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Vivo en Buenos Aires, en el barrio de Villa Crespo. Hace casi cuatro meses que en mi casa y las manzanas que la rodean no hay luz. Ahora estoy allí, a oscuras, pensando en A. y J. El 27 de enero pasado se incendió un transformador. Desde entonces, cientos de vecinos no tenemos energía. En verdad tenemos, sólo que no es “real”: la chupamos de un gigantesco generador que la empresa eléctrica —Edesur— subcontrató a otra en la que trabajan A. y J. Somos cientos conectados a una teta voltaica y precaria, alimentada con mil litros de combustible, ubicada sobre una avenida de alto tránsito. No somos los únicos: hay otros, en otros barrios, pero como estamos dispersos nos llaman “casos puntuales” y no le importamos a nadie. La empresa no repara el transformador y no lo va a reparar porque “no existe factibilidad técnica”. El Estado (que asegura que no hay crisis energética o que, si había, ya pasó) se declara incapaz: dice no tener herramientas para obligarla a hacerlo. Así, cada diez horas o tres días el generador se queda sin combustible o falla, se detiene y todos nos quedamos —por doce, por tres horas— sin luz. Cuando eso sucede, los vecinos no llamamos a la empresa eléctrica ni a un ministerio para reclamar, sino a A. y J., técnicos de la empresa dueña del generador, y decimos “Se detuvo”, y yo, como ahora, los imagino cruzando la ciudad, afables héroes en overall,para que la luz —precaria, inflamable— se haga, y me lleno de gratitud y al mismo tiempo me digo que está muy mal que ellos se ocupen de nosotros mejor que quienes deberían ocuparse. Porque cuando los ciudadanos empezamos a cuidarnos entre nosotros se empieza a vivir en un mundo peligroso: un mundo en el que sólo sobreviven los más fuertes. El más injusto y aterrador de los mundos posibles.
Leila Guerriero,
Mundo feroz, El País, 13/05/2015