Ningún otro negociado ha sabido evolucionar para adaptarse de forma tan hábil al signo de los tiempos como el del miedo. Y eso lo sabe mejor que nadie la religión, el único instrumento de control social (dicho sea sin ánimo peyorativo) cimentado en el miedo a la muerte. No en vano se considera que las primeras manifestaciones religiosas de la historia son los entierros ceremoniales prehistóricos.
La idea de lo divino ha evolucionado desde el paganismo primitivo hasta el monoteísmo de las tres grandes confesiones modernas pasando por el politeísmo de las antiguas religiones griega, romana, egipcia, celta y nórdica, por el henoteísmo y por ramificaciones exóticas como el vudú y el animismo. No es una evolución menor. Y eso sin entrar en las diferentes concepciones de dios. Como explica Karen Armstrong en Una historia de dios, el dios de los patriarcas no es el mismo que el de los profetas, el de los filósofos, el de los místicos o el de los deístas del siglo XVII.
La característica clave de lo divino, aquello que hace que una determinada deidad triunfe y sobreviva a otros dioses rivales, no es su potencial místico, sino su utilidad. Cuando un determinado concepto de dios deja de ser útil es sustituido por otro más adecuado a la sensibilidad y las necesidades de su época. Algunos filósofos de la religión sostienen que el ateísmo moderno no es más que una fase de crisis típica de la transición desde un dios obsoleto (el de las tres religiones monoteístas) hasta un nuevo concepto de dios. Según esta teoría, los ateos volverán al redil cuando florezca una nueva idea de dios mejor que la actual. La espiritualidad, según esta teoría, no sería más que el estado por defecto del ser humano y el ateísmo, apenas una crisis de confianza transitoria provocada por la deficiente calidad del producto.
Desde un punto de vista más terrenal, la religión puede leerse como una forma primitiva de ordenamiento jurídico que pretende imponer el respeto a determinadas normas sociales que se consideran beneficiosas para la comunidad. En el peor de los casos, es la herramienta que utilizan determinadas elites para imponer sus dogmas de fe sin pasar por los filtros de los ordenamientos jurídicos modernos por los que una norma pasa a ser de obligatorio cumplimiento para toda la comunidad.
Desde el punto de vista de la biología, la pervivencia de la religión solo puede explicarse suponiendo que esta responde a una necesidad humana concreta. Ya sea la de apaciguar nuestros temores a la muerte, ya sea la de dar explicación a determinados fenómenos que no pueden ser descifrados por la ciencia de la época, ya sea la de promover la unidad de la comunidad frente a los enemigos externos. Enemigos que no tienen por qué ser otros seres humanos, sino también ideas o costumbres que se consideran ajenas, dañinas o corruptas.
Las mencionadas en el párrafo anterior son tres razones poderosas y probablemente ciertas, aunque solo aclaran parte del misterio. Como explica Daniel Dennett en Romper el hechizo, la explicación final debe de tener más capas. ¿Por qué de entre todas las ideas consoladoras frente a la muerte acabó triunfando la de la religión? ¿Cómo y con qué fin nació la primera creencia religiosa? ¿Y su primer dogma? ¿Fue obra de un solo hombre o de varios? ¿Fue la evolución sofisticada de un rito neurótico compulsivo repetido hasta la saciedad por un miembro influyente de la comunidad? ¿Es la religión algo más que una forma especialmente compleja de superstición? ¿Es algo más que un meme singularmente activo?
De todas las ideas falsas que rodean a la religión, y aquí recurro de nuevo a Dennett, una de las mayores es la de que esta ha acompañado siempre al ser humano. El protestantismo no tiene ni siquiera 500 años de vida. El islam tiene 1500. El cristianismo, 2000. El judaísmo apenas llega a los 4000. La mayoría de las religiones o supersticiones minoritarias ni siquiera alcanzan unas pocas décadas de vida para luego desaparecer sin dejar rastro. En comparación, la escritura tiene 5000 años de antigüedad, la agricultura 10.000 y el lenguaje como mínimo 40.000, aunque es posible que la cifra real se sitúe en algún punto entre los 400.000 y los 800.000 años. Si ampliamos la definición de religión hasta el campo semántico del término superstición o sentimiento religioso, entonces es probable que encontremos algo parecido a la religión bastante antes de que aparecieran los primeros sistemas complejos de creencias.
