“La simple consecuencia es (y trátase de una máxima general digna de nuestra atención) “que ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta esclarecer; e incluso en este caso hay una destrucción mutua de argumentos, y el superior sólo nos da una seguridad adecuada al grado de fuerza que queda después de deducir el inferior”. Cuando alguien me dice que vio resucitar a un muerto, inmediatamente me pregunto si es más probable que esta persona engañe o sea engañada, o que el hecho que narra haya podido ocurrir realmente. Sopeso un milagro en contra de otro y, de acuerdo con la superioridad que encuentro, tomo mi decisión y siempre rechazo el milagro mayor. Si la falsedad de su testimonio fuera más milagrosa que el acontecimiento que relata, entonces, y no antes, puede pretender obtener para sí mi creencia y opinión.
[…]Un beato puede ser un entusiasta e imaginar que ve lo que de hecho no tiene realidad. Puede saber que su narración es falsa, y, sin embargo, perseverar en ella con las mejores intenciones del mundo para promover tan sagrada causa, o incluso cuando no caiga en esta ilusión, la vanidad, movida por una tentación tan fuerte, opera sobre él con mayor fuerza que sobre el resto de la humanidad en cualquier circunstancia, y su interés propio con la misma fuerza. Sus oyentes pueden no tener suficiente juicio para criticar su testimonio. Por principio, renuncian a la capacidad que pudieran tener en estos temas sublimes y misteriosos. O incluso si estuvieran muy dispuestos a emplearla, la pasión y una imaginación calenturienta impiden la regularidad de sus operaciones. Su credulidad aumenta su osadía. Y su osadía se impone a su credibilidad”.
David Hume, fragmentos de la
Investigación sobre el conocimiento humano