por supuesto que esto no implicaría una garantía de eficiencia ni de honestidad, pero al menos las decisiones contarían con una legitimidad democrática de la que carecen los anónimos gestores de los fondos de inversión, y sería posible pedir responsabilidades por sus errores y acudir a los tribunales cuando sea necesario. El manejo de una banca pública estaría sujeto a la publicidad y la supervisión de la oposición y de los ciudadanos y su destino podría orientarse a financiar necesidades reales de la sociedad antes que a un improductivo juego de casino en el cual el dinero crece en una espiral autoerótica. No se trataría, por supuesto, de reeditar la nefasta experiencia de las cajas de ahorro, confiadas a directivos que en el mejor de los casos lo ignoraban todo acerca de la gestión financiera y en el peor eran corruptos y delincuentes. Como cualquier banco, un banco público debe ser eficiente y gestionar el ahorro de sus clientes para invertirlos según criterios productivos que aseguren su rentabilidad y no convertirse en una agencia de colocaciones para políticos inútiles o en una sociedad de beneficencia, de modo que sus directivos deben ser bancarios cualificados. Esta gestión pública podría coexistir con la gestión privada de algunos bancos, sujetos a una legislación más restrictiva que haga imposible esos juegos de casino capaces de desestabilizar al Estado. .
¿Resulta utópico un cambio de esta naturaleza? Probablemente. Pero no parece más utópico que el intento de regular legislativamente el ejercicio de la gestión financiera; ni siquiera ha sido posible implantar la modesta tasa Tobin, ante la amenaza constante de fuga de capitales. Y los políticos saben que cualquier novedad legislativa que trate de controlar eficazmente los mercados financieros será superada en poco tiempo por nuevas artimañas amparada en su extraterritorialidad. Tampoco sería necesario un cambio brusco: ya existen bancos públicos, que con el tiempo podrían convertirse en referentes para la actividad financiera del país, en la medida en que se estableciera una relación distinta con el Banco Central Europeo, ya que una medida de este tipo requiere el apoyo de un banco central que hasta el momento se ha caracterizado por defender los intereses de la banca privada antes que las necesidades de los países que han aportado sus fondos. De hecho, uno de los mayores escándalos de esta crisis consiste en las condiciones favorables de los créditos que el banco europeo concedió a la banca privada para que esta, a su vez, prestara ese mismo dinero a los Estados a intereses muy superiores, convirtiendo así la deuda privada en deuda pública.
Como es evidente, la raíz del problema no es financiera sino política. Se sabe que quienes manejan las finanzas nunca buscarán otra cosa que su propio interés inmediato; corresponde a los políticos la tarea de domesticar al capital financiero, y no parece que exista otro camino para ello que la gestión pública de esos capitales para asegurar controles democráticos que no serían posibles mientras estén en manos de especuladores. Y tampoco vale aducir la imposibilidad de estos cambios hasta que no sean adoptados universalmente: en la actualidad nada impide a uno o varios países promover una banca pública eficiente ni a sus ciudadanos confiarle sus ahorros, aun cuando sus resultados sean limitados.
Un año antes de morir, Santiago Carrillo publicó dos artículos en El País (11/4 y 4/8 de 2011) que merecen ser releídos, independientemente de la opinión que se tenga sobre su autor. Dice en uno de ellos: “El capitalismo puede subsistir en la economía productiva, en la industria, la agricultura, el comercio, los servicios, desapareciendo los “mercados”. La transformación del sistema financiero –“los mercados”- en un servicio público, a cargo de los Estados y en el plano global de los organismos adecuados, bajo el control de la comunidad internacional, aseguraría el crédito sin su acompañamiento actual, la especulación. El sector productivo es el que crea la riqueza real.” La organización internacional ATTAC lleva muchos años tratando de introducir racionalidad en el manejo del dinero, luchando por una tasa a las transacciones financieras y la creación de una banca pública. Es evidente que el mundo financiero nunca escuchará estas pretensiones, pero estamos en nuestro derecho de pedírselo a los políticos.
Augusto Klappenbach, ¡Son las finanzas, estúpido!, Público, 29/04/2015