La evolución de la idea de dios es la de las sociedades que la acogen. El dios del Éxodo es una divinidad tribal, feroz, que no se preocupa por nadie más que por sus propios acólitos. Un concepto de lo divino muy alejado de ese dios panorámico y bondadoso del cristianismo moderno que considera a todos los seres humanos como merecedores por igual de su afecto. Como explica Karen Armstrong, los primeros hebreos no fueron todo lo monoteístas que parece deducirse de una lectura superficial de la Torá. De hecho, es bastante probable que los tres patriarcas de Israel (Abraham, Isaac y Jacob) ni siquiera creyeran en el mismo dios. Muy posiblemente su atención se dividía entre los dioses Marduk, Baal y Anant. De ahí que Yahveh, que no era en un primer momento más que el dios principal en una multitudinaria asamblea de dioses menores, parezca ciclotímico en la Torá: a veces es compasivo, a veces cruel, a veces caprichoso, a veces amoroso, a veces vengativo y a veces justo. Eso se debe a que no se trata del mismo dios en todos los casos. La personalidad del dios de la Torá (el Pentateuco para los cristianos) no es más que el resultado de la fusión de las características de otros dioses menores a los que este absorbe para pasar del henoteísmo al monolatrismo y de ahí al monoteísmo final. El dios único y verdadero del Tanaj (la Biblia hebrea) y de la Biblia cristiana no es más que el producto destilado de varios de los dioses del politeísmo primigenio.
La historia real es esta: cuando ese politeísmo primitivo y su creciente panteón inacabable de dioses amenazaron con atomizar y diluir la cohesión del grupo, surgió una nueva forma de deidad altamente evolucionada. Un dios omnipotente e intervencionista que castigaba a aquellas de sus criaturas que osaban dudar de su existencia. Y no ya de su existencia, sino de la extensa lista de dogmas y de fetichismos que se derivaban de ella. Como el de no comer cerdo, por ejemplo, un tabú que nació en la primitiva Judea y que durante siglos fue uno de los dos rasgos distintivos de los judíos (el otro era la circuncisión). El hecho de que muchos siglos después los musulmanes adoptaran como propio este tabú exclusivamente judío solo demuestra lo cómicamente paradójico de algunos dogmas religiosos. Tan cómicamente paradójico como para que, como explica Christopher Hitchens en Dios no es bueno, el libro Rebelión en la granja de George Orwell continúe vetado a muchos escolares musulmanes por la apabullante razón de que sus protagonistas… son cerdos.
Con el tiempo, la idea de un dios despiadado capaz de masacrar a su rebaño con tormentos sanguinarios de todo tipo se demostró inviable en sociedades mínimamente sofisticadas. La oferta de dioses continuaba siendo amplia, el politeísmo primigenio recobraba fuerza en forma de paganismo y en Roma se perfeccionaba el germen de lo que con el tiempo sería el derecho moderno. Allí donde hay derecho no es necesaria religión porque el orden social está garantizado por las leyes del hombre y no por un dios caprichoso. ¿Por qué escoger un dios irascible pudiendo optar por algún sucedáneo de Baco, un dios borracho, follador y despreocupado que no exige nada a sus seguidores y cuya filosofía de vida es el muerto al hoyo y el vivo al bollo? Así se perfeccionó y consolidó la idea del dios del Nuevo Testamento, un demiurgo cariñoso, comprensivo y ecuánime capaz de sacrificar a su propio hijo para salvar a la humanidad de sus pecados. Pura adaptación al medio.
La mentira era en el fondo la misma, pero su carrocería había pasado por el departamento de chapa y pintura para acomodarse a la nueva realidad: la de un mundo antropocéntrico en el que la medida de todas las cosas y el garante del orden social ya no era dios, sino el hombre y su muy terrenal orden jurídico. El apaño fue temporal. La llegada de la Edad Media devolvió al primer plano de la actualidad a un dios celoso y ávido de pleitesía. Que el fin de la Edad Media coincida en el tiempo no solo con la caída de Constantinopla sino también con la invención de la imprenta no es precisamente una casualidad.
Pero el dios del Viejo Testamento no había desaparecido del mapa: tan solo había aprendido a desviar el punto de mira de su cólera. A partir del siglo XV los dogmas de la religión no castigaron tanto la carne de los creyentes como su cerebro. Consolidada la victoria del dios único sobre sus innumerables competidores, los enemigos pasaron a ser la independencia intelectual, el libre albedrío y la responsabilidad individual. “La razón es la ramera del diablo, que no sabe hacer más que calumniar y perjudicar cualquier cosa que Dios diga o haga” (Martín Lutero).
