He aquí dos términos de derrota. De sendas derrotas de la promesa moderna. "Hegemonía" es un término que nace en una doble prisión: la física y la lingüística que sufre Antonio Gramsci en las cárceles del fascismo italiano. Sus censores vigilan sus escritos y lecturas por lo que tiene que construir un nuevo lenguaje para expresar las viejas ideas del marxismo, que resulta ser, sin embargo, una inyección de fuerza semántica en un discurso gastado y descalabrado. La promesa de un cierto marxismo acerca de la inevitabilidad de la revolución por decadencia del capitalismo se ha traducido en una ola de fascismos por toda la Europa industrial. Gramsci, sin embargo, no se siente derrotado e inquiere en las razones y causas que han conducido a que la bestia salga fuerte y triunfante de sus heridas y desarrolla una de las grandes aportaciones a la filosofía de la historia del siglo: la cultura no es ya un subproducto de otras fuerzas más básicas, sino una potencia esencial en el dominio y desarrollo del capitalismo.
El cansado, enfermo y contrahecho dirigente no se rinde en la cárcel. Su amigo Piero Sraffa le trae múltiples y extraños libros de filosofía y literatura italiana que usa como un trampolín para responder a la pregunta por la derrota de la revolución. Allí desarrolla una nueva respuesta a la antigua pregunta por la servidumbre voluntaria y encuentra en la capacidad que tienen las clases dominantes de resignificar a su favor las formas de vida, los significados de las grandes cuestiones y los deseos básicos de las clases subalternas la respuesta a la derrota de una vana promesa de redención histórica no demasiado distinta a la que habían hecho las religiones.
Hasta los años setenta, cuando la perspectiva abierta de la nueva izquierda europea haga trizas el anquilosado marxismo del frío Este, la respuesta de Gramsci no será tenida en cuenta. Serán las nuevas voces de Raymond Williams y Manuel Sacristán las que, bajo nuevas formas de tensión, lean con luz propia las casi olvidadas páginas de los Diarios de la Cárcel de Gramsci. Se avistaban ya en el horizonte nuevas derrotas que la subida al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan habrían de comenzar a convertir en realidad. Las derrotas serían también y sobre todo culturales: lo que llamamos neoliberalismo, el mantra del fin de la historia y el dogma del mercado y la competencia universales como escenario ahistórico que anunciaba la eternidad del capitalismo. Pero no era sino una recomposición de la hegemonía en un mundo globalizado.
"Poshumanismo", en segundo lugar, alude a la derrota del humanismo que desde el Renacimiento al Romanticismo constituyó la parte dura del hueso de la filosofía y la ideología occidentales. El humanismo se había construido sobre frágiles bases por más que prometiese una victoria del hombre sobre la materia y la naturaleza. Medio animal, medio ángel, el dios le habría concedido al hombre, en el discurso de Pico della Mirandola, el señorío del universo, la culminación de la creación. Al hombre. Así. En el centro del universo. A un "hombre" que no era sino un término de exclusión: de lo animal, de lo femenino, de lo no viril, de lo no occidental e imperial, de lo no culto, de lo técnico y práctico, de todo aquello que no coincidía con el canon que la cultura dominante había convertido en vértice de la pirámide cultural.
En los años ochenta y noventa todas estas exclusiones habían generado sendas fuerzas de resistencia y lucha contra el dominio del un humanismo dolido por su incapacidad de lectura y comprensión del nuevo mundo: poscolonial, posviril, posfeminista incluso, bajo el temor a la hibris de la metafísica imperial que encarnaba el humanismo. Con el añadido de su incapacidad para decirlo en términos heideggerianos de responder a "la pregunta por la técnica", es decir, por la forma en la que la técnica ha conformado a los humanos modernos.
En los años noventa el término grasmciano de "hegemonía" se hizo cargo de esta nueva deriva de la cultura contemporánea, incorporando las formas sutiles de dominio que no eran las puras y descarnadas del dominio del capital económico. Las nuevas sociedades creaban y reproducían y se reproducían sobre nuevos sujetos en donde el género, la etnia, el lenguaje, las preferencias sexuales, la normatividad fisológica, la cultura o el acceso al mercado de trabajo configuraban a la vez que inestables topologías en el espacio social vulnerables formas fracturadas de identidad y subjetividad.
El poshumanismo, a su vez, cambió radicalmente el significado que "hegemonía" había adquirido en el pensamiento político de la nueva izquierda de los años setenta. Ya no se trataba de un horizonte en donde la "clase trabajadora" representase de un modo universal a la especie humana. La especie humana, la historia humana era ya una historia de catástrofes, daños y esclavitudes que habría que revisar en sus complejos entrelazamientos. Una clase obrera triunfante, en un mundo de robots y desarrollos tecnológicos podría ser quizá un horizonte distópico que ocultase un dominio antiecológico, masculino, occidental, de un grupo privilegiado de gente sindicada para ejercer una nueva forma de dominación. "Hegemonía", así, se convirtió en un término dramático, agonístico, de conflicto permanente entre maneras de dejar de ser "humanos" en el viejo sentido "humanístico" para señalar la creación de nuevos lazos y reconocimientos entre los damnificados por el neoliberalismo: exiliados, nómadas de la historia que reclamaban un puesto en el espacio público.
La nueva hegemonía nacida de las dos derrotas se configuró simbólicamente en los movimientos de ocupación del espacio público mediante una transformación de las visibilidades, la irrupción de vínculos débiles como fuerzas de institución social y la aspiración a crear plazas no ocupadas ya por multitudes (que, como "masas" seguían siendo términos del antiguo significado), sino por nuevos sujetos que llevaban en sí, dentro, la marca del conflicto y las subjetividades construidas por lealtades diversas, por la conciencia de que la abyección (el haber sido arrojados fuera) y la obscenidad (el quedar fuera de escena) eran las nuevas marcas de identidad. La nueva hegemonía como horizonte emancipatorio se configuró como un proceso que comenzó por transformar las palabras, los signos y símbolos de reconocimiento mutuo. Banderas multicolores que escapaban de la identidad. Deseos de reconciliación con la tierra, con el animal que somos, con la máquina en la que hemos devenido, con el género extraño que configura nuestros afectos, con nuevas pieles artificiales donde el artificio tatúa figuras que hacen olvidar el color de fondo. Alzando, en la feliz expresión de Germán Cano, fuerzas de flaqueza.
No es difícil ver, salvo para los epistémicamente ciegos, es natural, que este mundo globalizado, neoliberalizado, ecológicamente amenazado, ya ha dejado de ser humano para abrirse a nuevas posibilidades hegemónicas donde los antiguos humanos están siendo sustituidos por comunidades de sujetos, de personas que reproducen o quieren reproducir sus identidades complejas, fragmentadas, en nuevos marcos de solidaridad local y al mismo tiempo cósmica, sostenible, sin más promesas que las de atender a los gritos (a veces inaudibles) de los excluidos, de los abyectos y obscenos, abriendo continua e interminablemente las fronteras de los espacios y plazas de lo común.
Fernando Broncano, Hegemonía y poshumanismo, El laberinto de la identidad, 02/11/2015