El filósofo
Albert Camus afirma que “el hombre es la única criatura que rechaza ser lo que es”. Este inconformismo explica el éxito evolutivo del Homo sapiens: nuestra extraordinaria capacidad de adaptación al medio, desde las sabanas africanas hace 40.000 años al espacio exterior. El transhumanismo quiere introducir artificialmente unas mejoras (genéticas, orgánicas, tecnológicas) en el hombre con el objetivo declarado de hacerlo más feliz. Nos podemos imaginar, no ya los deseables resultados de la medicina regenerativa o la robótica, sino verdaderos ciborgs (seres biónicos), con chips integrados que les permitan interactuar mentalmente con otros individuos y con superordenadores o androides. O bien, superatletas que representen el dopaje fisicoquímico perfecto y dejen atrás nuestros Usain Bolt o Ryan Lochte.
Esas modificaciones neuronales/conductuales también podrían alterar nuestros procesos deliberativos, comprometiendo nuestra libertad.
Hay que reflexionar prudentemente y dotarnos de regulaciones adecuadas que respeten los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que son primordiales para todo el mundo. Sin embargo, la mejora humana promovida por el transhumanismo comportaría a la larga la desaparición de lo que somos ahora, quizás pasando por una más o menos larga sumisión a los nuevos posthumanos. ¿Estamos preparados para eso o bien pensamos que hay que conservar nuestro patrimonio genético –cuya manipulación es objetivo prioritario de los transhumanistas– y seguir siendo hombres, con nuestra dignidad inalienable? Los códigos bioéticos prohíben la modificación genética de las células de la línea germinal, precisamente con el fin de evitarlo. Cada día conocemos mejor nuestro genoma, pero también crece lo que desconocemos.
¿Pensamos de verdad que unos seres posthumanos superdotados física y cognitivamente serían más felices? ¿Queremos acabar convirtiéndonos en sociedades totalitarias, como las reflejadas en los filmes
Gattaca o
La isla o, el más reciente
Elysium, en el que estos posthumanos dominan y desprecian a los humanos normales? ¿Sería justo que unos cuantos –seguramente los más ricos– tengan acceso a todas estas mejoras, mientras una gran mayoría queda al margen? El hombre ha triunfado evolutivamente porque ha estado y es cooperativo, no cuando es egoísta.
Albert Einstein decía que “Dios no juega a los dados”; a ver si seremos ahora los hombres los que jugamos, pero mucho cuidado, porque el riesgo de perder será nuestra desaparición como especie.
Miquel-Àngel Serra Beltran,
Bioética de la 'mejora', La Vanguardia, 28/11/2013
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