Y en ese preciso instante, coincidiendo con el inicio de la batalla contra la razón, se plantó la semilla de los redentorismos modernos.
2. El redentorismo
Dos de los tres dioses de las religiones monoteístas mayoritarias han sufrido una mutación radical hasta llegar a sus formas modernas. El dios hiperintelectualizado del judaísmo contemporáneo no tiene nada que ver con el dios tribal de la Torá. El dios cristiano de la Biblia ha acabado combinando el palo de sus dogmas milenarios con la zanahoria de una espiritualidad lánguida y relajada más propia de las supersticiones orientales. El dios expansionista del islam, en cambio, sigue siendo básicamente el mismo que el del siglo VII d.C. Si alguien quiere la prueba definitiva de que las religiones no son la palabra de dios sino apenas el reflejo de las sociedades que las acogen, ahí tiene la prueba definitiva.
Pero el protagonista de este segundo punto no es la religión sino la espiritualidad. Una espiritualidad que también ha evolucionado a lo largo de los siglos. Como dijo G.K. Chesterton, “desde que los hombres han dejado de creer en dios no es que no crean en nada, es que se lo creen todo”. O lo que es lo mismo: que los ciudadanos del Primer Mundo hayan abandonado masivamente la religión no quiere decir que hayan abandonado su pasión por las explicaciones simplistas a problemas complejos. Es decir por la mentira.
Porque dios no ha sido reemplazado en las sociedades occidentales por el racionalismo sino por una forma liviana de espiritualidad: las ideologías redentoristas. Y digo liviana porque los redentorismos actuales, a diferencia de los viejos dioses, no exigen de sus acólitos nada más que declaraciones de amor vacío, fe incondicional en sus dogmas y un perfil de Facebook o de Twitter en el que linchar virtualmente a los herejes del momento. Son el hembrismo, las seudociencias, el relativismo, el igualitarismo… “Los redentoristas son apóstoles de fe robusta, esperanza alegre, ardiente caridad”. Gente estremecida por su propia bondad. Los profetas del siglo XXI.
Como los profetas de la antigüedad, los redentoristas de hoy en día aspiran a puentear el ordenamiento jurídico para imponer sus convicciones al resto de los ciudadanos. Y como los profetas de la antigüedad, los redentoristas de hoy en día pretenden conseguir sus fines amenazando con apocalípticas lluvias de fuego y sangre. Es decir con algún tipo de violencia sobre aquellos que no comulgan con sus creencias. Juicios populares, discriminaciones positivas, cuotas para ellos y sus protegidos, prohibiciones de todo tipo, confiscaciones de rentas ajenas, privilegios legales para determinados colectivos seleccionados por la pureza de su fe o por su innata bondad, ingeniería social practicada en los hijos del prójimo…
Todos los redentorismos contemporáneos comparten tres características.
La primera es su rechazo de la racionalidad en beneficio de la emotividad. Una emotividad que parte en la mayoría de las ocasiones de una media verdad que se retuerce hasta adoptar una forma grotesca y caricaturesca cuyo parecido con la realidad es pura coincidencia.
La segunda es la amenaza latente de la pérdida de un supuesto estado de pureza original, ya sea este el equilibrio interior, la armonía natural del planeta Tierra o la igualdad (de llegada) de todos los seres humanos.
La tercera es el hecho de que la falacia original en la que basan sus dogmas es una forma particularmente primitiva de mentira: la que defiende la existencia de algo que no existe. Es decir un tipo de mentira que exige de sus creyentes grandes dosis de fe y el rechazo casi instintivo de cualquier rama de la ciencia capaz de demostrar la falsedad de sus afirmaciones. Particularmente odiadas por los talibanes de la nueva espiritualidad son la neurociencia y la psicología evolutiva. De ahí ese típico argumento redentorista que dice que la cienciatambién es una religión. Por supuesto que no lo es.
Tomemos un dogma de fe moderno cualquiera. La discriminación de la mujer en el mercado de trabajo (de las sociedades democráticas occidentales). El diario El País titulaba así el pasado jueves siete de marzo una de sus noticias: “La mujer, hacia la precariedad”. Los hombres por lo visto disfrutan de pleno empleo. La realidad que se retuerce para llegar hasta esa conclusión es la llamada brecha salarial. Según la Comisión Europea, la brecha salarial entre hombres y mujeres es del 16,2% en la Unión Europea. La cifra confirma una tendencia ligeramente a la baja con respecto a años anteriores (17%), lo que según Bruselas se explica no tanto por el fin de las actitudes machistas sino por el desplome de sectores productivos tradicionalmente masculinos como el de la construcción. Y eso a pesar de que la discriminación salarial por motivo de sexo está tipificada como delito en todos los países europeos. El mismo Ayuntamiento de Madrid fue condenado en 2009 por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid a pagar 58.000 euros a una trabajadora por haberle pagado un salario menor que el que recibía un compañero que realizaba sus mismas tareas.
