Leila Guerriero |
No siempre tengo cosas para decir. Entonces, a veces, me pongo a leer a Elizabeth Bishop. Y siempre, antes o después, llego a ese poema portentoso: El arte de perder. “El arte de perder no es muy difícil; / tantas cosas contienen el germen / de la pérdida, pero perderlas no es un desastre. / Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder / las llaves de las puertas, las horas malgastadas. / El arte de perder no es muy difícil. / (...) Desaparecieron / la última o la penúltima de mis tres queridas casas (...) / Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso / reino que era mío, dos ríos y un continente. / Los extraño, pero no ha sido un desastre”. Claro que no hay nada más difícil —y Bishop lo sabía— que el arte de perder. Hoy vi, otra vez, una película llamada Une liaison pornographique, en la que él —Sergi López— y ella —Nathalie Baye— se encuentran en un motel, sin saber nada el uno del otro, sólo para tener sexo: buen sexo. Lo hacen durante mucho tiempo hasta que algo se corre de lugar (como si se pudiera tener buen sexo con alguien durante mucho tiempo sin que nada se corriera de lugar), y entonces ella dice “¿Y si lo hiciéramos de verdad?”. Y lo hacen: de verdad. Como si fuera la primera vez. Y el amor —un embrión flojo pero firme— resulta ser el ángel de la muerte, porque es exactamente entonces —cuando dejan de ser el uno para el otro un poco de carne sin pasado y sin nombre— cuando empieza el momento de perder. Hace tiempo, un escritor amigo me dijo esto: “Sólo cuando sé que mi hija está condenada por mí, que la traje al mundo para morir y acepto eso, es cuando puedo ser su padre de manera cabal, liberándola y liberándome”. Habituarse a una hermosa risa humana, a un cuerpo vivo, cuesta muy poco. Dejar partir, en cambio —dominar el arte de perder—, cuesta la vida.
Leila Guerriero, Perder, El País, 03/06/2015