Por supuesto, la brecha salarial existe. Como existen también los casos puntuales de discriminación salarial. ¿Pero es eso la prueba definitiva de la existencia de una conspiración masiva del patriarcado internacional para discriminar a las mujeres y relegarlas a la cocina?
El dogma de la discriminación machista cumple los tres requisitos antes mencionados. Busca la emotividad porque disfraza un delito perfectamente tipificado por el ordenamiento jurídico con los ropajes de la mítica lucha del débil contra el poderoso. Amenaza con la pérdida de un hipotético edén de la igualdad genética primigenia que, se supone, debería conducir a hombres y mujeres a desear exactamente los mismos trabajos, a implicarse con exactamente la misma intensidad en ellos y a compartir de forma milimétrica las mismas motivaciones vitales. Y se basa en una mentira que defiende la existencia de algo que no existe: un hipotético empresario que, aun sabiendo que el riesgo de acabar siendo condenado por ello es muy alto, decide pagarle a una mujer un salario inferior al del resto de trabajadores varones de su empresa. Y ello a cambio de un pequeño ahorro del 16% y de la satisfacción machista de haber discriminado a una mujer a la que acaba de contratar (¿por qué?) y con la que no comparte el más mínimo vínculo emotivo. Una segunda versión del hombre de paja machista es la del empresario que, ante la duda de si contratar a un hombre o a una mujer para un determinado puesto de trabajo, decide contratar al hombre a pesar de a) estar menos cualificado para el puesto que su oponente femenina y b) cobrar un salario un 16% mayor que esta.
La realidad, por supuesto, es algo más compleja. Hace un par de años entrevisté a la psicóloga canadiense Susan Pinker con ocasión de la publicación en España de su libro La paradoja sexual. Lo primero que le pregunté fue si sería correcto decir que los hombres luchan por el dinero y las mujeres por la autoestima y la satisfacción en sus puestos de trabajo. Esto es lo que contestó:
Sería más correcto decir que bastantes más hombres que mujeres priorizan el estatus, la remuneración y las oportunidades de progreso. Yo diría que el porcentaje es más o menos de un 75% para los hombres por un 25% para las mujeres. Y sería correcto decir que muchos más hombres que mujeres se concentran exclusivamente en la consecución de esos objetivos. En cambio, más mujeres que hombres tienen objetivos múltiples en sus vidas y, por lo tanto, nociones más variadas de lo que es el éxito.
En encuestas realizadas a un número significativo de sujetos, la flexibilidad, la autonomía y el hecho de trabajar con personas a las que respetan, en un trabajo en el que ellas sientan que pueden marcar la diferencia, eran las prioridades profesionales señaladas por un 85% de las mujeres, y especialmente por aquellas con una carrera universitaria. Para la mayoría de las mujeres, los horarios flexibles y un trabajo que las realice (frecuentemente con objetivos humanitarios o sociales) superan el estatus y el dinero. Más mujeres que hombres están dispuestas a negociar sus salarios con el objetivo de conseguir otros fines: tener tiempo para la familia, los amigos y las actividades culturales o comunitarias. De nuevo, un 75%-25% sería una estimación conservadora del porcentaje de mujeres entre las personas que priorizan la flexibilidad, la autonomía y la realización profesional en detrimento de nociones más tradicionales del éxito, como la que lo asocia a un estatus alto y a los ingresos más elevados posibles.
También le pregunté el porqué de que los trabajos típicamente femeninos estén en general peor pagados que los típicamente masculinos. Y esto es lo que contestó:
Es difícil de determinar, pero es probable que se deba a que tradicionalmente nuestra sociedad ha valorado más las carreras orientadas a las “cosas y los sistemas” que las orientadas a los “procesos humanos”, donde los resultados son más difíciles de medir y donde predominan las mujeres. Hay dos tendencias: a infravalorar los terrenos donde las mujeres muestran su fortaleza, y a sobrevalorar aquellos en los que los hombres han demostrado mayor interés, como la física, la ingeniería y la programación informática. Tal y como explico en la introducción del libro, si algo está dominado por los hombres, la gente, y muy especialmente las feministas de la línea dura, lo valora más. Y esa es la razón de que se empuje a las mujeres a escoger carreras técnicas, como la programación informática.
Pero también se produce el fenómeno de que las profesiones que empiezan a atraer a las mujeres, como la medicina, han empezado a perder valor en nuestra cultura. Es la ‘conversión al rosa’ de muchas áreas profesionales, y se debe probablemente a una amplia variedad de factores. Lo que me lleva al siguiente punto: la gente que trabaja en el sector público y que contribuye al bienestar general gana menos que la gente que trabaja en el sector privado. Esto siempre ha sido así, y seguirá siendo así, incluso después de esta crisis. Muchas mujeres cambian un salario hipotéticamente mayor en el sector privado por la estabilidad, los horarios razonables, las vacaciones y la posibilidad de ayudar a sus comunidades que les ofrece el sector público. La gente no se dedica a la enfermería o a la enseñanza porque quieran hacerse millonarios, sino porque eso les permite ayudar a la gente. La mayoría de las mujeres europeas y norteamericanas dicen que esa es una de sus prioridades.
La idea de que los trabajos típicamente masculinos son mejores que los femeninos porque están mejor pagados o porque conllevan una mayor responsabilidad responde a una idea masculina de lo mejor. Un estereotipo que las hembristas ayudan a perpetuar cuando centran sus esfuerzos en conseguir que las mujeres accedan a esos trabajos cuando quizá el parámetro de la satisfacción profesional y personal de estas no pasa tanto por un sueldo estratosférico o por la competitividad extrema (típica de los juegos de suma cero como el de la bolsa) como por la flexibilidad o la posibilidad de disponer de más tiempo libre para actividades culturales o sociales, entre otros muchos factores.
Pero el relato fría y desapasionadamente científico de Susan Pinker no tiene ni la más mínima posibilidad de victoria frente a una fábula ingenua que describe la épica lucha del bien (las desvalidas mujeres) frente al mal (la falocracia machista). Que las posibilidades de victoria sean nulas no se debe sin embargo al mayor potencial comercial de la fábula frente a la realidad, sino a que la primera elude hábilmente ese pequeño pero molesto detalle que la segunda no puede evitar de ninguna de las maneras: el de la responsabilidad personal. El libre albedrío del que hablaba en el punto 1.
Y es ahí donde el hembrismo enlaza con las religiones monoteístas y con el resto de ideologías redentoristas. El atractivo de todas esas mentiras reside en su habilidad para descargar en un tercero todo el peso de la responsabilidad sobre nuestras vidas: dios, la sociedad, el capitalismo, el machismo, las multinacionales, el desarrollo tecnológico, los alimentos modificados genéticamente, las antenas de telefonía, la medicina occidental… El redentorismo moderno no es más que una forma especialmente naif de infantilismo, una retorcida forma de sumisión voluntaria a un enemigo imaginario externo y de elusión de las responsabilidades personales: yo no he sido, nadie me ha visto, no puedes probarlo.
3. Europa
El día que escribo esto la Unión Europea ha multado a Microsoft por supuestas prácticas monopolísticas. Esas prácticas monopolísticas consisten en la negativa de Microsoft a facilitar la instalación de navegadores de la competencia en su sistema operativo Windows. Multados por negarse al suicidio. Un suicidio que, por cierto, Microsoft se había comprometido de forma absurda a llevar a cabo en una negociación a puerta cerrada con la UE. Pero que el árbol no oculte el bosque: la ruptura del compromiso por parte de Microsoft no es para la UE más que una excusa con la que darle una pátina de legalidad al pillaje de los beneficios de una de las empresas más rentables del mundo.
La multa es de 561 millones de euros, pero podría haber alcanzado los 6000 millones, el 10% de los ingresos anuales de Microsoft. Es en cualquier caso curioso que Microsoft, una de las mayores empresas del planeta y miembro destacado de “la dictadura del capital”, haya sido incapaz de evitar una multa millonaria que devorará el 1% de sus beneficios. Quizá la dictadura del capital existe, pero su poder no parece demasiado impresionante comparado con el de la burocracia europea.
Tras Microsoft, la UE pondrá en su punto de mira a Google y a Apple. El caso de esta última es revelador. A pesar de respetar estrictamente la legalidad de los países en los que opera, Apple está sufriendo una campaña mediática de acoso y derribo por parte de aquellos que consideran que la empresa californiana no paga los suficientes impuestos en la UE. Se avecina un salto cualitativo en el tradicional encarnizamiento fiscal europeo. El porcentaje de impuestos que deberán pagar los ciudadanos y las empresas que operan en Europa no será ya el determinado por las leyes de cada país, sino el que los sacerdotes de la espiritualidad fiscal con sede en Bruselas, París o Madrid consideren necesario, bondadoso o equitativo en cada momento. Como ha ocurrido en el caso de Microsoft, la UE negociará a puerta cerrada con las empresas el volumen de su mordida. Volvemos a la idea de un dios caprichoso que castiga o recompensa a sus súbditos en función de su humor del momento y en base a criterios subjetivos cuando no 100% aleatorios. Si quieren el término técnico: pura y dura inseguridad jurídica.
Solo un día antes se conocía que la Comisión Europea ha reclamado a España la subida del IVA y la reforma de las pensiones. “Todavía hay margen”, añadía el euroburócrata portavoz. Y que lo diga: hasta llegar al 100% de IVA y a las pensiones griegas de 120 euros, ancha es Castilla. Las amenazas casi diarias de la Comisión Europea tienen su fiel reflejo en el ministro Montoro, un servidor público incapaz de lograr que los españoles paguen los impuestos que les corresponden pero muy capaz de amenazar de forma turbia a colectivos enteros: los tertulianos, los actores, los diputados de la oposición, los medios de prensa, los periodistas…
Resulta curioso comprobar qué es lo que tienen todos esos colectivos en común: su fácil acceso al público. Montoro no ha amenazado a notarios o a farmacéuticos o a corredores de bolsa, sino a aquellos colectivos profesionales que pueden influir en la opinión pública a través de los medios de comunicación. Parece de sentido común que lo que debe hacer un ministro de Hacienda de un estado democrático si tiene noticias de delito fiscal alguno es actuar contra los defraudadores, no amenazarles en público para que cierren la boca. Este retorno al medioevo en el que parece enfrascado el gobierno del PP con el apoyo tácito de la UE tiene su remate en una segunda amenaza, esta vez de Rajoy: la de hacer pública la lista de los mayores defraudadores españoles. En vez de actuar, como haría un gobierno democrático, por medio de fiscales e inspectores de hacienda, el gobierno le da el paseíllo a algunos de sus ciudadanos para que la turba los apedree a placer en la plaza del pueblo. Y eso después de ofrecerles una amnistía. Ejemplares en su ruindad.
Por último, quizá recuerden una noticia de hace apenas dos años que dice mucho de cuál es la idea que tienen de la profesionalidad algunos de nuestros eurócratas. Esos mismos eurócratas que luego presionan al gobierno español para que trabajemos más horas, recibamos un salario menor y paguemos más impuestos a cambio de pensiones cada año más escasas. La eurodiputada británica Nikki Sinclaire identificó y denunció en 2011 a varios de sus compañeros por aparecer los viernes en el Parlamento a primera hora de la mañana, fichar y escapar inmediatamente después al aeropuerto para volver a sus domicilios en sus países de origen. Eso permitía a esos eurodiputados cobrar una dieta extra de 300 euros por cada viernes escaqueado. Dieta que se sumaba a su salario de más de 6000 euros mensuales, a los 4300 euros con los que los eurodiputados gestionan sus despachos y a los varios extras que suelen recibir, algunos de ellos de hasta 1500 euros, y que incluyen desde gastos de viaje hasta otros tipos de pluses.
Pero el dogma de fe de la Unión Europea, al igual que el de dios o el de los redentorismos modernos, no se discute. Y eso a pesar de que las mentiras que sostienen la idea de una Europa unida no son precisamente menores que las de sus dos compañeros de viaje.
Tony Judt publicó en 2011 un breve ensayo titulado ¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa. Prueba de que el europeísmo no es más que otro dogma de fe es que Tony Judt pide perdón por adelantado en el prólogo del libro declarándose “europeo entusiasta”. Y pide perdón porque su conclusión es demoledora: Europa es una idea “deseable” pero no “posible”. Y añade:
Una Europa verdaderamente unida es algo demasiado improbable como para que insistir en ello no resulte tan insensato como engañoso. De modo que supongo que eso me convierte en un europesimista. A diferencia deJ ean Monnet, el fundador de la Comunidad Europea, yo no creo que sea prudente, ni posible, exorcizar la historia, y en ningún caso más allá de unos límites razonables, por lo que mi ensayo termina con un alegato a favor de la reinstauración parcial, o la relegitimización, de las naciones-Estado.
Como buen dogma de fe, la UE cuenta con una batería de poderosas amenazas con las que amedrentar a paganos y ateos. Como no se ha cansado de advertir Madrid a incautos viajeros independentistas catalanes, “fuera de Europa hace mucho frío”. Acabaremos creyendo que es imposible encontrar fuera de la UE un solo estado democrático, respetuoso de los derechos humanos y capaz de firmar tratados comerciales o financieros con otras naciones. EE. UU., Japón, Australia, Corea del Sur, Canadá, Brasil, India e incluso Noruega y Suiza son territorio comanche, por lo visto. Por no hablar de los diez países europeos que han rechazado adoptar el euro a pesar de formar parte de la UE, entre ellos países de impecables credenciales democráticas como Suecia, Dinamarca o Reino Unido.
Resulta también paradójico que Europa, escenario del mayor crimen de la historia de la humanidad (el Holocausto) y cuna de las dos ideologías más atroces jamás ideadas por el ser humano (comunismo y nazismo) se permita ahora el lujo de amenazar con el infierno de la ruina económica, social y política a aquellos que osan dudar de ella. Hay sectas menos estrictas. Y eso que la UE nació, teóricamente, con el objetivo de evitar las periódicas masacres que se llevaban a cabo cada pocos años y con alarmante regularidad en su seno. A eso se le llama hacer de la necesidad virtud.
¿Quién dijo que la UE no es más que una puta arrepentida reconvertida en beata coñazo? Ah, sí: yo.
En realidad, los intereses que llevaron al nacimiento de la UE no tuvieron nada de elevado. El germen de la actual UE es la CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero). La CECA, un típico tratado comercial, nació en 1951 como tercera opción francesa tras el fracaso de sus opciones A y B. Lo explica con más detalle Toni Judt en ¿Una gran ilusión?
Tras la Segunda Guerra Mundial, Francia se enfrentaba a un dilema: ¿cómo reactivar su economía sin reactivar también la de Alemania? Una Alemania a la que, al mismo tiempo, Francia necesitaba como suministradora de materias primas esenciales para su industria. Este era exactamente el mismo dilema al que Francia se había enfrentado en 1918, tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Así que los franceses optaron en 1945 por la misma solución por la que habían optado en 1918: explotar los recursos alemanes manteniendo la autonomía política y militar germana bajo mínimos. En 1918, esa solución había conducido al ascenso del nazismo y a la Segunda Guerra Mundial. En 1945, los franceses pretendían repetir la experiencia. Francia estaba pidiendo a gritos una Tercera Guerra Mundial.
Pero si los franceses no habían aprendido la lección, los británicos y los estadounidenses sí. La opción A francesa fracasó por la negativa anglosajona a convertir de nuevo a Alemania en la proveedora de materias primas a bajo coste de una futura Francia imperial. Y Francia pasó a la opción B.
La opción B era incluso más brillante que la A. Si es que eso es posible. Consistía en aliarse con la URSS para emparedar Alemania entre dos potencias hostiles. Si la opción A garantizaba una Tercera Guerra Mundial en 20 años, la B garantizaba esa misma Tercera Guerra Mundial pero en solo cuatro o cinco, con el previsible añadido final de una Europa completamente sometida al yugo comunista de la Unión Soviética. EE. UU. nos había salvado de nuestra propia incompetencia hacía apenas unos meses, pero era dudoso que estuviera dispuesto a hacerlo una segunda vez.
El resultado fue la opción C: el Plan Schuman, que regulaba la producción de carbón y acero de seis países europeos bajo la supervisión de una autoridad internacional. Y ese fue el germen de la CECA y de la actual UE. Muy idealista todo, efectivamente.
Pero nada demuestra mejor el absurdo de la UE que su Política Agraria común y su postura frente al estado del bienestar. La Política Agraria Común, que ha llegado a representar hasta el 70% del presupuesto de la CEE (en los años 70), nació con el objetivo de evitar que las grandes masas rurales desocupadas se pasaran de nuevo al fascismo o al comunismo tras la Segunda Guerra Mundial. Subvencionar una industria en declive no era más que una manera de asegurarse el voto de esas masas. La inercia y la rutina han hecho que la Política Agraria Común continúe destinando hoy en día millones de euros anuales a una industria prácticamente inexistente. El resultado no es solo el despilfarro masivo de recursos, sino esa peculiar forma de corrupción rural que consiste en cultivar determinados cereales, verduras o frutas que jamás van a ser comercializadas solo para poder cobrar la subvención de la UE.
Y no solo eso: la letanía que defiende la calidad intrínseca de los productos tradicionales de la industria alimentaria europea (el vino español, el queso francés, el aceite de oliva italiano) no es más que un mito que pretende compensar la decadencia agrícola de la UE otorgándole a sus productos los marchamos de “patrimonio cultural” y “denominación de origen”. Es la excepción cultural francesa aplicada a las patatas. Así que dejemos de engañarnos a nosotros mismos: los vinos californianos no tienen ya nada que envidiarle hoy en día a los caldos franceses y españoles.
El estado del bienestar europeo es el segundo gran mito de la Europa unida. Dice ese mito que un estado del bienestar fuerte produce estados sanos, económicamente prósperos y socialmente cohesionados. La realidad es más bien la contraria. Un estado del bienestar fuerte solo es posible en estados sanos, económicamente prósperos y socialmente cohesionados. El estado del bienestar, en definitiva, no es la causa sino el efecto. En una Europa en quiebra y con una tasa de natalidad paupérrima, el estado del bienestar es inviable. La única duda es a quién cargarán los eurócratas con el muerto de su muerte (valga la redundancia), si a los que pagan o a los que reciben. La respuesta se desarrolla cada día frente a nuestros ojos. La UE exprimirá a la clase media hasta que esta expire su último aliento. Al día siguiente, cuando ya solo queden en pie las aristocracias burocráticas europeas y una inmensa clase baja, liquidarán el estado del bienestar frente a nuestros ojos mientras el eje del planeta se traslada desde el Atlántico al Pacífico. Europa será periferia en menos de 20 años.
Pero en algo no miente la UE: la alternativa a su costosa ineficacia es el infierno. Lo demuestra el éxito en las elecciones italianas de ese populista demagogo llamado Beppe Grillo. Beppe Grillo, saludado por algunos como un necesario toque de atención al sistema, parece a primera vista un loco inofensivo con el suficiente descaro como para cantarle las verdades del barquero a ese hombre de paja llamado “los poderosos y los ricos”. En realidad, Beppe Grillo cree cosas como las siguientes:
1. Cree que las estelas de los aviones esparcen sustancias químicas que hacen que la gente se vuelva loca.
2. Cree en las sangrías como método curativo y rechaza las vacunas por peligrosas.
3. Cree que la Banca Islámica de Desarrollo regala dinero a los prestatarios que se lo merecen.
4. Cree que los judíos son una pequeña minoría árabe que robó Tierra Santa a los demás hace 2500 años.
5. Cree que los judíos controlan el mundo a través de los Illuminati, las logias masónicas, los Rockefeller y los Rothschild.
6. Cree que los judíos son los responsables de la crisis económica en Italia y en el mundo porque son los dueños de los bancos usureros.
7. Cree que los mulás de Irán representan la antigua civilización persa, la cultura más avanzada del mundo.
8. Cree que la quimioterapia del cáncer es una conspiración de Big Pharma para matar a los pacientes.
9. Cree que los organismos modificados genéticamente (OMG) y las nanopartículas nos matarán.
10. Cree que el SIDA es “la mayor mentira del siglo” y el HIV una quimera.
11. Cree que los judíos deben ser “procesados” en masa.
12. Cree que puede salvar Italia nacionalizando los bancos y cortando el comercio con la UE.
Efectivamente: Beppe Grillo es un loco. Pero falta la segunda parte de la ecuación: también es antisemita. Un loco antisemita que cree en conspiraciones judeomasónicas. Un loco antisemita que no se limita a defender la salida de Italia de la UE, sino que cree en la viabilidad de una Italia autárquica a imagen y semejanza de la España del franquismo.
Así pues, ¿qué esperanza nos queda? Dios es mentira. Para escapar de esa mentira hemos inventado los redentorismos, una especie de fe 2.0 basada a su vez en más mentiras. Beppe Grillo no es más que una excrecencia particularmente representativa de esos redentorismos contemporáneos. Y para escapar de las mentiras de los redentorismos y de los Beppe Grillo que florecen por todo el mundo para solaz de los revolucionarios de pitiminí, hemos inventado una nueva mentira cuya función es proporcionarnos una falsa sensación de seguridad mientras el barco se hunde poco a poco: la UE.
Quizá ya va siendo hora de dejarse de experimentos absurdos y de darle una oportunidad a la razón científica. A la verdad, en definitiva.
Cristian Campos, La mentira: tres modos de uso, jot down, 11/03/2013